Drama patrio apareció por primera vez en la colección Marginales en 1977, este interesante libro de Juan Gil-Albert nos envuelve en el conflicto más grave de la historia de España: la Guerra Civil. El escritor nos describe el proceso que comienza a finales del siglo XIX, con la llegada a la monarquía de Alfonso XIII, hasta el estallido de la Guerra Civil, pero no lo hará como un ensayo cualquiera, comparando opiniones y extrayendo conclusiones, sino reflexionando sobre algunos acontecimientos que conoció de primera mano y que son tristemente conocidos por todos.
Comienza ofreciendo una afirmación que sirve de base para explicar el desenlace del siglo XX y la Guerra Civil en sí. Se trata de las “instituciones” que empiezan a surgir en el siglo XIX y que condicionarán (ya sin posibilidad de cambio) la vida española en los primeros años del siglo XX: “Desde el fondo del siglo XIX nos llegan dos ‘instituciones’ sin las cuales no puede entenderse bien el fundamento de la vida española: los caciques y el anarquismo”. Esta existencia, el caciquismo, paraliza al país a la vez que desmoraliza a la sociedad y el anarquismo, va a traer al pueblo español la ruptura del orden público que se agudizará en la República Española.
Es significativo, antes de seguir con el libro de Gil-Albert, revisar el gran estudio de Gerald Brenan El laberinto español, donde el escritor británico, afincado en Málaga, afirma: “La época de mayor florecimiento del caciquismo hay que situarla entre 1840 y 1917; a partir de esta fecha, la aparición y consolidación de una verdadera opinión pública y un auténtico cuerpo de votantes empezaron a desposeerlos de su influencia”. Como señala Brenan, esta presencia va a constituir, sin duda, una merma para un sistema democrático que sólo a partir de 1917 encuentra su lugar.
El escritor afirma en su famoso libro que las causas de la Guerra Civil se fueron gestando por el clima cada vez más enrarecido y excesivo (de violencia) que se desarrolló en la Segunda República. Pero el problema de fondo viene de antes: una monarquía indigna (según Brenan), los pronunciamientos militares del siglo anterior que podrían albergar esa misma posibilidad en el siglo XX, la Iglesia y su poder ya antiguo en España y el problema económico, la pobreza de gran parte del país.
Dicho todo esto, se sitúa mejor el grado de intensidad del conflicto. Gil-Albert, en Drama patrio, dice, coincidiendo curiosamente con las opiniones de Brenan, que la pobreza es inherente al país, y cita un artículo de Azorín, escrito en 1913 para un diario de La Habana donde el insigne escritor señala lo siguiente:“Ahora, sobre las calamidades tradicionales, centenarias, de la rutina, la ignorancia, la pobreza se añade la guerra”. Se refiere Azorín a la Guerra de Marruecos. Es interesante señalar lo que Gil-Albert dice sobre el conflicto: “No hay nada más triste que la historia de este protectorado, triste y anodino, cuyas escenas se podían contemplar, a diario, en las viejas revistas gráficas”. Y hará también mención del desastre de vidas que aquella guerra supuso: “Sangría impopular por lo sangrienta y por lo inútil”. Pasará luego a hablar del dictador Primo de Rivera, el cual ya apareció en un episodio de su Crónica general. Nos comenta Gil-Albert que la dictadura de Primo de Rivera fue bastante distinta a la del general Franco, el talante del dictador así lo demostró: “Fue éste un ensayo, endeble, del franquismo. El dictador, gran señor andaluz de feria y sarao, no era cruel y ni siquiera serio”. Dista mucho esta imagen benevolente de la que el escritor trazará de Franco, como luego veremos.
El escritor alicantino nos cuenta que Ortega y Gasset había hablado bastante claro sobre la dictadura del general Primo de Rivera y, sin embargo, Miguel de Unamuno, en aquellos momentos, mantenía su pulso con el rey, más que con la dictadura, pese a que ésta le llevó al exilio. Unamuno es un hombre que, a lo largo de muchos artículos, va a criticar, al igual que Joaquín Costa, la clase dominante. Pero hay diferencias entre ellos, Unamuno cree en el pueblo, Costa no. Unamuno tiene una viva conciencia de religiosidad, Costa, sin dejar de ser creyente, no es practicante. Pero ambos desarrollarán en su obra una búsqueda de lo tradicional en el pueblo y no en sus dirigentes. Esta digresión es necesaria para entender cómo pensaban algunos de nuestros intelectuales a principios del siglo XX.
