Uno de los libros que más golosamente he leído en mi vida se titula E = mc². Una biografía de la más famosa ecuación del mundo. Su autor (el del libro, no el de la ecuación) es el estadounidense David Bodanis, tan inteligente que reside en Gran Bretaña. Ya saben ustedes lo que dijo Oscar Wilde cuando le preguntaron en la aduana de Nueva York si tenía algo que declarar: «Sí» contestó, «mi talento». Con lo cual dejaba en claro que el talento, en Estados Unidos, es un producto de importación. Pero al mismo tiempo le abría las puertas a la exportación del propio, que en ese país parece que no tiene mucho campo para desarrollarse.
Sabido es que el genio de Albert Einstein formuló esa ecuación en 1905, estableciendo que la energía (E) es igual a la masa (m) multiplicada por el cuadrado de la velocidad de la luz (c²). Menos sabido es que la primera vez que Einstein la expuso en público fue el 21 de septiembre de 1909, hace ahora cien años, en la Andräschule de Salzburgo, ante los más de mil participantes en el 81° Congreso de la Sociedad de Investigadores y Médicos alemanes. Su ponencia versaba Sobre el desarrollo de nuestras ideas acerca de la esencia y la constitución de la radiación.
Pero regresemos al libro mencionado al principio. David Bodanis nos cuenta en él la historia de la gestación de la teoría de la relatividad y de los conceptos que la componen. Desde la energía, concebida como tal por el físico inglés Michael Faraday, hasta la velocidad de la luz, medida por vez primera en 1675 por el astrónomo danés Olaus Rømer. Dicho sea de paso, la c que designa a esa velocidad viene del latín: de celeritas, celeridad en castellano.
Y al contarnos Bodanis la historia de la ecuación nos está contando al mismo tiempo la historia de la fisión nuclear y de la bomba atómica, pero también la del universo y dentro de ella la del planeta azul en el que viviremos mientras haya energía solar que lo caliente y mientras no sea tan grande el agujero de ozono que esa misma energía termine por achicharrarnos. Ni que decir tiene que este libro es mejor leerlo teniendo unos mínimos conocimientos de conceptos elementales de Física y Química, pero me atrevo a pensar que incluso sin ellos resulta apasionante.
También por las servidumbres humanas que pone al descubierto. Por ejemplo, el ninguneo histórico de tres mujeres cuyos trabajos fueron esenciales para el progreso en esta materia específica: la francesa Emilie du Châtelet (una aristócrata apasionada por la investigación científica, además de amante y compañera de trabajos de nadie menos que Voltaire), y junto a ella, lejana ya en el tiempo, dos contemporáneas: la austríaca Lise Meitner (a quien en realidad corresponden la gloria de que disfruta, y el premio Nobel que recibió, Otto Hahn) y la inglesa Cecilia Helena Payne-Gaposchkin, la primera en desentrañar el misterio de la composición química del sol.
Este libro también nos muestra al desnudo el entusiasmo nazi de científicos alemanes como Geiger (el inventor de los contadores radioactivos que llevan su nombre) y Heisenberg, quien siempre se vanaglorió de haber podido inventar la bomba atómica antes que Oppenheimer en el desierto de Nevada, pero que no lo hizo para no ponerla en manos de Hitler: una mentira que puso en circulación después de perdida la guerra, para salvar su prestigio, sin saber que los ingleses habían grabado ocultamente todas las conversaciones que mantuvo mientras estuvo internado… y que demuestran todo lo contrario.
Claro está que Heisenberg, una vez ya inventada la bomba atómica, no podía aspirar a la suerte del criminal de guerra Wernher von Braun, llevado con todos los honores a los Estados Unidos para que allí desarrollara sus proyectos balísticos: los mismos que había ensayado durante la guerra haciendo bombardear Londres con los mortíferos cohetes V1 y V2. (Para quienes no sepan alemán, esa V es la inicial de Vergeltung, que significa «venganza», y era como una réplica irónica de los nazis a la V de la victoria, gesto emblemático de Churchill… quien se lo copió, dicho sea de paso, a Leslie Howard en la versión cinematográfica de Pygmalion, la obra maestra de Bernard Shaw de donde luego saldría el musical My Fair Lady).
