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Ecce Homo. El arte de la destrucción, la sustitución y la restauración

A Cecilia, entrañable, deseándole sus mejores días.

 

En una entrevista realizada a Man Ray en su estudio de París, podría ser en los  años 60, el artista de Filadelfia explicaba lo que aconteció con una de sus obras, un metrónomo con la fotografía de un ojo que se balanceaba al ritmo del metrónomo.

 

Transcribo la conversación:

 

Pregunta.– Hablemos de los objetos. Cuando usted ve un objeto parece como que  desearía transformarlo, ejercer un acto de violencia sobre él, cambiar su significación…

Respuesta.– Sí cambiar su significación, pero jamás provoco un acto de violencia. Cuando veo un objeto, en primer lugar lo observo como fotógrafo, pero a continuación me es necesario transformarlo para que sea algo más que el propio objeto, es necesario añadirle algo, que sea otra pieza, otro objeto, otro título, incluso  un título literario que pueda estimular la imaginación.

P.– Una vez encontró un metrónomo y le puso un ojo balanceante, creo que le llamó Objeto perdido.

R.– No, lo titulé Objeto a destruir. Iba a dar una conferencia y en el transcurso de la misma iba a destruirlo con un martillo; pero no tuve la ocasión, otros lo hicieron por mí en una exposición retrospectiva Dadá. Fueron algunos jóvenes que estaban en contra del dadaísmo y del surrealismo.

P.– Y a usted le encantó…

R.– No, en absoluto… por suerte estaba asegurado en 1.000 francos. El asegurador quiso reemplazarlo, y yo le dije que no se reemplaza un cuadro, una pintura. Es un original, hay una fotografía de un ojo añadida en el metrónomo, ¿acaso tiene el mismo aspecto de antes? Finalmente me dijo, “Ud. sabe que el seguro va a pagar, pero también sabe, como artista, que Ud. puede hacer otro”. Le respondí que por supuesto podría hacer diez más. Entonces –me dijo- ¿por qué vamos a pagarle? Mi respuesta fue que porque le había cambiado el título, y a partir de ese momento se llamaría Objeto indestructible. Todos las manifestaciones dadá son indestructibles, han marcado a una generación, todos los jóvenes han sentido su influencia.

 

También hablaría Man Ray en dicha conversación del problema que tuvo con la marquesa Casati, finalmente un falso problema. Man Ray había ido al hotel donde se hospedaba la marquesa para hacerle un retrato, y allí en su habitación instaló los focos, con la mala fortuna de que los plomos no aguantaron y saltaron. Así todo, sin luz y con una exposición de varios segundos, tomó una fotografía. Cuando la reveló, comprobó que la marquesa tenía dos pares de ojos, ante  lo cual le llamó para decirle que era necesario repetir la sesión. La marquesa dijo que, en todo caso, quería ver la fotografía, y cuando la vio, dijo: “Usted ha fotografiado mi alma”. Le encargó veinte copias, y Man Ray quedaría en el convencimiento de que el azar no existía, de que era la fuerza de las circunstancias la que creaba la obra. Hoy en día, esa ansiedad de la fotografía mal obtenida, fallida, quedaría resuelta gracias a Photoshop. Nada tan fácil como poner los ojos en su sitio.

 

Son varias las cuestiones que me vienen a la mente. En lo referente a la destrucción de la obra de Man Ray, no me queda claro cuál es la relación de intenciones entre la suya propia con su propia obra, y la de los estudiantes que estaban en contra del dadaísmo, e incluso del surrealismo. Debo suponer que Man Ray, por la época que le tocó vivir, consideraría la destrucción de su objeto como una declaración de principios, quizás el significado del objeto viniese dado por el propio título y por el proceso del objeto siendo destruido, por el gesto que animaba el hecho. Eran tiempos en los que los objetos ejercían, en muchos casos, el papel de peanas donde había que sujetar a la idea para que no cayese. En algún sitio debía ser colocada y mostrada, en algún cuerpo tendría que instalarse. La destrucción del objeto vendría a constatar que la idea ya no necesitaba de soportes, el alma saldría del cuerpo, de ahí sin duda que las manifestaciones dadá son indestructibles. Es difícil destruir Hamlet o I´m only sleeping; se trataría ya de la destrucción total, el anonimato, el olvido, la oscuridad y el silencio eternos, y ya no nos importaría porque en ello ya no habría palabras para hablar de ello. En cierto modo, es el viejo dicho de que después de Platón ya tan solo es posible comentarios a pie de página. La pregunta que quedaría en el aire sería si Man Ray estaría dispuesto a destrozar todos su objetos, no tan solo los objetos a destruir, sino todas sus fotografías, las de Kiki de Monparnasse, las de Meret Oppenheim, las de Lee Miller, incluso las de Virginia Woolf o James Joyce, negativos incluidos;  por supuesto la de André Bretón, a quien no le gustó el retrato por considerarlo “demasiado artístico”. O sus objetos fotografiados, El enigma de Isadore Ducasse –no sé si el título es el de la fotografía o del objeto mostrado en ella, quizás coincidan-; también los objetos producto de la transformación artística, quizás restaurados mediante nuevos pensamientos, también sus pinturas, Jambes de femme croisées, o incluso sus películas, incluyendo en las que actúa, como en la que juega al ajedrez con Marcel Duchamp, y con el gran René Clair detrás de la cámara.

