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Drama

 

La exposición constante al sol, como comer cada día con la suegra o beber a morro de cartones de vino tinto durante el desayuno, acaban coaccionando la vida de uno. Que imagínate la de dos. Y Flower y yo, tocados por la barita del drama gratuito, comenzamos no ya a tocar fondo sino a cavar sobre él, generando de abruptos malentendidos telenovelas de cierta violencia casera que aunque casi siempre acababan en imágenes de dos rombos ya no tenían más remedio que encontrar un final sin sangre. Y en esas estábamos.

 

La necesidad del que escribe en salir de aquel apartamento, que aunque inicialmente fuera rumboso acabó convirtiéndose en un presidio, con mi maleta entreabierta sobre su suelo y su sola presencia de ama de llaves crucificando mi existencia, fue mi única meta aparte de supervisar con Sancho una obra de remodelación de Trasañejo que se complicaba porque todos los obreros eran jemeres y porque mi cabeza, demasiadas veces tan lejos del futuro restaurante, deambulaba en busca de razones para tanto drama. Nunca me vi en una igual. Lo juro.

 

A la vez que quedábamos mutilados por el daño, en cafés que parecían salas de espera de bufetes de abogados, yo contraía mi dolor para apaciguando el mal regalarla libros, a poder ser históricos –que no best-sellers–, en donde las dedicatorias eran trazos de amor que muchas veces era la única manera de esparcirlo.

 

En un día de lluvia y resaca –porque no había día sin ambas tragedias–, paseando por la nada sin darnos la mano y comenzando a levantarnos las postillas gratuitamente, la mandé a tomar por culo con la misma pasión de un actor bien pagado mientras ella juraba que nunca más volveríamos a vernos. Y ahí me alejaba yo, como llevado por una corriente imaginaria, observando a otras personas con gestos de poeta maldito cuando realmente sólo miraba por el rabillo del ojo a ver si su sombra me rozaba, antídoto a mi depresión. Pero mira tú por dónde, que la señora de libertad embrutecida, de independencia dependiente, me agarraba del cuello y me rogaba, en escena melodramática de teatro clásico, el que nunca la dejara. Y entonces yo, abducido por el amor y la locura, la abrazaba como si acabara de superar una enfermedad terminal, haciendo cortas sus peticiones por mis comentarios exagerados: “Si no es contigo prefiero morir”. Y así hasta el día siguiente, con la misma resaca y la misma lluvia.

 

Como el drama tomaba fuerza los ataques entre ambos se hicieron diarios. Su mayor preocupación, indecente por su formación vital, era que yo, cuando no estuviéramos juntos, me acercara a alguna nativa camboyana con la idea de simplificar mi vida; como asumiendo que ella era más profunda que Proust y que yo no dejaba de ser un cocinero sin más miras que meterla en caliente ni más meta que me dejaran hacer lo que me diera la real gana. Y bien es cierto que esa siempre fue mi meta, con ella y con cualquiera –meterla en caliente y hacer lo que me dé la gana–, cuando la mayor lucha la he llevado contra mí mismo, peleando por no salirme de la vereda para caerme de bruces en un sembrado de minas.

 

