Hotel Crowne Plaza Dubai, carretera Salahuddin. Primera hora de la mañana, el sol se intuye detrás de un cielo tintado en gris-naranja. Polvo, emisiones de dióxido de carbono de los vehículos que circulan a 42 grados de temperatura ambiente. A la izquierda, edificios blancos de cuatro plantas, viviendas para inmigrantes. A la derecha, más viviendas, tiendas de material de construcción, de productos del hogar y un centro comercial. Dubai es una telaraña de aires acondicionados, es una carcasa de hormigón inabarcable levantada en el aire y sobre cimientos de arena en la que solo abundan cuatro cosas: inmigrantes, hoteles, prostitutas de lujo y centros comerciales.
Nadie en Dubai anda de día por la calle. Los seres humanos aparecen cuando cae el sol, muchas horas más tarde de mi primer cigarrillo en la puerta del hotel. Dubai es el no-sitio; no lo parece pero es una burbuja de 53 kilómetros de longitud. Barrios de rascacielos a medio terminar, centros comerciales más grandes en metros cuadrados que cualquier pueblo europeo. Pero vacíos de contenido. Shopping, ladrillo y para de contar. Por no tener, no tiene ni petróleo. El oro negro es de su vecino, el emirato capitalino Abu Dhabi, que explota casi el 95% de las reservas de petróleo de los Emiratos, según la Administración de Información de la Energía del gobierno de los Estados Unidos. Si en algún lugar se intuye la gran burbuja, la especulación sobre la que se ha erguido el sistema capitalista, ese sitio es Dubai.
He vivido cuatro años en China. Allí hay ciudades más colosales y superpobladas que Dubai. Este emirato tiene 2,1 millones de habitantes –solo el 12% son nacionales, personas con derecho a la ciudadanía de los Emiratos-; en Shanghái son 23,5 millones. La cuestión es lo que se intuye, y si en Shanghái se palpa algo con masa y vida, en Dubai no palpas nada, es como dar manotazos a un espejismo.
Hamad Abdullah Alolayan es un joven arquitecto saudí a quien conozco desayunando en el hotel. Compagina su trabajo en el despacho Al-Mutlaq & Bu-Nuyahah, en Riad, con la de profesor universitario en Dubai. Una vez al mes coge el avión, se hospeda en el Crowne Plaza y vuelve el fin de semana a Arabia Saudí. Abdullah viste combinando la ropa tradicional de su país y piezas occidentales como una gorra de béisbol, influencia de sus años de estudios en Estados Unidos. Su opinión sobre el crecimiento de Dubai es demoledora: “Nuestras empresas [las de Arabia Saudí] son más rentables porque controlan mejor los gastos. A mí me han contratado en los Emiratos para enseñar que urbanísticamente hay que ir por fases, que, por ejemplo, no se puede construir un tren en zonas no urbanizadas porque puedes encontrarte con la situación actual: que el tren es innecesario”.
El tren en cuestión es la línea roja del metro de Dubai. Es el tren de la bruja pero a escala gigante: es un metro de altura que cruza rascacielos y más rascacielos con el desierto y el mar, centrales eléctricos y plantas de desalinización de agua en el horizonte. La sensación de parque de atracciones es inevitable, con el añadido que la mitad de su recorrido, cerca de 20 kilómetros, es un decorado, como lo son los fantasmas del túnel del terror: barrios por construir de edificios de treinta plantas, aislados los unos de los otros, calles perfectamente asfaltadas, eso sí, aunque parece que solo sean para la arena del desierto, que se va colando ante el vacío humano. La última parada son las dunas. Frente al desierto, los últimos reductos de civilización Disney son una central eléctrica, cuatro torres residenciales de formas dalinianas, fachadas de color rosa, y el despropósito total: el centro comercial Ibn Battuta.
Ibn Battuta, el Marco Polo del mundo islámico –quizá mejor escritor que el explorador veneciano-. Ibn Battuta, probablemente el centro comercial más grande del mundo. Un parque temático ambientado en cuatro continentes y seis países que albergan trescientas tiendas. Ornamentos, esculturas y palmerales de cartón piedra que supuestamente reproducen tradiciones de allende los mares. Pasillos interminables por los que deambulan familias árabes, y sobre todo inmigrantes de otros lugares de Asia, y que una vez terminada la jornada laboral dedican sus horas de ocio a mirar los escaparates o a comprarse un helado. La otra alternativa es ir a la playa, a pasar el rato contemplando las aguas del Golfo Pérsico.
