Nada hay tan igual como un edificio impertérrito ante el paso del tiempo. Nada tan distinto como un mismo paisaje escudriñado por dos pares de ojos. Nada tan opuesto como el sentir de una ciudad a través de dos experiencias vitales contradictorias. Israel Rabon y Joseph Roth contemplan la misma calle, pero la viven desde distintos mundos. Sus obras giran alrededor de un mismo espacio, pero adquiere el matiz único y casi intransferible de quien lo observa.
Joseph Roth e Israel Rabon nacen en los territorios que habían pertenecido al reino de Polonia, pero que cayeron en manos diferentes tras su partición. La ciudad natal de Roth, Brody, fue un pequeño pueblo de Galitzia, típico shtetl que, en 1910, contaba con 20.000 habitantes –15.000 de ellos judíos–, y era sede comarcal dentro del Imperio Austro-húngaro, fronterizo con Rusia. Pese a su pequeño tamaño, Brody tenía un alto nivel intelectual. Allí nacieron dos importantes filósofos hebreos: el rabino Nachman y Abraham Krochmal. El primero es conocido por sus comentarios sobre La guía de los perplejos, de Maimónides, y por ser uno de los fundadores de la Wissenschaft des Judentums. Esta “ciencia del judaísmo” integra un enfoque histórico y científico del judaísmo que permite la comprensión de los valores judíos por los no judíos, a la vez que asimila a estos últimos en la cultura europea, sobre todo alemana, dentro de las líneas trazadas por la Haskalá. Por este motivo, Nachman estudió el alemán para poder leer a Kant, Fichte, Schelling y Hegel.
El discípulo de Nachman fue Solomon Judah Löb Rapoport, de Lemberg (Lwów), la capital cultural de la zona, que al final de su vida fue rabino de Praga. La lengua familiar de Roth fue el yidis que hablaban su madre y sus tíos. Roth, como Rabon, creció sin padre (según algunos críticos este fue internado en un hospital psiquiátrico y apartado de la familia). Con siete años ingresó en la escuela primaria de Brody, donde el idioma era el polaco, y después fue alumno en el instituto, en el que se conjugaba la educación en alemán y en polaco. Siendo colegial, Roth escribió poemas en ambos idiomas. Sin embargo, siguiendo la tradición cosmopolita de su ciudad natal, tras su año académico en Lwów, ingresó en la Universidad de Viena. Todavía no era consciente de que había tomado una decisión trascendental tanto para su obra como para su difusión.
Łódź, la ciudad de Rabon, quedó dentro del Imperio Ruso convirtiéndose, a partir de 1820, en la capital de la industria textil. Antes de 1914, la población de la ciudad la componían un 51% de polacos, un 32% de judíos, un 15% de alemanes y un 2% de rusos. Ya en 1921, de los 450.000 habitantes, el 62% era polaco y disminuyó el número de alemanes y de rusos, quedándose en un 7% y un 1% respectivamente. El porcentaje de la población judía se mantuvo constante.
Seis años menor que Roth, Rabon también se crió sin padre, pues este murió cuando todavía era muy pequeño. Su madre tenía que ganarse la vida como buhonera y él se convirtió en un autodidacta al no poder terminar los estudios. Proveniente de una familia judía muy pobre, le era difícil establecer contacto con otros intelectuales de su ciudad. Aunque conocía perfectamente el polaco, el alemán, el ruso y el francés, lo lógico fue que su idioma de expresión artística siguiera siendo el familiar yidis.
