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Mientras tantoDos lecturas: Pessoa, Pasolini

Dos lecturas: Pessoa, Pasolini


No soy de los que urja salir a la calle, en verano, a las 21 horas, a una terraza calurosa. Me estoy refiriendo a un entorno tan inmisericorde como el corazón de La Mancha. Mis salidas estivales, salvo circunstancias imperativas, se reducen a emplearme en pequeños recados en las primeras horas del día, hasta media mañana, hasta mediodía. El resto del tiempo permanezco tan ricamente en mi pequeña villa, en la aldea donde resido, con las aliviadoras aspas en el techo activadas en el salón (y lo mismo si estoy en el dormitorio, pues tengo dos ventiladores), tumbado en el sofá, leyendo, o sentado a la mesa, asimismo bajo el ventilador, escribiendo, como ahora hago. Y escuchando selecta música, casi siempre clásica. Pero el placer radica en estar tumbado, recibiendo la justa brisa que prodigan las amables hélices, y leyendo un buen libro. En esta tesitura se está como Dios, se siente uno como Dios. Pues Dios, perfectamente, puede pasar sus largos días, pensando a ratos en sus bichitos, en sus plantitas, en sus agüitas, en sus cumbreritas y en sus granitos de arena, si bien desentendido de los ingratos hombres en los que, en un principio, derrochó tantas esperanzas. Me imagino nítidamente al dios oyendo música (carece del porqué tener discos ni precisa sintonizar emisora alguna) y leyendo (releyendo, pues, a estas alturas de su “existencia”, ya todo lo relee) La montaña mágica en alemán, Gora en bengalí, el Romancero gitano en castellano, Los miserables en francés, y así, pues su desmesurada cabezota acoge todos los idiomas. Y todos los dialectos italianos.

Tengo tres formas de acceder a los libros, tres sistemas. El primero es el tradicional, desde Gutenberg: los libros impresos en papel. Libros no solamente los adquiridos extrayendo de la faltriquera, sino prestados por las generosas bibliotecas públicas. El segundo lo adopté a partir de la pandemia, cuando cerraron las bibliotecas, temiendo hallarme sin material. Pillé un dispositivo electrónico de la marca Kindle, proporcionado por Amazon. Confieso que utilizo mucho este método. Dispongo ya de una considerable biblioteca de ebooks. Y, por último también acudo a la plataforma eBiblio, de las Bibliotecas Públicas de Castilla-La Mancha, funcionando igualmente en otras bibliotecas autonómicas, por la cual puedo seleccionar de un catálogo de libros electrónicos –no muy profuso, la verdad-, poseyendo esos libros durante unos días fijados. Pues bien, los dos libros que ahora leo, he leído, pertenecen al fondo de eBiblio, y son de dos autores reconocidos y asombrosos: Fernando Pessoa y Pier Paolo Pasolini. Del primero, O banqueiro anarquista, pues la oferta se me ha hecho en su idioma original, el portugués, y del segundo, La ciudad de Dios, una colección de textos, de ambiente exclusivamente romano, del renombrado cineasta Pasolini, traducidos al español por Carlos Gumpert, y prologados por Lorenzo Bartoli.

Retrato de Fernando Pessoa, por José de Almada Negreiros, expuesto en la Casa Pessoa de Lisboa