Siguiendo con el libro de Gil-Albert, llegamos a lo más interesante, la descripción que supuso la aparición de la Segunda República en España: “En un corto lapso de tiempo, el país experimenta, en lo más hondo de su fibra sensible, el paso de una ráfaga disonante que va de alegría esperanzada al encono vengador”. ¿Qué va a ocurrir en España para que se produzca el paso de una situación de alegría a un temor creciente y a una realidad que, como se verá poco después, será desesperada?
La respuesta a este panorama viene muy bien descrita por Gerald Brenan en El laberinto español cuando nos sitúa en la época del Frente Popular. Dice así: “La primavera y principios del verano se pasaron en una continua efervescencia: Solamente en el norte y en Cataluña había una relativa tranquilidad. Huelgas relámpago de la CNT, terribles tiroteos entre socialistas y falangistas en Madrid, una iglesia quemada de vez en cuando por la FAI, era la regla diaria por doquier”.
Como podemos suponer, en este clima tan violento la Guerra Civil se hacía casi inevitable y además, como muy bien señala Gil-Albert en su libro, un acontecimiento funciona como desencadenante de todo lo ya descrito por Brenan: “Cuando la República trata de meter en cintura a los dos poderes, la nobleza y el clero, comienzan a ocurrir, por la actitud intransigente de los denunciados de una parte, y de otra, por la explosión retardada de la hostilidad popular, los hechos consecuentes en cualquier lugar de la tierra, pero que adoptan entre nosotros una tradición genuina: invasiones de fincas, incendios de iglesias”.
Vemos que Gil-Albert sí encuentra en la Iglesia una responsabilidad en el conflicto que se desencadena en España, si bien el escritor alicantino va a condenar semejante violencia, la considera fruto de un carácter anárquico, el del español, que no encuentra medida en las cosas y no sabe gobernarse (para él se trata de un pueblo extremado en todo, desde tiempos medievales). Ataca en el libro a esa anarquía, pero también a sus causantes, culpables de esa situación injusta que estalla por doquier: “Pero olvidándose (el conservadurismo atacado) de que, con sus premisas endurecidas, es precisamente ese conservadurismo la clase, y la culpa, de la situación”.
Señala el escritor muy acertadamente que ese poder de la clase dirigente, que podría haber creado un país próspero económicamente y equilibrado intelectualmente, no ha conseguido, en siglos, ese objetivo. Por ello se ha generado una pobreza y una injusticia que será la causa del gran desastre de la Guerra Civil española.
Merece la pena mencionar cómo un dirigente, concretamente Azaña, no supo sopesar el clima terrible que se avecinaba, en un interesante libro sobre el famoso político español, titulado Entre el mito y la leyenda. Su autora, M.ª Ángeles Egido León, dice lo siguiente: “Pensaba que podía dominarlo todo desde el gobierno, que bastaría con actuar con firmeza y decisión y que los socialistas, a través de sus centrales sindicales, debían ser capaces de controlar a sus afiliados”.
Azaña no imaginaba una situación terrible para su país, confiaba (equivocadamente, según se vio) en su palabra. Ángeles Egido dice algo muy interesante sobre el político republicano: “Estaba acostumbrado a conseguirlo todo con la fuerza de su palabra o, lo que en Azaña era lo mismo, con la fuerza arrolladora de su razonamiento, siempre lúcido y exacto, expresado a través de la palabra”.
El conflicto bélico demostró que la palabra no servía, no era suficiente para parar a la izquierda y a la derecha en su sed de sangre. El resultado será, como señala Gil-Albert en Drama patrio “un millón de muertos”. El escritor insiste en la responsabilidad de los dirigentes en su libro, no ya causantes del desastre, sino como responsables de una situación que no supieron detener.
En su estudio nivelará Gil-Albert a los dos bandos, conociendo que la condición humana está hecha de crueldad y que, una vez abierto el baúl de los desmanes, ya no hay forma de parar la violencia: “Se mataron unos a otros con saña cainita”.
Además señala que Europa entera tiene una responsabilidad sobre la Guerra Civil, por no haber hecho todo lo posible para detener semejante atrocidad: “La guerra civil española quedará en los fastos contemporáneos como un caso rotundo de fracaso europeo”. Afirma Gil-Albert que Inglaterra y Francia, debido a los propios temores de la guerra mundial que se avecinaba, no intervinieron lo suficiente y prefirieron ser “habilidosas a honradas”.