Para terminar, quiero contarles el origen del malentendido según el cual la teoría de la relatividad –cuya clave es la ecuación de marras– sólo se encuentra al alcance de un par de científicos bastante cualificados. Nada de eso. La teoría de la relatividad la puede entender cualquiera que tenga los mínimos conocimientos exigibles de Física, y que decida invertir un poquito de tiempo en la comprensión de sus fundamentos. ¿De dónde proviene entonces la noción de su impenetrabilidad? Es muy sencillo, y Bodanis lo cuenta donosamente en su libro.
El 6 de noviembre de 1919, la Real Sociedad Astronómica de Londres celebró una sesión extraordinaria para dar a conocer al mundo la comprobación rigurosa de que la teoría de la relatividad había sido certificada por las observaciones de unos equipos enviados a África y a Brasil. Unos equipos que se dedicaron a seguir la luz del sol en su recorrido por el sistema del astro rey, y las desviaciones en que incurría. La medición de esas desviaciones era el marchamo de veracidad que ratificaba de una vez para siempre la genial intuición de Einstein.
Pensemos que estaba recién terminada la Primera Guerra Mundial, y que eran científicos británicos quienes le daban el espaldarazo, con su gesto, a un físico alemán. O sea que, para abusar una vez más del adjetivo hasta volverlo obsoleto, esa sesión de la Real Sociedad Astronómica londinense puede calificarse de histórica, sobre todo porque venía a rectificar la concepción del mundo válida hasta entonces, la de sir Isaac Newton, un inglés que ni mandado hacer de encargo.
Por supuesto, la expectación del mundo científico, y no solo científico, era grande, de manera que el gran diario estadounidense The New York Times se sintió en la obligación de cubrir el evento. Pero resulta que sus redactores especializados en tales temas estaban todos ocupados con otras tareas, y entonces el periódico neoyorquino destacó como corresponsal, a la reunión de la Royal Astronomical Society, a uno de los miembros de su redacción en Londres, Henry Crouch, un excelente reportero… nada más que su especialidad era el golf. Sí, el golf, ese deporte inventado por topógrafos indolentes.
Como es lógico, el buen Henry Crouch no se enteró de nada, aunque –buen periodista– no se amilanó con el desafío. Y publicó unas crónicas en el New York Times después de las cuales el público lego quedó convencido de que en su maldita vida iba a entender una jota de la teoría de la relatividad. Entre otras cosas escribió que se trataba de «un libro para doce sabios. Nadie más en todo el mundo lo va a entender, dijo Einstein cuando sus arriesgados editores lo aceptaron» (son palabras textuales de Henry Crouch). Sólo que, 1°, Einstein no había escrito ningún libro; 2°, no había pues ningún editor del mismo, ni arriesgado ni pusilánime; y 3°, todos los presentes en la sesión solemne de la Real Sociedad Astronómica de Londres habían entendido de qué iba la cosa… todos ellos menos, claro está, el corresponsal del New York Times. Y así es como se escribe la Historia. ¿Se imaginan que el director de FronteraD enviase a informar sobre un congreso mundial acerca de la teoría de los colores… a un redactor daltónico? Aunque, desde luego, como diría el propio Einstein, todo, todo es relativo.
Last but not least: Este libro de David Bodanis es una de las lecturas más atrayentes que pueden proponerse a quienes aspiren a conocer cómo funciona el mundo de los científicos y cómo lo manejan los políticos para sus fines. Y ya ha sido traducido al idioma de Ramón y Cajal, Severo Ochoa, Bernardo Alberto Houssay, Luis Federico Leloir, César Milstein, Baruj Benacerraf y Mario J. Molina, los escasos siete Premios Nobel hispanoamericanos de Física, Química y Biología. No se lo pierdan.