La oferta cultural luce por su ausencia. En el metro distribuyen una revista, Reader, con las principales actividades semanales de ocio que se celebran en Dubai. En la sección de cultura destacan cinco acontecimientos: un concierto de música heavy en un hotel de lujo; un tour de tiendas para mujeres; un espectáculo de tango en un centro comercial; un espectáculo organizado por Sony y una exposición de diseños inspirados en los dibujos animados de Las Supernenas por parte de estudiantes de una universidad norteamericana. Si bien es cierto que en Dubai se han habilitado unas naves para galerías de arte que han causado furor mediático, por lo transgresor del asunto –en verdad son un supermercado de arte para nuevos ricos ávidos de invertir en arte-, que la vida cultural de la ciudad es paupérrima lo demuestra que en todo el emirato solo hay un museo, el de Historia, que no es otra cosa que una casa de muñecas de una forma de vida ya extinta.
No es de extrañar que con esta actividad cultural muchos opten por refugiarse en el Mall of the Emirates, el centro comercial más importante de la ciudad, y se apunten a ir al cine a ver la última de hostias de Hollywood, o a hacer el ganso en la nieve artificial de la estación de esquí que hay ahí: cinco pistas de 85 metros de altura y 400 metros de longitud, capacidad para 1.500 personas. Temperatura en la estación: -1ºC, en un país desértico. Otra alternativa es distraerse con los juegos de música, luces y agua que ofrecen las fuentes al pie de la torre Burj Khalifa, el edificio más alto del mundo.
Subirse a las alturas de Burj Khalifa es una distracción más, aunque la experiencia tampoco da para repetirla cada mes. Burj Khalifa mide 820 metros de altura, tiene 140 plantas y se emplearon en construirla 12.000 trabajadores. En la recepción de las visitas guiadas se han colocado placas conmemorativas con citas grandilocuentes del emir de Dubai, Mohamed bin Rashid al Maktoum. Mi favorita es: “La palabra imposible no existe en el diccionario de nuestros líderes”.
Burj Khalifa se vende como “la primera ciudad vertical del mundo”. Debería estar ocupada por miles de empresas y residentes de alta alcurnia, ejecutivos llegados de los cinco continentes, pero predomina el cartel de se alquila. La economía no está para grandes fiestas.
Hay lemas que matan, y este se lleva la palma: “Dubai, celebrando el viaje de la vida en el desierto y de los antiguos asentamientos comerciales a un gran destino mundial”. El tour en Burj Khalifa se completa con un pasillo rodeado por pantallas de plasma que proyectan vídeos promocionales: el objetivo del vídeo es dejar claro que Dubai pasó de ser un montón de arena, a una tribu del desierto dependiente del petróleo y finalmente a una sociedad moderna de familias alegres que avanza hacia el futuro sobre campos de césped. No se trata solo de una metáfora: esta es la imagen que proyecta el vídeo.
La era moderna del vídeo empieza en 2004 y termina en 2009. No es casualidad, son los años del crecimiento pisando el acelerador a fondo. Ahora, la situación ha cambiado. Los números indican que la era de los excesos ha llegado a su fin. Dubai quiso convertirse en un bazar global al uso de Hong Kong o Singapur: convertir el petróleo en ferias, universidades, en centros de intercambio de bienes intangibles y en centros de consumo de millones de chorradas tangibles. Pero la crisis es global. Dubai es un exceso que depende de la demanda exterior, es un monumento de un ciclo que ha llegado a su fin: Mientras que su PIB crecía entre el 2004 y el 2008 por encima del 8%, en 2009 dejó de crecer y Dubai pasó a deber billones de dólares, deuda que cubrió Abu Dhabi –que es quien tiene la llave del petróleo-. Actualmente el PIB supera a duras penas el 3% de crecimiento, según la Oficina de Estadística de los Emiratos. Esta es una cifra insuficiente para una economía emergente que ha tenido que hacer frente a un aumento descomunal de la población, estimulada a base de olas inmigratorias por los líderes que no conocen la palabra imposible.
Nur Ata Nurcan es investigadora de la Dubai School of Government, un centro de estudios del gobierno de Dubai. Ata Nurcan es turca y lleva tres años trabajando en Dubai. Ha sido docente en Barcelona y en Oxford. Es una buena profesional: te inunda con cifras que intenta ordenar para que las entiendas. Me atiende en un día festivo, no hay nadie en las oficinas de este think tank, solo ella. La Dubai School of Government tiene su sede en el mismo complejo de oficinas y de pabellones donde está establecido el recinto ferial de la ciudad. Hay tres ferias en marcha aunque, como es festivo, están cerradas. El día antes visité las tres exhibiciones –una de perfumería y cosmética, las otras dos de productos electrónicos- y las tres tenían un común denominador: el dominio chino.
