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Eclipses


 

Vi una vez un eclipse de luna. Fue un Miércoles Santo, en Sevilla, cerca del Puente de los Bomberos, cuando pasaba el Cristo de San Bernardo. No me gusta la Semana Santa, pero habíamos ido a ver la procesión con unos amigos serbios que por entonces vivían en Sevilla. Eran los tiempos de la guerra en Yugoslavia (ya convertida en ex-Yugoslavia en todas las crónicas periodísticas). A nuestro amigo, Alexandr, le habían requisado un apartamento que tenía cerca de Belgrado para entregárselo al ejército. También habían amenazado con reclutarlo, porque su situación oficial era la de reservista y en cualquier momento podían llamarlo a filas. Alexandr había tenido que ir varias veces a Belgrado a arreglar sus papeles militares y a intentar que le devolvieran el apartamento. En uno de aquellos viajes se había encontrado con un amigo suyo que había luchado con las tropas serbias en Bosnia. Ese amigo servía en una unidad que un día capturó a unos turistas occidentales que se dedicaban a organizar cacerías humanas en tierra de nadie. Los cazadores se apostaban en la cresta de una colina, en una zona segura, y disparaban contra todo lo que se movía. Unos paramilitares se ocupaban de organizar el tinglado. Organizaban los viajes desde Italia y luego escoltaban a los cazadores hasta el frente. Le pregunté a Alexandr a qué bando pertenecían los paramilitares. Alex se encogió de hombros, casi molesto por lo absurdo de la pregunta. Estaba claro que yo no había vivido una guerra civil y por eso todavía hacía preguntas idiotas. Alex movió la cabeza muy despacio. Quería hacerme ver que no tenía ningún sentido que aquellos tipos pertenecieran a uno o a otro bando. ¿Había alguna diferencia?

 

Incómodo por mi torpeza, quise cambiar de tema.

 

-¿Y qué hizo tu amigo con los «cazadores» capturados? –le pregunté.

 

-Imagínatelo –contestó.

 

Y entonces fue él quien cambió de tema.

 

Todo eso ocurrió varios meses antes de la noche del eclipse. Aquel día, el Miércoles Santo, no hablamos de la guerra. Intentábamos abrirnos paso entre el gentío que rodeaba el Puente de los Bomberos cuando notamos un extraño silencio que se extendía sobre todos nosotros.

 

-Mirad, ya ha empezado –dijo la novia de Alex.

 

Poco a poco todo se fue oscureciendo. Nadie hablaba. Hubo un momento en que sólo se oía el resoplido de los costaleros y los pasos rítmicos de las alpargatas. No sé cómo, noté el leve temblor del racimo de globos que un vendedor sostenía muy cerca de nosotros. Detrás de mí, una madre que tenía un bebé lloroso en brazos le siseaba unas palabras al oído. Eso fue todo. Durante diez minutos vimos una noche dentro de otra noche. La majestuosa luna llena se ocultó y luego volvió a salir, como si estuviera jugando al escondite con un poeta chino asomado a un lago, tal vez el mismo Li Po. No he vuelto a ver nada igual.

 

Durante aquellos diez minutos pensé en los hombres que viajaban a Bosnia para cazar a otros hombres disparando al azar desde una colina. Y en la pareja que formaban Alex y su novia, que también se estaba eclipsando porque vivía una relación muy tensa que todos sabíamos que tenía los días contados. Y también pensé en los discos de Syd Barrett, que compré en Inglaterra y que escuchaba sin parar porque contenían una noche dentro de otra noche, hasta que Syd Barrett se eclipsó por completo y se fue a vivir con sus padres a Cambridge y se dedicó a cultivar el jardín y a responder a todos los que se acercaban a su casa que él no era Syd Barrett. Y pensé en el amigo con el que escuchaba los discos de Syd Barrett en Palma, que también se eclipsó y un día apareció en mi casa con una tarta de chocolate que había hecho –según decía él- siguiendo una receta que había encontrado en una novela de Dickens. Sólo que le pregunté qué novela era aquella, y él me contestó que ya no se acordaba, y que además daba igual, porque al fin y al cabo todos los novelistas mentían. ¿No había escrito yo una novela en la que decía que la capital de Tailandia era Bangkok, cuando todo el mundo sabía que era Rangún? ¿Eh, no había escrito yo aquello? Y entonces cogió la tarta y la zarandeó y empezó a acuchillarla y luego metió el dedo y la probó y dijo que estaba muy buena porque la había hecho según una receta de una novela de Dickens, David Copperfield, ahora por fin se acordaba, la receta estaba en la página 362 de David Copperfield, y entonces se puso a reír como se reía Syd Barrett en algunas de las canciones más sombrías de The Madcap Laughs, el disco que él y yo escuchábamos en una buhardilla a la que habíamos bautizado Chappaqua para engañarnos creyendo que no vivíamos en Mallorca, sino en otro sitio que estuviera muy lejos, en América, o más lejos aún, en la Tierra de la Reina Maud, que no sabíamos dónde estaba. Y aquel amigo se fue un día a buscar aquel lugar que nosotros llamábamos Chappaqua y que quizá era la Tierra de la Reina Maud, y se recorrió Irlanda, y volvió, y cuando nos lo encontrábamos por la calle nos esquivaba porque ahora tenía una misión secreta que cumplir, ya que pertenecía al IRA y estaba en misión especial y no podían verlo hablar con nadie y estaba seguro de que le estaban siguiendo. Y un día lo bajaron en coma de un avión, pero se recuperó de algún modo, y volvió a viajar hasta Irlanda, y allí le pegaron una paliza, y se perdió, y empezó a vagar por los campos, y la policía tuvo que devolverlo a Mallorca, hasta que otro día, no mucho después, lo encontraron tendido en un callejón, cerca de las Atarazanas, con un centenar de pastillas en el interior de su cuerpo. Y la noche dentro de otra noche.

 

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