Pasará a contarnos la desigualdad de los ejércitos durante la Guerra Civil y no duda el escritor alicantino que el teniente coronel Rojo fue uno de los artífices de los mayores éxitos del bando republicano durante la citada guerra.
Muy interesante es su opinión sobre el papel del comunismo en la contienda. Su idea hace hincapié en que el comunismo atroz que intervino en la guerra para masacrar curas y gentes de derecha fue creado tras el levantamiento militar y no antes: “El comunismo había sido, hasta ese momento de la sublevación militar, un partido minoritario que contaba como afiliados a los obreros en primer lugar y que comenzaba a ser foco de atracción entre la clase intelectual…”.
Ofrece Gil-Albert su opinión sobre las consecuencias nefastas del golpe militar: “Fue como resultas del levantamiento que las filas del comunismo se nutrieron del golpe. Y lo mismo ocurrió, en el campo nacional, con el falangismo”.
No parece que piense así Pío Moa en su libro Los mitos de la Guerra Civil, cuando abre una brecha en esa categoría intelectual que Gil-Albert dota a los comunistas antes de la guerra. Pío Moa manifiesta que la violencia ya estaba presente antes del levantamiento militar: “Atacando a la república burguesa y tachando al PSOE de ‘socialfascista’, el PCE participó, no obstante, en la revolución de octubre del 34, hasta se distinguió en Asturias, en los últimos días de la revuelta, si bien en conjunto su papel fue auxiliar…”.
Como vemos, no fue tan pacífica la actitud comunista antes de la guerra, como tampoco lo fue la que llevó a cabo los militantes de la Falange. Sabemos que estos últimos cometieron graves asesinatos y actos de violencia callejera antes del estallido de la Guerra Civil.
Aunque Pío Moa, debido a su ideología, considera que José Antonio y su grupo sufrieron graves atentados y tuvieron, por tanto, que responder, hay unas líneas donde delata que la Falange sí era una organización violenta en su fuero interno, nacida con el objetivo de dominar un amplio estrato de la sociedad española: “Resulta instructivo el paralelismo entre la Falange y el PCE. La ampliación explosiva de ambos en el curso de la guerra tiene, en parte, una explicación fácil: estaban mejor preparados, por su mística, disciplina y organización, para una situación bélica”.
Merece la pena también dedicar unas líneas de reflexión hacia el movimiento anarquista. Los miembros de la FAI cometieron graves actos de violencia en la guerra. Gerald Brenan, en El laberinto español, reflexiona sobre el anarquismo: “A nadie le puede quedar la menor duda de que si los anarquistas hubieran ganado la guerra, hubieran impuesto su voluntad no sólo sobre la burguesía sino sobre los campesinos y los obreros sin la menor compasión”.
La historia está plagada de hechos parecidos. El comunismo soviético de Stalin fue una gran masacre y una ofensa, por su violación de derechos humanos, para el mundo civilizado, y el pueblo que se rebeló contra la monarquía en la Revolución Francesa estaba dotado de una crueldad no menor que la de sus enemigos.
Gil-Albert nos cuenta en su libro que ambos bandos estaban preparados para la barbarie, y señala un acontecimiento muy importante que hoy ha despertado gran interés por la aparición del impactante libro de César Vidal Checas de Madrid: “Los comunistas, racionalistas extremos a quienes toda acción desorbitada irrita, montaron el rigor legal, por decirlo así, de las checas, de cuyo funcionamiento subterráneo estaba excluida toda debilidad”.
Sobre este acontecimiento terrible de las checas (las cárceles que se organizaron para fusilar gente de derechas por parte de socialistas, comunistas o anarquistas), cuenta César Vidal en el libro que se escogieron conventos o lugares de culto católico para organizar las famosas checas, por ejemplo, el convento de las Salesas Reales de la calle de San Bernardo, número 72, se convirtió en una célebre checa.
Es necesario recoger, por escalofriantes y necesarios para el conocimiento de una época terrible, los métodos de tortura que se aplicaban en estas checas de Madrid: “Así, en la checa comunista de la Guindalera, sita en la calle Alonso Heredia número 9, en el interior de un chalet conocido como ‘El Castillo’, se recurría además de a las palizas a la aplicación de hierros al rojo y a arrancar las uñas de los dedos de las manos y los pies”.