Y he aquí que ambos escriben prácticamente a la vez (Roth en 1923 y Rabon en 1928) novelas cuyo protagonista es un soldado que regresa de la guerra y acaba en la ciudad de Łódź. Podríamos catalogarlas como las Heimkehrerroman, historias del regreso de un soldado, si no fuera porque esta ciudad no es natal para ninguno de los dos. El protagonista de Roth acude a Łódź esperando recibir dinero de un tío suyo. Ha tardado seis meses en llegar desde Siberia. Teniendo en cuenta que la paz de Brest-Litovsk entre la Rusia bolchevique, Alemania y Austria, fue firmada en marzo de 1918, podemos suponer que los hechos transcurren en ese mismo año, o a comienzos del siguiente. El protagonista de Rabon acaba de ser desmovilizado del ejército polaco, es el año 1922, no sabe a dónde ir y oye el nombre de la ciudad en la cola para recibir su pase gratuito. Si el Gabriel Dan de Roth es un vagabundo de hotel, el soldado de Rabon es de la calle. Si Dan espera recibir dinero de su tío para ir a América, el protagonista anónimo de La calle sólo aspira a encontrar un trabajo cualquiera que le permita saciar su hambre y guarecerse del frío.
Es perfectamente lógico que Rabon haya elegido Łódź para situar su novela. En realidad, quitando unos breves viajes a las redacciones de los periódicos yidis de Varsovia, no conocía otra ciudad. Pero ¿por qué un hotel de esta ciudad polaca, antes rusa, se convierte para Roth en símbolo del mundo desaparecido de la monarquía austro-húngara? Sin embargo, también por la obra de Rabon deambulan personajes originarios del imperio de los Habsburgo: Jasón, el forzudo, es de origen lituano pero lucha en el Ejército Rojo del húngaro Bela Kun. El Negro, con quien el protagonista partirá para Silesia, nació en Galitzia y fue soldado del ejército austriaco y hecho prisionero por los rusos. Las historias de ambos forman parte de la novela, siendo a la vez relatos independientes. No obstante, en el texto de Rabon no hay una nostalgia por el mundo perfecto de antes de la guerra. Sabemos que la infancia del soldado desmovilizado tuvo lugar bajo los zares porque su madre no tiene los cinco rublos para pagar la consulta del médico. Tampoco aquellos fueron tiempos buenos para él.
El mismo protagonista, el mismo tiempo, la misma ciudad. Podría parecer el mismo libro. Y sin embargo… Comparten mucho, pero eso les separa aún más. Ambos personajes, que a la vez son los narradores, fueron soldados en busca del camino de regreso a la vida civil. Gabriel Dan vuelve de los campos de batalla de la Primera Guerra Mundial y del cautiverio en Siberia; el anónimo héroe de La calle, de la guerra polaco-bolchevique. Pero sus memorias son muy diferentes. “Recuerdo el día –el regimiento estaba de descanso– en que Zwonimir y yo estábamos tendidos en el prado. Era por la tarde y mirábamos a la cantina, ante la cual iban y venían soldados, y la rodeaban formando grupos”. Este el recuerdo de Gabriel Dan: apacible y placentero, con la cantina, con comida caliente, como fondo de la imagen. No ahondaré aquí en la desgarradora escena en la que el soldado de Rabon se refugia del frío invernal dentro del vientre de un caballo a quien tiene que rematar. Basta otra escena cuyo protagonista es el judío Bornstein, el único compañero del ejército a quien encuentra en las calles de Łódź. “Cerca de Minsk, en las trincheras, estuvimos unos días sin comer. Bornstein gemía, lloraba de hambre y maldecía a su padre por no haberlo engendrado inválido para evitarle estar en el ejército polaco. Me armé de coraje y fui a buscar a un campesino a treinta pasos de la trinchera. Me procuré una hogaza de pan y un pollo asado. Le di la mitad a Bornstein. Él lloraba de hambre, y apuntaba el cañón del fusil no hacia el enemigo sino hacia sí mismo”. No hay cantina, no hay comida, hay hambre que conduce a la desesperación.
