Cuando leo esas frases demoledoras que tanto le gustan a los libaneses, tipo “Hapiness is a choice”, lo primero que siento es ganas de pedir un whisky y tirarme por un barranco. Me pregunto a menudo si está gente de verdad considerará que es una “choice” haber nacido, por ejemplo, en un poblacho depresivo-polvoriento de Siria para que de repente, un día, te aparezca desfilando por la calle principal una tropa de analfabetos con el pijama negro y el machete, proclamando a voz en grito la instauración en la tierra de un Estado Islámico. Con lo bien que estabas tú muerto del asco comiendo patatas fritas y soñando con esas formas ocultas bajo la gabardina de la piadosa sunita del quinto.
Lo mío es probable que no se trate de una firme apuesta por la felicidad, que ya llevo cinco años aquí… pero mi “choice” del día es, como siempre, ver qué pasa cuando ya no esperas que pase nada. Él es un educado diplomático que no concibe que a las mujeres a las que quieres desnudar no vayas a buscarlas a casa. Exclama gentilmente que estoy muy guapa por no indicar el hecho de que las tetas están a punto de reventarme dentro del sujetador. Nos dirigimos hacia la montaña; él habla de su experiencia de paso, la de la mayoría de los extranjeros, en Beirut. Yo escucho sin prestar demasiada intención, los únicos tránsitos que me quedan son las noches, y los apuro tanto que ya ni siquiera puedo dormir.
El Hotel Al Bustan está casi vacío. Lujoso quizás cuando las élites beirutíes querían olvidarse del calor del verano, hoy en día resulta difícil creer que se trate de un hotel moderno de cinco estrellas. Mientras él me cuenta que le gusta venir a desayunar algunos días al jardín su infusión de sangre y alejar a las cucarachas de unos huevos recién hechos yo busco con la mirada el cadáver de Laura Palmer debajo de cualquiera de los árboles envueltos entre la neblina nocturna.
Tres relojes de los años 60 marcan la hora de Moscú, la hora de Miami, la hora de Londres encima de unos ascensores tenebrosos que probablemente descienden hasta el interior de la tierra. La recepcionista medio enana y con un gigantesco lazo en la cabeza da las buenas noches en francés. Bajamos las escaleras hacia un bar desierto de amplias cristaleras y desde el que se contemplan unas magníficas vistas de Beirut. Un camarero viejo y jorobado irrumpe en el moquetoso salón vestido con unos pantalones negros y una chaqueta rosa desteñida. Las luces son tenues, enfermizas, las botellas de alcohol se ven iluminadas por un resplandor rojizo en medio de la oscuridad. El camarero no se llama Lucifer pero señala la mesa en la que las mujeres suelen ser seducidas.
Estudio la posibilidad de que me echen Rohypnol en la copa para quitarme algún órgano pero mi compañero está más pendiente de mostrarme los fuegos artificiales, tan típicos de esta época, que se vislumbran en distintos puntos. Ya, digo yo con gesto aburrido, mucho más excitada por la idea de un descuartizamiento que por las mamonadas pirotécnicas.
Observo de reojo su cuerpo atlético y rubicundo. Ha sido socorrista antes que diplomático lo que de alguna manera te reconcilia con España: en algunos países europeos son incluso más impresentables que nosotros seleccionando al personal. Yo sigo mirando sus cuatro pelos rubios y grasientos y él me recuerda que si no practico ruso es porque no he conocido a las mujeres de muchos libaneses que estudiaron en la Unión Soviética y que a día de hoy son respetables amas de casa y no putas como yo me creo.
A las 12 el camarero nos empuja al bosque de la noche. Un resplandor aterrador permanece inmóvil detrás de una curva. Las ventanas del coche se han cubierto de rocío, él fuma a oscuras sentado en el asiento del conductor mientras yo, a su lado, miro mi cara en el espejo retrovisor antes de que me claven una estaca por la espalda.
—Te propongo tomar la última en un sitio que te gustará, pero tienes que meterte en el maletero del coche.
Lo negociamos. Finalmente acepta que me acueste en la parte trasera del coche cubierta por varias mantas e informes técnicos.
—¿Y adónde vamos?, pregunto yo con voz de ultratumba.
—No te preocupes, responde él sacando unas medias de mujer de la guantera…