 

Sería, en cierto modo, tal como se cuenta de Franz Kafka, quien poco antes de morir pediría que sus obras fuesen quemadas –el fuego purificador que Dalí salvaría del Prado en el caso de que este ardiera-. Hablamos de El proceso, El castillo, La metamorfosis, Informe para una Academia… y sus amigos allí a pie de cañón junto al lecho de muerte, le dirían: “No te preocupes, puedes morir tranquilo porque en el momento en el que nos dejes destruiremos toda tu obra, es lo primero que haremos”. En todo caso, la actitud de Kafka, digamos negativa, podría haber tenido que ver con cuentas pendientes con la existencia, con “la agobiante observación de uno mismo”.

 

Por el contrario, demos por hecho que Man Ray es un vitalista –no el que vive la vida sino el que la ama, la devora, el que va por delante de ella-. Así creo haber entendido el planteamiento de Gilles Deleuze, el arte que va creando la vida, que la va construyendo, una transformación continua que trasciende lo obviamente real, esa realidad que aplasta, que exige las veinticuatro horas del día. El placer del juego, del pensamiento activo –él diría la filosofía-, el arte es la misma cosa y nos aporta algo parecido sin tener que explicar demasiado y sin tener que demostrar nada. Es improbable que Man Ray destruyese lo que no tenía que destruir, ninguna violencia, ninguna restitución, nada que reprochar, es el juego del arte, el arte como proceso artístico, como experiencia estética, la obra como consecuencia de ello. Para ello era necesario la destrucción del objeto, y a pesar de quedar hecho añicos, un acto de carácter simbólico, ante todo un acto declarativo.

 

En todo caso, es difícil situar la línea tan fina, tan sutil –al menos  en nuestros días- que marca los límites de la intención de ese gesto artístico, de esa mirada que define la obra, la que propone  su significado, la que nos viene a decir lo que es y lo que no es. Porque, de hecho, hay artistas enfurecidos, incluso los que muestran su rabia en una de sus performances. ¿Quién nos iba a decir que el urinario de Marcel Duchamp, responsable de tantas nuevas palabras para viejos objetos , iba a ser dañado como la Venus del Espejo de Velázquez, La Gioconda, Picasso, y un largo etcétera, con un martillo como el que Man Ray hubiese utilizado en su conferencia, también performance, si otros no lo hubiesen hecho por él? Es necesario recordar que Duchamp había puesto bigote y perilla a la Gioconda, con resultados plásticos no muy lejanos a los que obtuvo Bean con la madre de James Whistler. Pero al fin a y al cabo, el gesto de Duchamp es, de nuevo, un asunto de Photoshop. Es más grave, más complejo, sin embargo, el hecho de que también le otorgase un título a su obra, L.H.O.O.Q., lo cual no es fácil de solucionar con un ordenador.

 

A partir de un momento dado, la pregunta es ya siempre la misma, la cuestión es si la mirada de Duchamp fue responsable de la de su agresor, de si en realidad el agresor amaba el urinario como Mark David Chapman a John Lennon, o si realmente se trataba de un heredero comprometido que entendía que el nuevo arte, una vez más, no era un asunto de objetos, sino de gritos, como los de Antonin Artaud: una lícita violencia estética, no tan explícita como la violencia no estética de Benetton, digamos para entendernos, siempre hablamos de performances, incluso de happenings, incluso de installation art en museos de arte contemporáneo.