Ambos, Gabriel Dan y el anónimo soldado, son sensibles al destino de los demás, les gusta y saben escuchar, añoran un futuro de escritor, algo que el protagonista de Roth expresa abiertamente mientras que el otro hace adivinar por las historias que inventa. El destino los trajo a una ciudad de Łódź sacudida por las huelgas. Deambulan y hacen amistad con gente del espectáculo, con otros desplazados como ellos. Pero mientras Gabriel busca conscientemente familiares y conocidos, el personaje de Rabon se mantiene al margen. Parece no desear el contacto humano, si lo encuentra es porque cae bien a las personas con las que se cruza y que le abren su corazón obsequiándolo con un poco de comida caliente y con sus historias. Así, siendo los dos personajes marginados, sólo el de Rabon lo es de verdad. Es también el único en dormir en la calle, en pasar hambre y frío, en aceptar cualquier trabajo con tal de sobrevivir. Porque si la parada en la ciudad industrial del centro de Polonia es solo esto, una parada, un paréntesis, en el consciente camino hacia Occidente que Gabriel Dan emprendió desde Siberia, su sosias carece de planes de futuro, de perspectivas. Su único objetivo es sobrevivir al día presente sin pensar en el mañana.
Como verdadero pobre no siente compasión por las masas de los obreros en huelga que lo rodean. Los ve y hasta es capaz de arengarles inconscientemente cuando, en un empleo ocasional como lector en el cine relatando una película muda ambientada en la Revolución francesa, levanta sus ánimos revolucionarios. Pero esto no significa que le preocupe mucho su destino. A ellos no les falta pan ni techo. En el Hotel Savoy Dan dice: “Me preocupaba demasiado la suerte de los demás y demasiado poco la mía propia”. El soldado desmovilizado de La calle: “En realidad, los tejedores en huelga me importaban poco”. Un hombre a quien no le falta de comer puede permitirse ser más sensible que otro que pasa hambre. Pero tampoco es del todo exacto. El soldado anónimo actúa con valentía para defender a los niños de su abuelo, el zapatero loco, sin temer que por ello pueda perder su techo. Posiblemente sea más persona de actos y menos de palabras.
La ciudad es un mosaico de individuos y de grupos que pertenecen a diferentes etnias, naciones, religiones e idiomas. Los personajes de Roth hablan alemán y yidis, posiblemente ruso, como el payaso Santschin que es enterrado en el cementerio oriental (ortodoxo), nunca polaco. Incluso el policía a quien Gabriel pregunta cómo llegar a la calle donde vive su tío le contesta en alemán. El alemán, la lengua del caído imperio, es la lengua común de los repatriados, sean éstos croatas, como el magnetizador Zlotogor, o serbios, como su amigo y compañero de compañía Zwonimir. Los demás, los judíos, como el millonario estadounidense que viene a visitar la tumba de su padre, Bloomfield; el cambista rumano Abel Glanz que había trabajado de apuntador en un teatro, o el tío de Gabriel, deben estar hablando en yidis. Sin embargo, el autor se abstiene de nombrar en su obra este idioma de andar por casa que, seguramente, consideraba inferior.
Los personajes de Rabon hablan ruso, polaco y yidis. Es sintomático que el único personaje realmente malvado de la novela, el zapatero, que quiere ahorcar a su nieto, sea polaco. Pero también lo es la señora que comparte con el narrador un queso y le da algo de dinero. También lo son los poemas que escribe el judío Vogelnest. El propio protagonista, cuando hace de narrador en el cine, debe hablar en polaco a los tejedores en huelga. Posiblemente, también polaco es el director del circo.
Resulta chocante la total ausencia del elemento polaco en la novela de Roth teniendo en cuenta que conocía perfectamente el idioma. Parece que este rechazo, como la ocultación del yidis, denotan en el escritor austriaco (¿?) un intento por ocultar un cierto complejo de inferioridad.
Sin embargo, el protagonista principal de La calle y del Hotel Savoy es la ciudad de Łódź. Perfectamente reconocible en la novela de Rabon por algunos de sus lugares emblemáticos como el Grand Hotel, la ancha calle Piotrkowska, el edificio del teatro de la Ópera que alberga el circo, el parque municipal o la estación. La novela de Roth habla de la ciudad en su título mismo. El hotel Savoy fue en su tiempo tan conocido como el Imperial de Viena (mencionado en la novela por ser donde se alojaba el tío de Gabriel cuando venía a la capital): “En 1928 estuve en Varsovia y luego en Łódź para leer extractos de mis libros –escribe Iliá Ehrenburg en Gente, años, vida–. Tuwim (poeta polaco) me había suplicado que no olvidara visitar la calle Piotrkowska, el mercado, el hotel Savoy, las fábricas y el barrio pobre de Bałuty. Me alojé en el Savoy de Łódź, vi las fábricas, Bałuty, una cárcel grande, vi a escritores, obreros, gendarmes, estudiantes de instituto, al industrial Poznański, militantes clandestinos”.
