Si ambas ceremonias de ayer en Washington fueron emotivas, la más significativa históricamente fue, en mi opinión, la desangelada despedida del presidente saliente. Dos elementos me llamaron especialmente la atención de la misma, uno literal y otro literario.
En primer lugar el más obvio; la premonición, a pie de escalera del Air Force One, de Trump de que “en alguna forma volveremos” (We will be back in some form). Imposible no pensar en aquella misma afirmación en labios del reputado general MacArthur al abandonar Filipinas en la Segunda Guerra Mundial, escapando en un viaje delirante, por tierra, mar y aire, del acoso de los japoneses, cuando dijo “I shall be back” (Volveré). Algo de ello debe de resonar en las mentes de los más entregados seguidores de Trump, aquellos que acudieron a despedirle antes de que se introdujese en el avión seguido por su familia. También MacArthur partió con sus familiares y sus colaboradores más cercanos, los mismo con los que años después volvió para rehacer la primera etapa de su gesta a bordo de las famosas lanchas PT con las que consiguió escapar de la bahía de Manila en plena noche y en un mar encrespado. Tel vez quiso Trump buscar en su despedida un eco en aquella figura legendaria y patriótica para fomentar la esperanza entre los que aún le veneran. Y, sin embargo, a diferencia de la aventura de MacArthur, no se reflejaba en el ambiente de la pequeña ceremonia ningún sentido heroico sino más bien el que acompañaba al luto de la primera dama, escondido tras unas enormes gafas negras al más puro estilo Jackie Kennedy.
Y si esas palabras iban dirigidas a los incondicionales de su autor, el segundo elemento, más literario que literal, concita justamente los sentimientos de sus contrarios, de aquellos que lo perciben como un mal del que por fin se han librado. Se trata de cómo la magnanimidad presidencial decretó, en su último día al frente de la nación, el perdón, junto con otro largo centenar de convictos, de un oftalmólogo condenado por estafar a ancianos, induciéndoles a tratamientos y operaciones innecesarias, para su propio lucro. Una historia que parece una burda copia de la de aquél otro oftalmólogo contenida en la famosa novela El Golem de Gustav Meyrink. La de un médico que sometía a sus pacientes a dolorosas e innecesarias pruebas para dictaminar la aparición de un supuesto glaucoma que requería inminente intervención. Los pacientes extorsionados eran entonces requeridos a pagar altas sumas de dinero para compensar la cancelación de un ficticio largo viaje de trabajo del médico, que podía así intervenir al angustiado paciente, cuya única alternativa era volver a someterse, con otro médico, al suplicio de pruebas ya sufridas a manos del estafador. Una historia de maldad que termina, en la novela, con el asesinato del culpable a manos de un vengador justiciero.
Ambos gestos, el literal y el literario representan las dos formas radicales y encontradas de afrontar la salida de Trump. No es fácil concebir cómo ambas puedan llegar a conciliarse, superando el enfrentamiento y sintetizándo una nueva narrativa de orden superior sin que una prevalezca sobre la otra. Como diría René Girard, sería necesaria la aparición de un chivo expiatorio que arramblase con las culpas y dejase el camino despejado para el feliz encuentro y la paz final. Pero el único candidato hasta ahora para dicha función necesaria son las 400.000 víctimas de la pandemia, cuya capacidad sanadora está quedando comprometida por su cooptación política.
Quedan por tanto tiempos difíciles por delante en un país dividido en el que resulta arriesgado aventurar cualquier apuesta sobre su evolución final en un tema tan complejo como es el de los sentimientos que suscitan sus líderes. Desafortunadamente, el proceso de impeachement no parece que pueda contribuir a superar definitivamente la división del país, salvo que los senadores republicanos decidan votar en bloque con los demócratas. Y aún así sería incierto el efecto de una condena que podría entenderse como venganza, generando un efecto bumerán poco deseable. A no olvidar; Trump no llegó a Washington para derrocar a los demócratas sino para acabar con el establishment político. Por otro lado, elevar a mártir a cualquier figura en un enfrentamiento nacional es un error a evitar, como ya probó Creonte con su condena de Antígona, temeroso de que Polinices se convirtiese en una figura inmortal. Algo para lo que los americanos tiene una elocuente expresión; to defeat the purpose, esto es, frustrar el objetivo perseguido.
Y entre la literalidad y la literariedad de ambos gestos se debate el futuro, como si la esencia de las fake news hubiese calado en la realidad metafísica de la política y fuese ya imposible no confundir lo que siempre ha sido un ideario imaginado con lo que significa el peso de una realidad verificada o, al menos, consensuada como tal.