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Dramas cotidianos

 

 

 

Hará más de diez años pasé un verano en Sierra Leona. Fue allí donde acuñé, junto al que sigue siendo mi mejor amigo –si es que esas terminologías no nos quedan un poco infantiles ya– un término que me ha servido varias veces a lo largo de mi vida. El término es “limpiar el baño”. Nada del otro jueves, estoy de acuerdo, pero es muy útil. Vivíamos en Lunsar, en un compound de monjas clarisas, y después de trabajar en el colegio, como no había por ahí muchos bares para tomarse vinos, a menudo nos quedábamos en la habitación hablando de la vida y de la muerte; creo recordar que a los veinte ya era tan intensa como ahora. En la habitación había un baño que yo siempre me empeñaba en mantener limpio –neurosis– pero que nunca lo estaba. Teníamos los pies siempre llenos de barro, hierbajos, etc, así que el suelo del baño estaba hecho un asco. Con el paso de las semanas renuncié al sueño de mi baño limpio y dejé campar a sus anchas al barro y a los insectos. Qué le iba a hacer. Recuerdo, como si fuera ayer, una de las últimas conversaciones que compartimos en esa habitación, sentados en la cama, con el baño de fondo. Creo que fue mi amigo el que me preguntó qué tal estaba. Yo, que probablemente estuviera inmersa en alguna vorágine dramática sin precedentes, le contesté.

 

–Bueno, mi vida está como el baño. Y hay que limpiar a fondo el baño.


Aquello nos debió de hacer gracia porque desde entonces, la expresión “tengo que limpiar el baño” pasó a significar, añadiéndole tintes shakesperianos “algo huele a podrido en el estado de Dinamarca”. O sea: algo va mal y es necesario pasar a la acción. En los días un poco torcidos suelo acordarme de esa escena. Lo de limpiar el baño me parece una imagen muy gráfica para los días complicados.

 

Este fin de semana, mientras hablaba con un amigo frente a un plato de pasta, abordando todo tipo de temas me dijo:

 

 –A veces uno pone demasiadas cosas en el fregadero, ¿no? Es fácil que se atasque. Con tantas variables a la vez…


Me pareció, como la del baño, una imagen muy buena para describir momentos delicados de la vida. En el fondo todos inventamos metáforas que significan lo mismo: que hay que poner un poco de orden.

 

Ayer, en la oficina, le daba vueltas a todo esto. Tenía un día de drama queen y de baños mentales por limpiar y, escondida detrás del ficus, me dedicaba a agobiarme aún más pensando: si esta gente me ve lloriqueando aquí y me preguntan qué me pasa… ¿qué les digo?

 

Wazzz goin’ on Loooora?

A iu in trabal?

 

No, no iba a saber contestar. ¿Acaso podía sacar colación alguna estrofa de una canción de Mariah Carey? O quizás podría utilizar el título de Milena de Busquets en inglés: This too shall pass para decir que ya se me pasaría. De tanto darle vueltas a cómo iba a ser mi despliegue dramático en la oficina, mi compañero, efectivamente, terminó preguntándome qué ocurría, pero lo hizo básicamente porque estaba leyendo el manuscrito al revés. True story. Vergüenza. Entonces vi algo: desde mi bolso se asomaba un libro y me miraba: The opposite of loneliness, de Marina Keegan. Y aún tuve más vergüenza.

 

Me imagino que es una historia ya conocida por todos, pero por si hay más despistados como yo, el tema es que Keegan era una alumna muy prometedora de Yale. Estudió Escritura Creativa con doble licenciatura en Inglés y era de aquellas jóvenes que prometían y que lo tenían todo por delante. Tenía muchísimo talento. Sin embargo, pocos días después de graduarse, murió. Su novio se quedó dormido al volante mientras viajaban a casa de sus padres.

 

El mencionado libro recoge el trabajo literario de Keegan hasta la fecha, es un volumen de 18 ensayos de ficción y no ficción. La verdad: me fijé en el libro por el título y por lo graciosa que me parecía la chica de la foto de la portada, que es la propia Marina. Aparece con un abrigo amarillo, las piernas juntas y un aire de este posado me está dando un poco de vergüenza. Sentí simpatía hacia esa chica desde el primer momento. Luego, claro, cuando leí la historia decidí no comprarme el libro porque sabía que iba a darme pena. Pero finalmente me hice con él y llevo unos días leyéndola y pensando en ella. Hubo mucho revuelo mediático a raíz de su muerte. Muchos pensarán que no es para tanto, que solo era una chica pija que escribía bien. Yo no digo que fuera un genio escribiendo pero con solo veintitrés años iba a trabajar para el New Yorker, que ya me hubiera gustado a mí. Keegan tenía algo que muchas veces echo de menos en nuestra generación: ilusión. Se lo creía. Creía que la literatura era necesaria y que tenía un lugar importante en la sociedad. Claro que tampoco vivía en España.

 

No sé por qué, pero la imagen de Marina Keegan, con sus dramas de jovencita, sus amores, sus ideales, sus luchas, me acompaña estos días. La tengo presente. Y cuando pienso en ella, en su sonrisa, sus planes de incorporarse al New Yorker, en su abrigo amarillo y en su sonrisa de chica lista se me viene a la cabeza que a veces somos, con perdón, imbéciles. El mundo está lleno de casos como el de Keegan. Todos conocemos “al chico ese que” o “al amigo de fulanita que” y en muy raras ocasiones nos acordamos de dar gracias simplemente por estar aquí. Yo la primera. Porque un día estamos aquí sentados y lo tenemos todo por delante pero, al día siguiente, ya no queda nada de eso. Lo peor, claro, porque las personas somos así, es que todo esto no se nos viene a la cabeza cuando estamos escondidos detrás del ficus o desatascando fregaderos mentales. Y debería.

 

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