Si seguimos las andanzas del narrador de la novela de Rabon con un plano de la ciudad en la mano veremos que este se mueve por el centro, donde las distancias son cortas y desde cualquier sitio se puede escuchar el reloj del Ayuntamiento. Determinante en el relato para indicar con precisión el paso del tiempo. Resulta particularmente curiosa la descripción de la estación que fue punto de partida del protagonista en su llegada a Łódź y, en una especie de despedida, cobra una especial relevancia simbolizando la pronta partida. “La extrañeza de las ciudades lejanas y desconocidas se pegaba a los cristales de la estación y de los coches que, apagados y empañados, decían que su alma, los pasajeros, acababa de serles arrebatada. Una locomotora que arrastraba unos vagones de mercancías se deslizó en silencio por los raíles. Manchada de hollín y preocupada, se adentraba en la tinieblas, perdiéndose a lo lejos tragada por la noche. No silbó, como si le diera vergüenza alterar el vacío y la tristeza que las capas de niebla depositaban sobre la tierra”.
Dan, el protagonista de la obra de Roth, también acude a la estación, primero buscando trabajo, luego con su amigo Zwonimir a buscar a otros repatriados. “Es el tercer día que estoy en la estación esperando trabajo. Estábamos en la sala de espera de la tercera clase, envueltos en el alboroto de los borrachos”. Aquí la estación no es un personaje más, no tiene ni alma ni carácter, es un simple decorado, un lugar para los encuentros o para ganar dinero.
Rabon, por el contrario, describe hasta los detalles arquitectónicos de las casas de la calle Piotrkowska: “La multitud ocupó ahora las dos aceras de la calle principal. Al principio los tejedores se sentían mal en esta calle rica, miraban a todos los lados como extranjeros en una ciudad extraña. Observaban las vitrinas, las columnas y las cariátides de las fachadas, los tejados de color de cinc y los cristales biselados de los escaparates, adornados con guirnaldas de escayola, representando hojas, ramas y flores”.
En el Hotel Savoy, de Roth, Łódź es una ciudad anónima, sin nombre, y el único edificio digno de tener vida propia y de despertar sensaciones en el protagonista es el hotel Savoy. “Con sus siete pisos, su escudo heráldico dorado y su portero de librea, me parece más europeo que cualquier otra pensión u hostería del este”. Roth y su personaje miran a la provinciana Łódź con la superioridad de alguien acostumbrado a la imperial Viena: “Las casas que son simplemente decrépitas y amenazan ruina adquieren en la oscuridad un aspecto fantasmal y misterioso, de una arquitectura caprichosa, los tejados torcidos se destacan suavemente entre las sombras, la luz insuficiente brilla enigmática a través de las ventanas medio cegadas (…)”. Es distinto el caso de Rabon, para quien Łódź es una metrópoli. Así, incluso de noche percibe “un edificio con columnas romanas de yeso (…)”. Los mismos edificios descritos por Roth se presentan como mendigos andrajosos: “ (…) la arquitectura grotesca de los tejados torcidos por el viento, de las fragmentarias chimeneas, las ventanas de cristales rotos y sustituidos por papel de periódico, los patios míseros, los mataderos de las afueras, las chimeneas de las fábricas en el horizonte, las barracas de los trabajadores pardas de blancos tejados con tiestos de geranios en las ventanas”. (Posiblemente valga la pena recordar que en la Europa Central, aún en los años sesenta, se consideraba a los geranios plantas indignas de casas de bien, eran flores típicas de los barrios pobres). La pobreza es omnipresente en las descripciones de Roth: “Por la mañana era gris, sobre ella se cernía el humo de las fábricas cercanas, que salía de gigantescas chimeneas. Sucios mendigos se agazapaban en las esquinas y la basura y los barriles vacíos se amontonaban en los estrechos callejones”.