Mientras escribo este capítulo observo que el ‘estado’ –perdonen por la expresión de moderno iletrado– de Flower en Skype es de ‘prohibido el paso’, con una clara señal que lo indica en donde se advierte que nadie debería molestarla. Pero en una especie de herida que ya cicatrizó, me la arranco de par en par para recordar mediantes estas líneas las decenas de malas noches que tuve que soportar por las llamadas de un Peter, –su ex– que: o quería saltar de la ventana de no sé cual edificio –chantaje emocional: el arma arrojadiza de los que nunca pasarán a la historia, salvo a las de los breves de algunos diarios locales–; o asustarla con amenazas que yo nunca utilizaré para reconquistarla. En estos mismos instantes, a tiempo real, Peter y Flower entablan conversaciones para finiquitar su pasado reciente, donde una casa y un perro, aparte de un lustro de relaciones, deben ser divididos en partes iguales si es que no cae una reconciliación, palabra que injustamente no tiene como sinónimo a fracaso, cuando advertí a Flower que antes con un militar negro de relucientes botas que dando pasos atrás. Justamente nunca sentí celos por su ex, al cual entendí muchísimo gracias a ella, una persona que siempre necesita a gente inferior alrededor suya, a gente a la que ayudar para sentirse grande. De ahí que en el grupo tóxico sólo existieran mutilados mentales, suicidas sin redaños, lesbianas en la sombra, mujeres que querían ser hombres sólo en la distancia de sus hogares, o enamorados de ella –a pares– con el extraño defecto de haber sido incapaces de reconocer su dicha, que ellos pensaron eran retrocesos. Y yo, claro está, no necesitaba más ayuda que su amor; que a la mínima, no dejaba de ser ese enfrentamiento imposible de encontrar entre su círculo de autómatas de la ONU: un aviso a navegantes de quiénes nos marcan el paso. Y a la una, o a las dos, y a las tres, ¡y hasta a las seis de la madrugada!, sonaba su móvil, en donde en abierto, recibía mensajes de esa parte del mundo que si llegara una epidemia debería ser contagiada. Muchas veces, absolutamente dormida, luchaba por saber quién era y qué quería el o la que acaba de enviar un mensaje de texto mientras yo me subía, literalmente, por las paredes. Y así hasta el fin de nuestros días. Hoy, con la ventaja del tiempo pasado ­–menos de un mes– y la decencia que no me inculcaron en ninguna universidad que nunca pisé, puedo asegurar que en ni un solo caso he tratado de medrar en su nueva vida privada con mensajes infantiles: “Me quiero suicidar”; “Estoy muy triste”; “Necesito verte”; “¡Ayuda!”; “Me acuerdo de ti”; “Tengo los testículos llenos de amor”. Y espero que este tipo de detalles sean algún día reconocidos; porque nadie más que yo, entre esa marabunta de tóxicos –sin contar a Peter con el que no compito– la ha querido más. Y respetado. Aunque debe saberse que la mayoría de la culpa era de una Flower incapaz de acomodarse en una relación por culpa del egoísmo de sus amigos y los chantajes de su ex. Lástima del perro, que ella echaba muchísimo de menos. Porque los que de verdad sólo acaban echando de menos a sus mascotas –yo aún sueño con Antonio, mi gato albino chino- es que transitaron por pedanías del amor. Y tanto yo para ella, como ella para mí, éramos océanos con eterno mar de fondo.

 

Una noche cualquiera de enorme tormenta, Flower abrió la ventana para que aquello se refrescara cuando los aires acondicionados ya ejercían esa labor. A mí lo artificial me parecía menos digno que lo natural, pero el hecho de que aquella puerta estuviera abierta, no sólo permitía que la pureza del olor de la lluvia dominara cada centímetro de esa casa, sino que los mosquitos, mis eternos enemigos, interesadísimos en mi tipo de piel y sangre, se pusieran las botas. Pues bien, aquel tipo de infantilismos daban paso a tormentas interiores muchísimo más devastadoras que las que caían de un cielo, que por momentos, se avergonzaba de nosotros.

 

Otro día recibí una lección por su parte. Como no cesábamos de buscarnos las cosquillas nos hacíamos preguntas claramente provocadoras. En una de ellas, le lancé un órdago: “¿Harías una felación a un supuesto jefe por mejorar tu carrera?”. Y Flower me contestó: “Por supuesto”. Me puse hecho un basilisco y al rato comprendí que llevaba razón. Sobre todo cuando analicé, fuera de la locura diaria, que por una simple mamada, por la que algunas veces pagamos, podríamos conseguir vivir mejor. “Lo que no aceptaría sería casarme con alguien por mejorar mi vida”, completó, dejándome en la evidencia de cuatro ‘bloodymarys’ que, sin duda alguna, fueron parte importante para que aquella mecha se prendiera. Para asegurarnos citas de por vida en los loqueros, no había una sola vez con drama que la cosa no finalizará sobre el colchón. Y claro, no aconsejan los expertos en la materia ingresarte en una clínica de desintoxicación para luego, en un pic-nic sobrevalorado entre alcohólicos, descorchar catorce botellas de vino y algunos licorosos.