El banquero anarquista (traduzco del portugués) es uno de los pocos relatos, cuentos o novelas cortas que escribió Pessoa, que en estos géneros se puede concebir esta obra. El argumento es la justificación dada por el protagonista, un banquero, en el sentido de ser un anarquista, tanto en la teoría como en la práctica. Anarquista y banquero a un tiempo, sin traicionar lo uno ni lo otro. El relato es, más que nada, un monólogo del banquero, aunque sostenido, a la vez, en un diálogo con un interlocutor que sirve como débil contrapunto al discurso férreo de aquél, quien se da perfecta cuenta de que el anarquismo es un ideal igualitario para que todos los hombres gocen de las mismas beneficiosas oportunidades. Percibe claramente que este ideal está perturbado con las convenciones, lo que él llama las ficciones sociales, que imperan sobre las realidades naturales. Naturalmente, uno está hecho para ser hombre o mujer, pero no, convencionalmente, para ser marido o esposa, católico o protestante, portugués o inglés. Ficciones sociales son el dinero, la familia, la religión, el Estado, etc. Para alcanzar el logro anarquista, el banquero percibe que la caridad también es una ficción social, perjudicando al recipiendario, al ser considerado, en esta acción, un ser disminuido, un discapacitado; menospreciándosele así . Por tanto, el banquero deduce que al adoptar el anarquismo hay que descartar una postura colectiva, optando, en provechosa obligación, por lo individual, incluso por lo egoísta, pues el anarquismo rechaza toda determinación solidaria. Como el banquero es consciente de que el afán de poseer dinero es una desasosegante ficción social que impide la serenidad anarquista, este acaparador lo soluciona teniendo dinero a espuertas y, por consiguiente, estando gozosamente despreocupado de él. Aquí tenemos un caso, perfectamente ahormado, que une, en un único ser, la condición de banquero y, a la vez, de anarquista.

Pasolini con el actor español Enrique Irazoqui, quien hizo de protagonista, Cristo, en el film pasoliniano ‘El Evangelio según San Mateo’. Fotografía de Domenico Notarangelo

En una entrevista, el periodista le preguntó a Pasolini que le dijese lo que realmente era, conocido como poeta, como novelista, como cuentista, como ensayista, como dramaturgo, como pintor. Alguna vez hizo el papel de actor; fue, especialmente como articulista, un activista político. Y, sobre todo, muy conocido como realizador cinematográfico. Tranquilamente Pasolini le respondió al entrevistador: “En mi pasaporte, la profesión que consta es escritor”. Efectivamente. Al cabo del tiempo, Pasolini quedará en la memoria, preferentemente, como un gran escritor, un gran poeta, un gran narrador. Él muy bien explicaba que la notable diferencia entre la literatura y el cine, es que la primera pertenece a un arte simbólico, mientras que el segundo ha de reflejar lo mejor posible el mundo, sin más. Su novela La vida violenta es un ejemplo de maestría en la configuración y el tempo del relato, con un final raudo y preciso que le deja al lector el mayor gusto por lo leído. En la extensa recopilación La ciudad de Dios, todos los textos reunidos tratan de Roma, como ya dije; no sólo cuentos, aunque sí una gran parte. Pasolini era de Bolonia, escribió sus primeros poemas en el dialecto friulano, que su madre hablaba. Pero, en un momento dado, declaraba de no podría vivir en otro sitio más que en Roma, la ciudad más bella del mundo, como la calificaba, y a la vez, por sus destartalados extrarradios, también la ciudad más fea del mundo, decía. Roma se extiende al entorno marítimo de Ostia. Asombra cómo describe excelentemente los oficios Pier Paolo Pasolini, detallando el ambiente marinero vertido en uno de los relatos, y el de los cazadores, expuesto en otro. Fuera de los argumentos ficticios que recoge este libro, Pasolini se detiene, a través de otros párrafos, con minucia, en la sociología de la Roma real. Detengámonos en uno de estos textos: “La jerga en Roma”. Muy amante de la lingüística como fue el autor, analiza con pulcritud y acierto este sobresaliente hecho romano, afirmando que “En Roma, todo el dialecto [romanesco] tiende a ser jergal.” E incide en la importancia de esa floritura del habla: “Lo que un romano admira sobre todo en una persona es la capacidad de hablar, la inventiva lingüística, o por lo menos un uso agudo de las instituciones jergales”. Gracias a la jerga del dialecto romano, a Pasolini le parece que la gracia de los viejos al hablar les rebaja la edad, de forma que le da esta impresión: “Siguen siendo algo chiquillos toda su vida: con esa pizca de narcisismo que mantiene despierta la creatividad en cuanto exhibición malandrina.” Llega a tales extremos el dialecto, que a un  café capuchino se le puede llamar Un tinello de latte zozzo, que, traduciendo, quiere decir “Un tonelito de leche mugrienta”.

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