Es curioso que las fábricas, elemento principal del panorama de Łódź para Roth, son mencionadas en la novela de Rabon solo de pasada, como lugar adonde acuden los obreros, y su visión surge únicamente cuando Jason, que se va con el circo, dice: “A decir verdad, ya estaba harto de su ciudad… No es nada bonita, solo fábricas y más fábricas…”. El soldado desmovilizado que vaga por la ciudad percibe sus bellezas y sus fealdades, como el barrio obrero donde vive Vogelnest: “Tomamos una callejuela estrecha y torcida. Las casas altas y sucias se miraban una a otra a través de los ojos idénticos de las ventanas. Las casas de los obreros, puestas en dos filas, una enfrente de la otra, miraban el cielo con odio como si se confabulasen para no dejar pasar el sol. De verdad todo estaba oscuro y lleno de barro como si toda la lástima se hallara en estas dos filas de casas a ambos lados de la calle. ‘Aquí no hay ciel’ daban ganas de decir”. Sin embargo, esta descripción irradia cariño.
Las casas son sucias, como lo está el mismo protagonista; no es una casualidad que cuando entre en una de ellas, la de Vogelnest, se ponga a lavarse la cara por primera vez desde hace mucho tiempo. Comparemos con la descripción de Roth: “La ciudad, que no tenía alcantarillado, despedía un olor nauseabundo. En los días grises, uno veía al borde de las aceras de madera, en las regueras estrechas e irregulares, un líquido espeso entre negro y amarillo: barro de las fábricas, todavía caliente, que despedía nubes de vapor. Era una ciudad dejada de la mano de Dios. Olía como si la lluvia de pez y de azufre se hubiese precipitado sobre ella (…)”. Es verdad que, aunque los planes para dotar a la ciudad de alcantarillado daten de 1901, cuando fueron diseñados por el ingeniero inglés Lindley, mientras Łódź pertenecía al Imperio Ruso, siempre faltó dinero para realizarlos, algo que solo se hizo en 1925, con el gobierno polaco.
La ciudad de Rabon es bella aún dentro de la pobreza que sufre el héroe, que es incomparablemente mayor que la de Gabriel Dan: “Era uno de esos días cuando el sol se divierte burlándose de los hombres. El cielo oscuro, cubierto de pesadas nubes, de nubarrones despedazados, de los cuales de cuando en cuando caía una lluvia de nieve blanda que anunciaba la breve llegada del otoño, pero unas veces a través de las gotas, los claros rayos del sol se abrían paso, recordando que el verano todavía no se había acabado. El parque de la ciudad estaba envuelto con una pesada bruma gris que solo esperaba que cayera un chaparrón para despedirse de los pálidos abedules y desaparecer”.
El narrador pobre de La calle encuentra gente buena en su camino que no le deja morir de hambre, y la ciudad, con todo lo feo y lo bonito de su incoherente arquitectura industrial, lo acoge como una madre: “Caminaba con su abrigo negro, largo y anticuado cerrado por una fila de botones de nácar; la cabeza la tenía cubierta por un chal negro, desgastado, que solo dejaba ver sus grandes ojos perdidos en la lejanía de una oración silenciosa, en medio de un rostro blanco como la nieve”. Así es la Łódź de Rabon, empobrecida pero digna con recuerdos de los tiempos mejores.
Contrasta con la de Roth: “El viento sopla desde la zona industrial, huele a carbón mineral; sobre los edificios se posa un vapor gris…, todo parece una estación, hay que continuar el viaje”. Así hace Gabriel Dan, coge un tren y parte hacia el oeste.
Emilia Mucha se define sobre todo como lectora y trabaja en una librería de Madrid.