 

No es algo privativo de la pintura, de la escultura, de lo visible y tocable, también la música, una herramienta más. Es la obra de John Cage, el concierto del pianista David Tudor, reputado intérprete de Schoenberg, en la sala de conciertos, sentado ante un Steinway de cola, para interpretar una música que nunca iba a sonar, que duraría más de cuatro minutos y medio de silencio, tal como se leería en la partitura de Cage. No es éste, en todo caso, el hecho que más nos ocuparía ahora, sino la fantasía cagiana de arrojar dicho piano desde un cuarto piso y escuchar el extraordinario sonido que produce al destruirse un Steinway, no tan caro como el tiburón de los doce millones de dólares, pero si lo suficiente como para pensarse dos veces el concierto-happening. Por supuesto, varias cámaras de vídeo desde distintos ángulos –así se filman las demoliciones controladas-, que registrasen el evento. Aún no había llegado el poder de la televisión para publicitar, para informar de estos acontecimientos minoritarios. Habría que esperar para que llegasen a un más amplio público. Y sin duda un excelente audio, lo primordial, un audio que sería transformado de nuevo por la música concreta del momento, pudieran ser Pierre Schaeffer o Pierre Henry, ya que alguien diría que el sonido no es suficiente, que habría que hacer algo con él, ampliar su significación. La pregunta es si la cinta de vídeo sería destruida, el audio, porque la destrucción en esto del arte es continuo. Imaginaríamos a Christo Javacheff destruyendo los bocetos una vez que el edificio del Reichstag hubiese sido envuelto, y una vez desenvuelto. Nos habría quedado para la galería, enmarcada, la excelente fotografía de Wolgang Volz con copyright de Christo. O bien, a Hamish Fulton expresando que en realidad la obra fotográfica, enunciada con excelente tipografía, enmarcada, explicada, significada, no hubiera sido necesaria, su realización, su exhibición, porque la obra artística es la experiencia artística del caminar, es tan solo el hecho de caminar lo que define el hecho artístico. Obras enmarcadas a destruir, quizás. W. G. Sebald podría escribir, dejar testimonio de su viaje por el este de Inglaterra, hacer literatura con el recuerdo, porque su recuerdo no es artístico. A un recuerdo no artístico se lo puede llevar el viento, podemos hacer con él lo que queramos, es tan solo materia prima, informe, pero ¿qué hacer con un recuerdo artístico, tan textual como un  Hamlet que apuesta por la eternidad del texto, de las ideas, de los actos-ideas, de los actos-texto?

 

Man Ray atribuye la destrucción de su obra a unos estudiante que estaban en contra del dadaísmo y del surrealismo, pero no especifica en qué sentido actuaba esa animadversión, cuál era la razón. Quizás no les gustaba el objeto, les parecía feo, el ojo les miraba mal, el sonido del metrónomo les molestaba, o simplemente no aceptaban la idea que lo sustentaba. Tampoco indica la época y el lugar en la que el acto fue llevado a cabo, y sin embargo en estos asuntos incluso una cuestión de días es de vital importancia para captar la mirada que lo hizo posible. Quizás jóvenes airados, incluso coléricos, llenos de resentimiento, o tan solo de rabia, puede ser, pero también pudiera ser que artistas comprometidos, podría tratarse de artistas que utilizaban la misma medicina, como el urinario de Duchamp, como el martillo de Man Ray… Para crecer era necesario matar al padre, por muy rebelde que fuera. Así avanza el arte, se puede decir.

 

