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Mientras tantoDulce y amargo

Dulce y amargo


 

Suena Almost like being in love,

Bill Evans&Chet Baker

 

 

He vuelto a ver Lola (ídem, 1959), de Jacques Demy, tal vez para confirmar aquello que manifestaba el cineasta francés sobre las reacciones que esperaba provocar en los espectadores que acudieran a verla en su época: “Quería que un espectador que entrara deprimido, cansado en el cine donde se proyectara Lola pudiese salir sonriente; que la película cambiase por un instante al  menos su estado de ánimo y su visión de la vida.” No es que necesite especialmente que la película me anime, más bien el regusto que me deja, y esta vez lo ha vuelto a hacer, es una mezcla de amargura e ilusión, cierta ambivalencia emocional que no debe tomarse como insatisfactoria sino todo lo contrario. Lola es una película maravillosa que con esas imágenes que parecen sumidas en cierto desvelo, con ese tono dulce pero que no oculta el lamento, con ese espíritu nostálgico pero que no se muestra temerario al destino, me deja en la encrucijada, dándoles vueltas a sentimientos y pensamientos encontrados.

 

Así es una de las imágenes, de las tres que permanecen en mi memoria desde que la vi, que nos muestra la película, cuando ya en el desenlace, cuando Michel ha regresado a Nantes para recoger a Lola, quien lleva esperándole desde que se fue, hace catorce años, y la dejó embarazada. Ahora los tres se marchan de Nantes y Lola como único equipaje se lleva la ilusión de recuperar el tiempo perdido, aquel que ha ido consumiendo como bailarina de cabaret y teniendo continuos amantes, marineros norteamericanos que apuran unos pocos días de permiso. Mientras con el auto de Michel cruzan el paseo marítimo, Lola ve pasar en dirección contraria a Roland, aquel chico que le ha declarado su amor, que le ha confesado quererla desde que son adolescentes, desde que Lola se enamorara de Michel y este la abandonara con un hijo en el vientre. El futuro se proyecta sobre un flamante Cadillac blanco mientras que un presente reconfortante y seguro, junto a alguien que confiesa un amor incondicional va en dirección opuesta. En el rostro de Lola se dibujan a la vez la alegría del reencuentro y el lamento por la renuncia. A Demy le basta con muy poco para decirnos mucho, para hacernos comprender a los espectadores  a cada uno de los personajes, no solo a la protagonista, Lola, esa hija cinematográfica de otra Lola herida de amor, también bailarina, como es la protagonista de Lola Montes (ídem, 1955), de Max Ophuls –a quien está dedicada la película.-

 

 

 

Hay otros dos momentos, esenciales, para terminar de configurar esa concepción cíclica que organiza la película y que de alguna forma la emparentan con otra película de Ophuls, La ronda (La ronde, 1950), adaptación de la novela de Arthur Schnitzler. Dos momentos que se corresponden a otros tantos personajes, Madame Desnoyer y su hija Cécile Desnoyer, representantes ambas del pasado que arrastra Lola, y del futuro que puede que le espere. En uno de esos instantes, Demy nos deja a solas con Madame Desnoyer, mujer desafortunada en amores y a quien su adolescente y algo díscola hija acaba de abandonar. En su rostro se dibuja la tristeza, el callado lamento de quien ve repetir los errores cometidos en el pasado, los mismos que también cometiera seguramente Lola. Sin embargo, algo de resignación se dibuja en el gesto de alguien que ve en la actitud de su hija las ganas de enfrentarse a la vida, de luchar por encontrar aquello por lo que su madre luchó y no encontró. En el intento está el triunfo. Madame Desnoyer también se encuentra en la encrucijada, en la contrariada decisión de si determinar a Cécile los pasos que debe dar o si aceptar la aventura azarosa de los amores de la vida.

 

Finalmente, en un tercer instante, Cécile disfruta de una tarde en la feria con Frankie, marinero norteamericano, ocasional amante de Lola –porque le recuerda a Michel-. Ahí está Cécile, encarnando el pasado de Lola, montando en los coches de choque, despertando al amor. De repente, Demy decide ralentizar la imagen mientras vemos como Frankie ayuda a la joven a bajar de una de las atracciones. Es un momento mágico, la aprehensión de un instante de tiempo que tiene tanto de momento presente pero mucho más de prolongación en el futuro, convertidas así las imágenes en la proyección de un recuerdo de Cécile. Como sucede con el personaje de Lola, que vive con la idealización de unos recuerdos muy vividos, Demy nos muestra tal y como se instalará en la memoria de Cécile ese instante más propio de una ensoñación. Al percibir ese momento, lleno de vitalidad y alegría, uno sí puede tener la sensación de que el estado de ánimo le empuja a disfrutar de cada nuevo segundo, más allá de las renuncias, más allá de que venga la vida y nos deje un regusto amargo.

 

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