Hay preguntas que Ata Nurcan pide no responder porque no quiere problemas con sus superiores. Su actitud, a la defensiva, me recuerda unas palabras del arquitecto Alolayan: “No hay libertad académica para advertir que este modelo es insostenible”. Ata Nurcan confirma que la influencia de los expertos económicos es muy limitada en Dubai, “aunque no está claro que la tengan en Occidente”, replica. Asegura que solo el 30% de la economía depende de la exportación de petróleo, pero admite que el modelo sigue basándose en los grandes proyectos de construcción de fondos vinculados al Estado. La gran mayoría de ciudadanos nacionales trabajan para empresas públicas. La inmigración es la que está más expuesta a los altibajos de la crisis.
Mi viaje a Dubai fue en primavera de 2012, coincidiendo con un programa de renovación de permisos de residencia. Por toda la ciudad colgaban avisos oficiales sobre el límite para presentar los papeles en regla que garantizan un nuevo visado de trabajo.
Ata Nurcan me dijo que el aumento del desempleo había dejado muchos inmigrantes expuestos a la repatriación, o a la huida voluntaria presionados por las deudas impagables que acumulaban con los bancos tras una década de concesión de créditos como si fueran caramelos. ¿Les suena?
Ata Nurcan destacaba que el debate de los subsidios es lo que puede suponer un antes y después en la evolución de Dubai. Un año después del encuentro con ella, este debate sigue siendo el plato caliente de la política económica y social de los Emiratos Árabes: ¿cuánto pueden rebajarse la subvención del agua, el petróleo y los alimentos? El subsidio del agua es un asunto especialmente peliagudo porque los ciudadanos nacionales de los Emiratos están exentos de pagar el agua corriente. El agua es el gran debate en los medios locales. Las campañas de concienciación van acompañadas de estadísticas que evidencian el problema: los Emiratos Árabes son el país del mundo con un mayor consumo de agua por persona (500 litros al día). No hay cifras que especifiquen entre el consumo de los nacionales y el de los inmigrantes, pero Ata Nurcan se atreve a confirmar la evidencia: que es muy superior el de los nacionales.
Pensando en el derroche de agua, me obsesiona con una idea: ¿Qué queda de la cultura ancestral de la vida en el desierto? Ata Nurcan admite que no lo sabe. También se lo pregunto a Mark Rush, rector de la American University de Sarjah. Sarjah es un emirato vecino a Dubai, uno de los más pobres del país. El contraste es evidente, aunque la capital de Sarjah es otro despropósito del desarrollismo rápido, quizá incluso más expuesto al contraste con el desierto. La American University ocupa una extensión que a su lado, cualquier campus español es como una caja de cerillas. Recorro siete kilómetros en taxi desde la puerta principal de acceso al edificio del despacho del rector.
Una carretera de kilómetros y kilómetros de desierto y de repente, este oasis: avanzamos entre edificios de aulas, facultades y parterres de césped de un verde insultante, sin estudiantes a la vista –jóvenes procedentes de todo el mundo árabe que se refugian en el interior, aliviados por el aire acondicionado-. Rush expone los detalles del debate político acerca de la conveniencia de nacionalizar a los extranjeros. También da cuenta de la dependencia de la demanda exterior, muy superior a la dependencia del petróleo en sí. Pero a mí me interesa más su vida personal: ¿tiene amigos de los Emiratos? No. ¿Cómo es el trato con las autoridades? Mínimo y protocolario. ¿Qué hace en su tiempo libre? “Pasear por centros comerciales de Dubai… Los expatriados también juegan a golf”, comenta con desgana. Y la pregunta final: ¿Qué podemos aprender del modelo político y social de los Emiratos Árabes? “No tengo claro que podamos aprender alguna cosa”.
Yo sí: aprender lo que no hay que hacer. Un fondo estadounidense quiere construir una isla artificial de viviendas y ocio en Barcelona. Esto existe en Dubai: en concreto hay cinco archipiélagos en construcción, de los cuales solo uno ya está en marcha. La crisis financiera mandó al garete el resto de proyectos. De ello solo quedan obras a medio hacer que, si Dios es sabio, algún día engullirá el mar.
Cristian Segura es periodista y escritor. Desde 1999 ha trabajado para diarios y revistas de Barcelona y Madrid. Entre 2003 y 2010 ejerció el periodismo desde Alemania y China. En 2011 ganó el premio Josep Pla de Narrativa con la novela El cau del conill (La madriguera). En 2013 ha publicado su segunda novela, Ciment armat. Actualmente colabora diariamente en el diario ARA. En Twitter: @Cr_Segura