Supongamos que tan solo se trató de que alguien tropezó y el objeto se rompió al caer de la peana, algo parecido a lo que le ocurrió a la señora de la limpieza del museo Ostwald de Dortmund. Transcribo lo leído en algún lugar de la prensa: La mujer creyó ver una mancha  bajo la obra allí expuesta del artista alemán Martin Kippenberg (1953-1997) de título Wenn es anfängt durch die Decke zu tropfen (Cuando empieza a gotear el techo). Se trataba, sin embargo, de parte de la obra, de restos de cal sobre un recipiente de caucho. Es una obra realizada en 1987 por el artista alemán y que se exponía desde hacía unos meses en el museo. Sobre el recipiente se alza –o alzaba- una construcción de dos metros y medio de altura a base de tablas de madera a medio pintar. “Limpió en profundidad todos los bordes del recipiente, es terrible”, comentaba consternado el director del museo, K. W. No comprende cómo pudo ocurrir el incidente. “El personal de limpieza no puede tocar las obras de arte, y mucho menos limpiarlas”. Los expertos ven muy difícil que la obra pueda ser restaurada, pero en todo caso la última palabra la tiene el propietario de la obra, un coleccionista privado que desea ocultar su identidad. Lo cierto es –ahora las palabras son mías- que no debe ser fácil para una persona que no ha profundizado en una disciplina tan compleja como es el arte contemporáneo, radicalmente conceptual –un lenguaje a ser seriamente estudiado para ser comprendido-, diferenciar entre un objeto sucio y un objeto de 800.000 euros, tal como ha sido el caso. Probablemente tampoco leyó el título, porque ello le hubiese alertado en cierto modo, un título que prometía arte. El director, K. W., también tendría que dar gracias a la providencia porque en aquel momento no estuviese allí presente algún pintor al que se le hubiese encargado pintar alguna puerta o ventana del museo, ya que en un acto de profesionalidad y de buena disposición quizás hubiese decidido optar por completar, por terminar el trabajo, con una pequeña mano de pintura a las tablas de madera a medio pintar. También es necesario avisar de antemano siempre que se expongan instalaciones que pudiesen incluir ventanas o puertas pertenecientes al lenguaje. Ninguna señora de la limpieza digna de llamarse “profesional” dejaría de recogería todos los papeles tirados en el suelo de una galería. Nadie  la convencería de que no los tocase. Sí parece una negligencia del director, la deformación profesional existe, de la misma manera que él, responsable de un museo de arte contemporáneo, probablemente viese una escultura de Duane Hanson cada vez que viese a una señora de la limpieza.

 

Hay, sin embargo una diferencia fundamental entre el gesto de la mujer de la limpieza con el de otras personas que han destrozado obras de arte. En su caso no hubo resentimiento, reivindicación o, digamos, locura, motivaciones de ese tipo, mentes fácilmente influenciables. Recordemos que Marc David Chapman había leído El guardian entre  el centeno, o que Charles Manson había escuchado Helter Skelter. Posibles causas, se decía. Si atendemos a la Venus del Espejo de Velázquez, se trató de Mary Richardson. La fundadora de la Unión Femenina Social y Política, Emmeline Pankhurst, fue detenida por alborotos y atentados, entre ellos la bomba plantada en el domicilio de Lloyd George. Al día siguiente de la detención, el 10 de abril de 1914, otra sufragista, Mary Richardson, acuchilló varias veces la pintura, y cuando fue detenida justificó el acto como la manera de vengar a Emmeline Pankhurst. El caso de Danae, una de las obras maestras de Rembrandt en el Hermitage, el 15 de julio de 1985, tuvo consecuencias aún más dramáticas, ya que un lituano de 48 años, Bronius Maiguis, lanzó ácido sulfúrico al cuadro y lo destruyó en una gran parte de la superficie, con el triste añadido de que en aquel momento una joven visitante estaba en la sala y le salpicó el ácido en parte de la cara. Maigius fue declarado enfermo mental, al igual que el australiano de origen húngaro Laszlo Toth, quien dio quince martillazos a la Pietá al tiempo que gritaba “¡Yo soy Jesucristo, resucitado entre los muertos!”.

 

O bien pudo ocurrir que aquellos jóvenes que destruyeron el Objeto a destruir ciertamente no aprobaban los pensamientos, la visión del hombre y del mundo que hacía posible aquellos objetos –son suposiciones-, y pudieron sentir que quizás aquel metrónomo con un ojo que miraba y no se paraba quieto parecía sospechoso, un autómata, era parte de lo que se llamó en ciertos ambientes arte degenerado. De nuevo la destrucción, un acto simbólico una vez más, como son a veces los actos  reivindicativos, fácilmente pueden portar una semilla destructora, en aquel caso, el 10 de mayo de 1933 en la bella Bebelplatz, de noche, ardiendo como estopa decenas de miles de libros, pero no de pensamientos, difícilmente destructibles. Es el privilegio de Gutemberg, el de los documentos fotográficos, el del cine, el de los mp3 de Dylan, de Mahler, también de Dylan Thomas en la BBC. Por fortuna no es tan fácil destruir todas las partituras de Mahler.

 

La obra Wenn es anfängt durch die Decke zu tropfen (Cuando empieza a gotear el techo), de Martin Kippenberg, me ha llevado directamente a la obra Ecce Homo, obra de Elías García Martínez, y cuya existencia también está en entredicho. En ambos casos han sido las buenas intenciones las causantes de la transformación sufrida por estos objetos. Este dato aleja radicalmente estas actuaciones de las llevadas a cabo por otras actitudes, responsables de la pérdida de millones de obras, de los extraordinarios recintos que las albergaron, de las vidas de quienes las protegieron. En definitiva, es el intento de la destrucción del pensamiento, del conocimiento… quien sea lector de Ernst Gombrich, de Kenneth Clark, de Erwin Panofsky, y de muchos otros, comprende fácilmente que no existiría nuestra civilización sin imágenes.