Como podemos observar, la violencia no tenía límites, el sadismo de los torturadores prueba la crueldad inherente a la condición humana. Vidal nos cuenta también que los torturadores, jactándose de sus “actos heroicos”, llamaban “corridas de toros” a las sesiones de tortura.
Todo ello se hizo con la connivencia del Frente Popular y de sus dirigentes, lo que resulta desolador, como señala de forma muy documentada el libro. Al final del mismo, viene una relación de asesinados en Madrid y su provincia bajo el gobierno del Frente Popular (desde julio de 1936 a marzo de 1939). La lista abarca 11.705 personas. Es estremecedor, porque muestra el salvajismo y la crueldad que se llevó a cabo, por parte de unos y de otros, en esos terribles años.
Gil-Albert sentencia claramente que la brutalidad era patrimonio de ambos bandos: “En la guerra civil nadie escapaba a su poder (de la justicia militar nacionalista). Tomadas las ciudades, la caza del republicano, o del obrero, se organizaba con la misma avidez de represalia que, en el campo contendiente, la del fascista o del cura”.
Dejando a un lado todo este horror, me detengo en otro suceso relevante, la actitud de los intelectuales ante la barbarie que se estaba cometiendo. El escritor alicantino, en Drama patrio, nos señala que el exilio o el silencio ante esta oscura época fue el resultado principal en la posguerra: “Ortega y Gasset consideró los desmanes y, abochornado, se expatrió. Otros, como Azorín y Baroja, los repudiaron con su silencio aunque justo es añadir, también, que durante los años franquistas no dedicaron una sola palabra de loa al vencedor”.
Cuenta en el libro otros casos de repulsa de intelectuales como el ya conocido caso de Antonio Machado que murió muy pronto en Colliure (Francia) o el de Juan Ramón Jiménez que se exilió a Puerto Rico.
Acerca de este interesante tema, hay que tener en cuenta un libro que ha aparecido recientemente, escrito por Jordi Gracia y titulado La resistencia silenciosa. Dicho libro examina el comportamiento de intelectuales durante el franquismo y nos ofrece datos y páginas muy curiosas para conocer actitudes y comportamientos ante la notoria
barbarie acaecida en España: “Debieron de ser todos muy cobardes, sin duda, pero reconstruyendo lo que pensó y lo que hizo Baroja en plena guerra, escribiendo en París, publicando en Buenos Aires y suspirando por Itzea, aparece como el menos cobarde de todos”.
Se refiere Jordi Gracia a intelectuales tan importantes como Ortega, Marañón o Azorín. El escritor ofrece claves importantes para descubrir cómo algunos ya habían adulado al régimen (caso claro de Marañón o el falangista Dionisio Ridruejo) y otros callaron ante injusticias graves que se cometieron como en el caso de Ortega y Gasset. (Antes de la Guerra Civil muchos creyeron que la derecha era mejor garantía de orden que el avance comunista).
Jordi Gracia escribe sobre algunos de ellos: “El mundo al que se refiere Baroja (en el libro Ayer y hoy), que es el París de la guerra, muy probablemente se tiene en la cabeza a él mismo, a Azorín, a Marañón, a Pérez de Ayala y quizá unos cuantos más a quienes el ‘miedo y la prudencia’ les ha borrado las ganas de ‘vanidad y exhibicionismo’ para hacerlos ‘gente tímida y asustadiza’ y hasta algo más”. Se refiere el escritor catalán a la no aparición de un manifiesto claro de repulsa de todos ellos para que existiese un mínimo de humanidad en el trato de detenidos y heridos en la Guerra Civil.
Como podemos ver, Pío Baroja (para Gracia) fue el que mostró una repulsa más clara en multitud de artículos escritos durante mucho tiempo condenando a fascistas y comunistas por igual.
Baroja reeditó en Santiago de Chile los artículos publicados en forma de libro antes de 1938, llamado Ayer y hoy, donde se explicitan las condenas a todos ellos y al nuevo poder en España, es decir, al régimen de Franco.