 

Otra noche, a las puertas del Pontoon, pateaba bolsas de basura como si de un jugador de rugby me tratara, con los tuktukteros asombrados de tanta tragedia entre dos extranjeros que aparentemente ofrecían una digna impresión. El camino a casa, depravador, con lágrimas en sus ojos y de nuevo, esa actitud de poeta maldito con la que cargo cada vez que se me nubla la vista, se me espesa el cerebro y se me paraliza el corazón. Ya en su casa, y tras caer devastados sobre su camastro, comenzábamos a reclamar nuestras raciones de locura; porque practicar sexo como salvajes y decirnos eternos ‘te quieros’ no eran la mejor medicina cuando hacía unos instantes habíamos llegado a casa muy cercanos al combate boxístico.

 

Aunque el colmo de los dramas, porque seguramente yo generé más que ella, fue una noche en el Barsito, un bar que aparecerá más veces en estas memorias, donde de manera sorprendente Flower me pidió que me fuera con mis amigos “a follar”. Analicé la situación: Sancho hablando con una nativa, yo entre Flower y otra camboyana de cincuenta años de edad, y ella junto a mí y una francesa. Tras negarme a seguir su consejo, volvimos a casa por un camino que se hizo túnel sin aparente salida. Aspavientos, mocos goteando, suspiros y más drama sin sentido. Que en una persona como Flower, cabal y educada, fuera de toda pasión ni pasado tumultuoso, terminaron por agrandar mi leyenda: la había contagiado.

 

Seguíamos practicando sexo en lugares públicos casi sin mediar palabra. Y aquella noche del Meta House, cuando ya esquivaba de manera transparente el salir con ella y el grupo tóxico, batimos todos los récords por ayudar a que internet fuera nuestra plataforma visual. Antes de salir de aquella mediocre exhibición de una pinchadiscos que en realidad era un pinchadiscos –Anne/Matt, una canadiense que se enorgullece de ser cooperante y que lejos de su país corre que se las pela para ser tomada en cuenta como un hombre– nos introdujimos en un almacén donde la penetración fue exitosa mientras la cámara de seguridad, instalada para dejar constancia de robos, grababa una nueva exhibición del más puro amor. Porque por mucho que el sexo se nos diera de maravilla, lo nuestro era el mayor cáncer jamás acontecido del amor más sincero. Era mirarnos y tocarnos. Y de ahí a la siguiente pantalla. Que repito, recalco, para una americana judía y conservadora era toda una novedad. Porque cada vez que se lo comentaba a su madre le brillaban los ojos y elevaba el tono de voz como si en el fondo fuera una española dominada por la euforia; una violenta clienta de bares en plena despedida de solteras.

 

Buscar casa no fue fácil. Entre otras cosas porque ella lo hacía por su cuenta, sin tiempo para visitarlas, y yo, distanciado en las horas diurnas, lo hacía a regañadientes, agobiado por Trasañejo y su obra, y convencido de que cualquier zulo valdría para que residiéramos en él, cuando el suyo no me era válido y sólo una vez fuimos juntos a buscar, en otra tarde deplorable de enfados y reproches, donde por muy poco no la formamos allí mismo, visitando nuestro posible nido que casi llegó a ser nuestro nicho. Peleas, reproches, ella que llegó antes de tiempo, y yo la mandé a freír espárragos.

 

Lo que sí puedo contar, con la fuerza del drama que protagoniza este capítulo, es que a raíz de uno de ellos, en esas primeras veces donde la tragedia ni se mascaba ni se palpaba, volviendo en tuk-tuk a su hogar, recibí una información que sentó cátedra, por novedosa, por pura, por auténtica; por haber nacido en plena borrachera a las cuatro de la mañana. “Porque yo te quiero…”, me dijo, durante un encontronazo que se convirtió en nuevo idilio, en la apertura de par en par de la presa del amor manchado. Luego los ‘te quieros’ se consumían como los fumadores pulen cigarrillos. Y se nos hizo tarde, muy tarde, para controlar tantos halagos y tanta pasión desbordada.

 

Joaquín Campos, 09/10/13, Phnom Penh.

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