 

Fue el comentario de una mujer joven la que en definitiva podría complicar las cosas a la hora de tomar una decisión acerca de un segunda restauración –la de la nueva obra en la original- ya que al ser preguntada por una televisión dijo que ambas obras le gustaban, cada una en su estilo, la anterior más clásica, y la nueva, más moderna. Se trataría en potencia tanto de una cliente de antigüedades como de arte moderno. Desde ciertos puntos de vista la restauración sería un error, ya que nos privaría de la nueva obra, supondría la destrucción de la nueva obra, y en principio más interesante a estudiar que la primitiva, en cierto modo un Ecce Homo, digamos falso, fuera de su época, en el sentido de haber sido realizado en un tiempo en el que ya no hacían ecce homos, al menos con la sensación de los realizados por Tiziano, por Alonso Cano, por Caravaggio, por Rubens, y por tantos otros grandes. Es por ello que una buena reproducción fotográfica que exista del anterior Ecce Homo vendría a dejar constancia de ella y por medio de carteles, camisetas, y otros productos de merchandising podría ser una buena opción de ingresos para la parroquia.  

 

El nuevo Ecce Homo parecería más auténtico, más en su tiempo –es interesante escribir la palabra Ecce Homo en Google imágenes y comprobar los resultados-, pudiera ser legible como una apropiación por parte de arte contemporáneo de lo que podría ser el arte clásico, un lectura, una revisión. En ese sentido sí habría un punto de contacto con Bean, con Duchamp, quizás. El lugar para la nueva obra ya no sería la parroquia, quedaría extrañada en un lugar extraño, tal como se siente el estudio del retrato de Inocencio X de Velázquez de Francis Bacon en el museo del Vaticano. Sería necesaria una ubicación apropiada, un contexto contemporáneo, con un vidrio antibalas, anti ácido, como La Pietá, como La Gioconda… Quizás algún loco también querría obtener notoriedad sabiendo que es la obra que atraería a miles de visitantes, nuevos espectadores que nunca habrían accedido al arte, personas que no reaccionan ante el nuevo arte, ante la nueva fotografía artística, ante las nuevas propuestas provocadoras por muy agresivas e incluso graciosas que puedan ser, ni el nuevo tiburón que sustituye al anterior –se fue pudriendo- de Damien Hirst, podrían competir con el nuevo Ecce Homo en cuanto a aceptación, a interés, en cuanto al papel regenerador de la obra artística, por supuesto en cuanto a repercusión mediática. Obras como Damien Hirst y Jeff Koons repartiéndose el mercado del arte, pintada por Jed Martin, parecerían quedar ya en el mercado del pasado, aquel en el que la obras se limitaban a ser expuestas en una galería tras una agradable vernisagge, y condenadas a ser vendidas por precios astronómicos, sin más. De hecho su autor ya sentía el cansancio, ya no sentía la obra, estaba estancado. (El mapa y el territorio, de Michel Houellebecq).

 

La restauración de obras de arte es compleja. Es necesario mucho estudio. Hay que tener mucho cuidado con ello, una gran responsabilidad. Puede haber daños irreparables. No es fácil olvidar la escena en la que el extra de nombre Hrundi V. Bakshi hace saltar por los aires el fuerte enemigo antes de que el director de la película dijese ¡cámara, acción! Hubo paisajistas que con frecuencia dejaban las figuras por insertar en manos de otro pintor. Ese fue el caso del tándem extraordinario formado por Joachim Patinir y Quentin de Messys: el primero realizaba el paisaje y el segundo las figuras. Las tentaciones de San Antonio sería un buen ejemplo de ello. Tremenda responsabilidad la de Quentin de Messys. Su impresionante Ecce Homo  continua en un buenísimo estado a día de hoy en el Palacio Ducal de Venecia.

 

A modo de anécdota, me ha llamado la atención que el nuevo Ecce Homo no tenga boca, un rostro sin boca es algo muy especial; lo mismo le ocurría a uno de los personajes de El perro andaluz, de Luis Buñuel. Perdía su boca. Todo encaja.

 

 

 

Eduardo Momeñe es fotógrafo. En FronteraD ha publicado, entre otros: Brian Griffin y ‘The Black Country’, Dos cartas de Sergio Larrain, Incidente en ARCO, La dama de Corinto y Acerca de Maryon Park.

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