Time to cry. Qué madrugada más penosa. Despertarme a las ocho de la mañana y ver su rostro de satisfacción chulesca amenazando con llevar el caso al Supremo para que detenga el recuento del escrutinio y anunciando que su rival puede estar cometiendo fraude. No por previsible el guión me resultaba menos deprimente. ¿Qué carajo de país es ese llamado Estados Unidos de América, la primera potencia mundial, el imperio americano, que tiene un líder impresentable, matón e ignorante a quien en estas elecciones le han respaldado más de 60 millones de votantes? No llego a comprenderlo. En fin, el voto es soberano y el pueblo es sabio. Y yo cada día me siento más estúpido y más perplejo por lo que sucede en este mundo.
Pero lo cierto es que este individuo, siga o no otros cuatros años en la Casa Blanca, ha vuelto a sorprender como lo hizo en 2016 al derrotar a Hillary Clinton. Ha arruinado una vez más los sondeos, que le daban muy por detrás del candidato demócrata lo cual confirma que quienes finalmente votan por él mienten cuando se les pregunta por quién van a hacerlo. Cuando lo vi esta mañana en la tele percibía su alegría, su amplia sonrisa, su sarcasmo cuando dijo en una de las salas del edificio presidencial ante un centenar de sus más estrechos colaboradores que era su mejor rueda de prensa… porque no había periodistas.
¿Continuará o no al frente del país? Lo ignoro. Lo sabré en horas o en unos días una vez que se conozcan los resultados definitivos en tres Estados clave del llamado cinturón industrial. Pero sinceramente me importa muy poco, porque en el fondo esta persona sin demasiados escrúpulos ha ganado. Él mismo confiesa que la derrota no está en su diccionario y que está acostumbrado a ganar. Evidentemente es pura retórica.
No creo que lo pueda ver saliendo de la Casa Blanca del brazo de su atractiva y aturdida esposa y su taciturno hijo menor. No concibo que nadie pueda decirle ni se atreva a hacerlo: «you are fired, estás despedido», como solía hacerlo él en ese concurso de telerrealidad que presentaba antes de dar el salto a la política. Su ego es inmenso. No parece tener límites como su desprecio a la prensa, a la que siempre acusa de fabricar fake news, noticias falsas.
Me gustaría verlo esta mañana por una rendija. Qué les estará diciendo a su hija favorita Ivanka o su yerno Jared o si Melania, su mujer, estará recordando la tristeza que mostró después de su inesperada victoria hace cuatro años. ¿Por qué no regresar a Nueva York o a su lujosa mansión en Florida?
Pero más allá del resultado final de estas elecciones, si hay un derrotado éste tiene nombre y apellido: Joe Biden. Incluso si dentro de unas horas o días el escrutinio del voto por correo le otorga la victoria y lo convierte, a sus mal llevados 77 años, en el 46º presidente de Estados Unidos. El aspirante demócrata no ha sabido arrancar el voto de un solo seguidor de su rival republicano. Éste, contra viento y marea, ha sido capaz de conservar el respaldo de un electorado fiel, que cree en su America first, en ese rancio y prepotente nacionalismo por encima de cualquier otro país, que divide al mundo en buenos y malos.
¿Por qué debería ser Biden?, se preguntaba en su último número The Economist. El semanario británico afirmaba que, aunque era un candidato débil sin el carisma de Obama o Clinton, al menos su victoria serviría para recuperar la decencia y pasar página en la política norteamericana. Tal vez, pero visto lo visto en la noche electoral este hombre, con una larga carrera senatorial antes de ser vicepresidente con Obama, no despierta pasión alguna. Era el mal menor en las aspiraciones del partido para recuperar la Casa Blanca. Otra cosa bien distinta hubiese sido su compañera de ticket, la senadora afroamericana Kamala Harris.
En fin, habrá que esperar cómo termina esta película dramática. Pero lo cierto es que la sociedad norteamericana sigue estando muy polarizada y eso no es bueno ni para el país ni para el resto del mundo.