Hay páginas muy interesantes en el libro de Gracia, críticas muy duras al doctor Marañón o a falangistas como Pedro Laín Entralgo o Eugenio D´Ors. Para el escritor catalán es la figura de Juan Ramón Jiménez, una de las más sinceras y valientes, junto a Baroja, a la hora de condenar la Guerra Civil y el régimen de Franco.
Volviendo al libro de Gil-Albert, sus últimas páginas están dedicadas al resultado de toda esta contienda, una época que no le gusta al escritor alicantino porque considera que está basada en la falta de libertad y en la mentira.
Recojo unas líneas de Drama patrio en su apartado final que merecen nuestro interés: “Una inmoralidad general, no de superficie sino de fondo, y que tiene como base la mentira masticada por todos, gobernantes y gobernados, ha convertido a las clases burguesas, y a un gran sector popular, en una nación de apolíticos, de arribistas y de descreídos, cuyo afán es el medro, la diversión y la comodidad: panem et circenses”.
Para el escritor, atendiendo a su ética de hombre libre, que desea la libertad para todos, la dictadura ha provocado una gran mascarada, donde la mediocridad inunda todo. Un país con censura, sin verdaderos derechos, presidido por un sistema donde el culto a la Iglesia católica y al Ejército lo son, lamentablemente, todo.
Naturalmente, en este ámbito de desolación, la figura del Caudillo tiene mucho que ver y a él le dedica las últimas páginas de este interesante estudio de una época sesgada por el conflicto bélico.
Los comentarios que Gil-Albert dedica a la figura de Franco nos demuestran que el escritor considera al dictador como un personaje del siglo XIX, de aquellos que llevaban a cabo pronunciamientos militares, de esos generales escasos de cultura que, haciendo uso de la fuerza, tomaron el poder en España. Cito esta impresión: “El Caudillo es hoy, más que nada, un ídolo aureolado por el miedo y la superstición. No se le quiere, más que por los suyos”. Considera al dictador como un hombre poseído por una “gracia de Dios” que le llevaba en sus discursos a citar comentarios sobre la Cruzada española y desmanes semejantes.
Considera también al Caudillo como un hombre aislado, incapaz de abrir sus horizontes y, por ende, los de España, envuelto siempre en una retórica beata y retrógrada: “Inmovilizado dentro de su red de premisas arcaicas, Franco ha sucumbido, inevitablemente, no importa que se disfrace de paisano, a la parálisis”.
Le acusa de no postrarse ante el Papa, de no viajar al otro continente, es decir, de no ejercer como líder, sino como lo que realmente fue, un poso de tiempos arcaicos, recluido como Felipe II en su Escorial para vergüenza de los tiempos.
Termino este estudio de esta obra clave (por su temática y su visión cronológica brillante sobre los antecedentes de la guerra y sus consecuencias) con las opiniones de Paul Preston sobre el comportamiento del Caudillo ante la corrupción: “Franco nunca mostró el menor interés en detener los sobornos, sino que se valía de su conocimiento de ellos para aumentar su poder sobre los implicados”. Cuenta también Preston que no recomendaba a los que le informaban de la corrupción, sino que éstos eran delatados por el Caudillo a los culpables (los corruptos) de dicha acusación.
Hay muchos detalles interesantes, pero sería muy extenso y nos saldríamos de nuestro objetivo, la visión que Gil-Albert tiene del personaje, la desconfianza del escritor hacia una España que progrese en semejantes circunstancias. En su libro Drama patrio ya nos revela que la mentira y la vulgaridad han fundamentado el sistema franquista.
Aún así, sí quiero señalar un último apunte del libro de Preston para que podamos comprender que lo que más odia el escritor alicantino en Franco es su incompetencia para abrir un proyecto de España. Cito una última línea del libro de Preston donde escribe sobre la escasa cultura del Caudillo: “Desde el comienzo de sus años en el poder, raramente leía libros, miraba por encima los periódicos y se interesaba poco por la cultura o por el arte”. Lo dice muy bien el escritor, cuando indica que no parecía el hombre preparado para mejorar España, como también señaló muy bien Gil-Albert en su libro.
Hemos podido ver que el escritor alicantino mostró una sinceridad tanto en el exilio, como a su vuelta a España en 1947. Fue un hombre incapaz de hacer cualquier acercamiento a un régimen que detestaba y su falta de prisa y su decencia le llevaron a esperar un mejor momento para que algunas de sus obras más polémicas pudiesen publicarse.
