Lo ético es mantener una patológica relación con la indecisión y con la duda, ya que eso es sencillamente el ethos común de los mortales. El estruendo metropolitano de lo social y el consumo, tanto en París como en Ámsterdam, debe sellar ese vacío. Si lo humano es mantener una buena relación moral con lo inhumano, decía el poeta Gary Snyder, nuestra tardía modernidad de acelera para rellenar toda falta, cualquier roce con el vacío y con los límites. Y esto, que la angustia no sea palpable por ninguna grieta, no deja de ser el colmo de nihilismo. En algunas urbanizaciones, en algunos hoteles y campus universitarios, la angustia puede entonces -para algunos elegidos- consistir en que nadie la siente ni la atiende.
Como tantas veces ha insistido Baudrillard, y después Tiqqun o Han, una de las cosas más características de la opulencia occidental es la tristeza inexpresable de su confort, la depresión anímica que es el reverso de su automatismo. Exactamente igual que los lujosos hoteles de nuestros recorridos turísticos, encantadores desiertos amueblados. Museos, centros comerciales, aeropuertos. Parte de nuestros escenarios de consumos son como peceras ingrávidas, sólo coloreadas por algún rostro o el encanto de algunos empleados.
En algunos escenarios populares, en lugares perdidos de la tierra, la pobreza juega por todas las esquinas con los destellos de su secreta riqueza, con una felicidad que sólo puede brotar de los bordes, del roce con la mugre y lo incierto de los límites. Por el contrario, la ausencia de tierra y traumas nos anula y neutraliza… de paso que nos convierte en indiferentes al prójimo y amos de un nuevo esclavismo legal. Se dirá que es fácil hablar así, viniendo de la confortable Europa, desde la moqueta del confort. Pero no es tan fácil. Ya sólo hablar así corroe parte de nuestra moqueta, pues obliga a buscar una línea material de choque, de roce con los límites. Nadie elige el nivel social y material en el que ha nacido, que además tiene múltiples facetas, pero sí es responsable de las decisiones morales destinadas a hacerlo humano.
Tanto si vives en un barrio destartalado de Jalisco como en una urbanización lujosa de Pozuelo de Alarcón, la tarea ética y estética es siempre la misma: allí donde estés, perfora la costra de las situaciones, busca dialogar con la vida mortal. Aunque sea haciéndole a los desconocidos preguntas forzadas. Solamente un puente con el demonio, con el mal de lo real, puede salvarnos de ese infierno radiante de lo igual.
Es preciso salvarnos de esa violencia sorda del confort que Borges asociaba a un abuso metafísico de la democracia. Pasolini diría: «Os odio, hijos autistas de la opulencia». Nosotros, hijos de su cristianismo roto, estamos obligados a jugar con otras posibilidades. Podemos tener una mano en Teresa de Calcuta y otra en Marilyn Manson. Es de suponer que esto, todavía hoy, se puede entender muy bien. Hubo un tiempo en que en el Noroeste español lo dijo así: «Dios es bueno. Y el diablo no es malo».
Es cierto que esto resuena fácilmente a romanticismo declase, al diseño de una moda que busca, desde la altura de su lujo, completarse con un gesto de alternativo de vanguardia. ¿Indies y hipsters de alta definición?: Los pantalones rasgados deben compensar una vida excesivamente cosida, arreglada. Lejos de esta tontería urbana, para compensar política, ética e incluso médicamente nuestro grado de bienestar, se debe buscar vivir, pensar y sentir con lo más atrasado de nosotros mismos. Lo otro, jugar a ser moderno de la cabeza a los pies, es perpetuar la imperial enfermedad, la metástasis de lo homogéneo en los cuerpos y en las mentes, en la vida propia y en la de los otros.
Es necesario, para seguir vivos, romper los protocolos del día, esa distribución policial de la visibilidad. Para empezar, no debemos mendigar reconocimiento: Si quieres vivir, debes armar una modulación de tu fuerza, convertir tu miedo en un juego, una estrategia corporal. Tal vez esto nos exige ser extranjeros siempre, forzando las confidencias que hace (y se le hacen) solamente el que está de paso.
Cada nación merece una antropología en crudo. Es más, sólo puede salvarse de los estereotipos por ella, liberándose del impresionismo de la información. Así, sea en Colmenar de Oreja o en Madrid, debemos hablar con nuestros amigos como se habla antes de dormir, como si fuera a acabarse el día o ese minuto fuera el último. ¿En un tiempo que remata en cada aliento? Sí, pero no es tanto esto, que el tiempo se detenga, como que el tiempo mismo vive sin tiempo, fuera de toda cuenta. Tal vez la costumbre popular es, bajo las distintas ocasiones y tareas, vivir en un tiempo maleable. El orden urbano tiene el reloj. La vida popular tiene el tiempo, grietas y espacios de vida en el tiempo.