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Mientras tantoDublín es más que Temple Bar; Belfast, ¿más que una historia de...

Dublín es más que Temple Bar; Belfast, ¿más que una historia de violencia?


 

Dublín es más que Temple Bar y el Trinity College. Dublín es sobre todo la oficina de correos (General Post Office) de la calle O’Connell, el cuartel general de la rebelión independentista de la Semana Santa de 1916, el lugar en el que se proclamó la independencia de Irlanda con escaso éxito, puesto que la artillería británica sofocó el movimiento a sangre y fuego y condenó a muerte a prácticamente todos sus líderes. La insurrección, el propio movimiento independentista, no gozaba de las simpatías de la opinión pública irlandesa justo hasta ese momento.

 

 

Algo cambió en 1916 porque, mientras los soldados irlandeses morían en defensa de los intereses del Imperio Británico en la Primera Guerra Mundial, los dublineses veían con estupor cómo el Gobierno de Londres ordenaba la condena a muerte de sus compatriotas más rebeldes. Los irlandeses no pudieron soportar seguir siendo víctimas tanto directas como indirectas del Imperio. Sólo a principios de los años veinte Irlanda consiguió, tras la Guerra de la Independencia, un estatus político más importante dentro, todavía, de las dependencias de la Corona Británica. Fue un resultado más satisfactorio para unos que para otros, lo que provocó que la guerra se convirtiera en civil. Ésta, de soslayo, aparece reflejada en la última película de Ken Loach, Jimmy’s Hall, que desde aquí recomendamos, aunque a nuestro colega Josep Carles Romaguera no le gustara demasiado. También, sobre todo, en Michael Collins. 

 

 

Dublín, pues, es, también, sobre todo Kilmainham Jail, la cárcel de Kilmainham. Para llegar a ella, hay que hacer un esfuerzo un poco mayor que para alcanzar la fábrica-museo de la cerveza Guinness y, sin duda, merece muchísimo la pena. No sólo para recordar el conflicto entre Irlanda y el Reino Unido, la lucha de los irlandeses por su soberanía y lo que sufrieron para alcanzarla en 1949, también para conocer la historia penitenciaria. En esa cárcel situada a las afueras de Dublín se pusieron en marcha medidas innovadoras como las celdas individuales con el ánimo de evitar reyertas y motines, así como el uso de la fotografía para fichar a los delincuentes.

 

 

Pero este penal no sólo se usó para reprimir movimientos políticos. También, para algo incluso peor, para castigar el hambre y la necesidad de los dublineses, incluso de los niños, sobre todo los del barrio aledaño, Liberties, en los años de la Gran Hambruna irlandesa, entre 1845 y 1849, durante la que se calcula que murió un millón de personas.

 

 

Ha pasado mucho tiempo desde entonces, pero hoy también tiene interés recorrer Liberties. Aún se respira un ambiente proletario, obrero, trabajador, con sus casas de ladrillo rojo, éstas sí, justo al lado de la fábrica Guinness y resistentes a los planes de reestructuración urbanística.

 

 

Las calles del conflicto en Belfast

 

Volvemos al conflicto secular irlandés. Su esencia, todavía hoy, más aún que en la oficina central de correos de Dublín y en la cárcel ahora convertida en museo, se percibe con mucha más fuerza en Belfast. Porque el Ulster, región de la que es capital, (¿aún?) no forma parte de la República de Irlanda.

 

 

No hay que buscar en su centro histórico, que es más un centro cultural con contados atractivos, sino un poco al noroeste. Primero, en Falls Road. En su inicio, en el límite con Divis Street, nos topamos con los murales en homenaje de líderes católicos que se mezclan con otros en solidaridad con otros movimientos de liberación nacional (perdónennos la expresión), sobre todo el palestino, pero también el sudafricano o el negro en Estados Unidos. Además, se recuerda la participación de los irlandeses en las Brigadas Internacionales que lucharon en España contra el fascismo durante la Guerra Civil. Y no vamos a ocultar el gran mural pidiendo la libertad de Arnaldo Otegui y el que da ánimos a Cataluña con motivo de la consulta celebrada el pasado 9 de noviembre.

 

 

Un poco más adelante, en esa misma calle, un templo laico en homenaje de los miembros del IRA caídos en la lucha por la independencia, el Garden of Remembrance y, casi enfrente, la sede del Sinn Fein, adornada con un mural en recuerdo de Bobby Sands.

 

 

En paralelo a Falls Road, a muy pocos metros, discurre Shankill Road. La decoración mural es completamente diferente. Del Sinn Fein y el IRA, pasamos a los fantasmas de los paramilitares protestantes. Del homenaje y apoyo a los movimientos por la independencia de todos los rincones del mundo, pasamos a la adoración a Isabel II y a todos los símbolos del Reino Unido. También, a una insistencia en el recuerdo a los norirlandeses que lucharon en la Primera Guerra Mundial con los que parece que se siente en deuda el Imperio Británico, sobre todo, seguramente, porque fue en ese contexto en el que, como decíamos antes, cobró fuerza la lucha por la independencia de Irlanda. Shankill Road es, en definitiva, el feudo orangista, que celebra su día con un paseo por Belfast cada 12 de julio, casi siempre con incidentes.

 

 

Entre Shankill Road y Falls Road, entre los feudos católico y protestante, unionista e independentista, leal y republicano, se encuentra, prácticamente paralela a ambas, Cupar Way. Por ella discurre un muro entre ambos mundos. Ahora, ese muro quiere ser la ubicación de expresiones artísticas que muestren la voluntad de la reconciliación. ¿Llegará? Por lo menos, ahora es un conflicto sin muertos. Y los líderes políticos, unos y otros, parecen, desde hace casi veinte años, tener la suficiente altura de miras para resolver los problemas negociando. Justo estos días se han producido más avances. Los progresos realizados desde 1998 son tantos, la generosidad de uno y otro lado ha sido tal que no deberíamos sorprendernos de que en muy poco tiempo, quizás tras las próximas elecciones de 2016, Gerry Adams se convierta en presidente de la República de Irlanda. Ni que ya Martin McGuinness, antiguo comandante del IRA, esté en el Gobierno de Irlanda del Norte y sea capaz de actos como éste

 

 

El nacionalismo antes y ahora

 

La globalización no parece ser, en principio, el escenario más propicio para la exaltación de la identidad nacional. Eso dice la teoría. Pero hay numerosos casos en Europa que la contradicen. Quizás porque hay pueblos que, justificada o injustificadamente, eso es lo de menos, aún tienen un profundo sentimiento de agravio. Su lucha ahora parece más pobre que la antes, que la que tenía lugar en la época dorada de los nacionalismos, el siglo XIX. No digamos “más pobre”, digamos “distinta”, para no ofender a nadie, porque no hay movimientos culturales o artísticos que respalden o alimenten los movimientos políticos, como ocurría en el siglo XIX, como los que nos cuenta, por ejemplo, en el caso de Irlanda, el Museo de los Escritores de Dublín.

 

 

Ahora no hace falta construir una historia, una cultura, reivindicar una lengua, la propia identidad. Ahora basta con la existencia de una gente, ni siquiera de un pueblo de acuerdo con su definición más «científica», que desee autodeterminarse, que quiera decidir su futuro. Puede que lo que ocurre ahora sea mejor. Quizás sea menos artificioso y más puro, porque ya no se buscan coartadas históricas. Posiblemente, el independentismo actual sea el verdaderamente democrático. Es sólo una conclusión a algo que es únicamente una hipótesis.  

 

 

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