El caso de Gil-Albert en su crítica a la dictadura es semejante al que Gracia citaba en Baroja o Juan Ramón Jiménez. Pero hay otro caso admirable, el de Pedro Salinas, el cual no cesó de manifestar su odio a los fascistas en cartas y artículos. En sus cartas a Katherine Whitmore le declarará la repugnancia que siente hacia el comportamiento de algunos intelectuales como Ortega o Salvador de Madariaga. En 1941 escribió: “Ortega, franquista; Ramón (Gómez de la Serna), franquista. Y Pérez de Ayala. ¡Marañón en París, colaborando con los alemanes!” (estas líneas están extraídas del estudio de Jordi Gracia ya comentado).
Termino este repaso a Drama patrio que, si bien se escribió en 1964, no vio la luz hasta 1977. Nos preguntamos por qué este período de oscuridad en un libro tan interesante. Podemos imaginar que en un país donde la censura franquista ponía cortapisas a muchos libros este testimonio fuera censurado y no pudiera vivir en libertad como muchos hubieran deseado.
Como hombre arraigado a su país y como hombre sensible que deseaba un mundo más libre, podemos entender el exilio inevitable ante la demencia de la Guerra Civil. Al volver a España, Gil-Albert se centró en su afán de conocer todos los aspectos de la historia de su país, al igual que mostró su interés por el arte en general. Su ética le llevó a denunciar en esta obra un mundo regido por la mediocridad, haciendo del libro un gran testimonio de su sentido ético de la vida. Hoy nos parece mucho más valioso porque nos sirve para reflexionar en la distancia y no olvidar lo que cuenta tan brillantemente en sus páginas.
Conclusión
El libro de Gil-Albert no sólo constituye un repaso a los antecedentes de la Guerra Civil española, sino que es una crítica demoledora contra toda ideología.
El escritor alicantino pertenece, por su origen, a un mundo conservador, pero las circunstancias que se manifestaron a partir del año 1936 le llevan a expresar sus ideas republicanas. Es consciente de los graves errores de los políticos dirigentes, pero no por ello puede apoyar la rebelión de los militares. Su contribución a la revista Hora de España y su alianza con los intelectuales antifascistas prueba su compromiso ético con la República.
El libro es, también, una dura crítica contra los excesos de ambos bandos, ya que tanto la izquierda como la derecha cometieron atrocidades en la Guerra Civil. Para Gil-Albert, las promesas del comunismo como un sistema justo para el mundo entran en grave crisis, tanto por los múltiples asesinatos que se cometen en los años de la Guerra, como por el fracaso del comunismo en el mundo. La figura de Franco, su incompetencia, es otra de las críticas claves del libro. La falta de libertad, la presencia omnipotente de la Iglesia, demuestran que el país abunda en la mediocridad y en la ignorancia. Por ello, el libro es muy interesante, demuestra que el escritor alicantino no tiene ningún reparo en manifestar su discrepancia con un régimen que ha abolido la libertad como principio básico.
Considero un apartado interesante el dedicado a la posición de los intelectuales en la posguerra española. La decisión de algunos de adherirse al régimen y de otros de criticarlo con dureza muestran la diversidad ideológica de España. Algunos de los intelectuales citados en el estudio no mostraron su discrepancia con el régimen, por no perder su posición en el mismo.
Termino insistiendo en la talla de un hombre como Gil-Albert que pudo, debido a su situación económica privilegiada, adherirse al bando de los vencedores de la Guerra Civil, pero que, por compromiso ético, mostró siempre su disconformidad con el régimen de Franco.
Pedro García Cueto (Madrid, 1968) es doctor en Filología Hispánica y antropólogo por la UNED, profesor de Lengua y Literatura en Educación Secundaria en la Comunidad de Madrid. Crítico literario y de cine y colaborador en diversas revistas, ha publicado dos libros sobre la obra de Juan Gil-Albert y un estudio acerca de doce poetas valencianos contemporáneos que escriben en lengua castellana. En FronteraD ha publicado, entre otros, ‘Heraclés’: la importancia de ser distinto. Una visión de la homosexualidad de Gil-Albert, Lawrence Durrell, ¿por qué volver a leer al autor de ‘El cuarteto de Alejandría’?, La visión de Rubén Darío sobre la piel de toro en su libro ‘España contemporánea’ y ‘Hora de España’: la gran revista de la Guerra Civil en la zona republicana.