Quizás no haya mayor satisfacción literaria para un periodista narrativo que reconstruir con sentido toda una historia hecha pedazos. Y se convierte en todo un desafío cuando el puzzle cuenta con piezas un tanto complicadas, confusas, que no encajan a simple vista.
Así le ocurre a Leila Guerriero con La dificultad del fantasma. Truman Capote en la Costa Brava (Anagrama, 2024). En esta crónica, la periodista argentina persigue el rastro del escritor americano en la provincia de Girona, adonde se retiró en los años sesenta para escribir gran parte de A sangre fría, su obra más célebre. Pero muchos de los recuerdos que se conservan allí sobre el paso del novelista y con los que se va topando la reportera están basados en leyendas. Sombras de pedazos o pedazos en sombra. Hechos deshilachados por la imaginación. «Ecos de un tiempo fósil sin una autopsia posible», escribe Guerriero.
La autora de La Llamada -flamante Premio Zenda de Narrativa– emprende en La dificultad del fantasma una labor arqueológica en busca de la verdad en medio de toda esa maraña de ficciones y realidades. Cartas, periódicos locales, libros y novelas, entrevistas a profesores, escritores, vecinos que se acordaban de Capote e incluso quienes presuntamente lo conocieron bien. Todo para escrutar el estado de conservación de la memoria. Habla también con los antiguos propietarios del hotel Trias en el que se alojó Capote nada más llegar a Palamós.
Tenía 36 años cuando llegó. Quería alejarse de la distracción noctívaga de Nueva York. Cuando se instala en Palamós no anhela tanto enraizarse a un lugar sino escribir en un estado de sosiego. Encontrar sus huellas resulta una tarea aún más ardua cuando el propio protagonista apenas hace alusiones a su lugar de retiro. Y es que parece ser que la relación con el pueblo fue mínima y el pueblo tuvo que erigir entonces su propia memoria de Capote. Y «la memoria no es un notario, es un novelista», escribió Pedro Vallín.
En este sentido, Leila Guerriero exclama hacia la mitad de su crónica: «A lo mejor me empeño en seguir pistas de una estupidez escalofriante por una deformación profesional: la necesidad de enmendar alguna cosa. O por comprobar hasta dónde ha llegado el daño. Los periodistas vivimos de la memoria ajena. Nos alimentamos de eso como criaturas de la noche. Es nuestro tesoro».
En este cambalache se hace oportuna y literariamente necesaria la presencia de la primera y perpleja persona del singular de la periodista frente al caos que supone plantearse qué hay de cierto en todas esas pequeñas mentiras cotidianas o frivolidades que se han creado en torno al fantasma llamado Capote que vagaba o que sigue vagando por aquel pueblito marinero de Palamós, y que no sirven de mucho para escarbar en la verdad profunda del personaje: el aislamiento, la soledad, el dolor del parto de un libro, el vértigo de la ambición. Y así, a Leila Guerriero ya no le sorprende cuando un paisano le dice que tiene que contarle muchas cosas sobre el «amigo» Truman. «No me hago ilusiones», escribe. «Imagino dos o tres frases acerca de lo que comía, esa superficialidad que no sirve de mucho (pero que empieza a servir, puesto que es lo único que hay)».
Y acaso lo único que hay es que Capote pudo pasar sin pena ni gloria por aquella España tímida en la apertura que no sabía ni quién era Truman Capote. Tal y como apunta Manuel Hidalgo en El Español, es posible que por aquella época ni siquiera se hubiese publicado aún ninguno de sus libros. Era ya uno de los escritores más famosos de su tiempo. Y quizás la falta de información se deba principalmente a eso: que se trataba de un escritor. Un escritor del que todos sabían y siguen sabiendo hoy su orientación sexual, pero no las novelas que había escrito, como Desayuno en Tiffany’s, o la novela que estaba escribiendo ahí en su pueblo y que inauguraría el género de la no ficción, que aunque Capote era crítico con esa catalogación es indiscutible su cariz de clásico que entroniza una nueva forma de hacer periodismo y literatura. «Si Capote hubiera sido futbolista, tendríamos hasta los botines», le dice a Leila un amigo.
Pero Capote era escritor y quiso ser invisible en la Costa Brava para sumergirse en la escritura total. «Pienso que, en el fondo, escribir se trata de desaparecer completamente para aparecer completamente en el otro», dice Leila. Y de eso bien sabe ella, pues a lo largo de la crónica intercala los recuerdos de sus propios inicios como autora en el género de la no ficción, cuando tenía que hacerse invisible para iluminar a otros en Los suicidas del fin el mundo o en su célebre Una historia sencilla. «Por ahora, mientras más busco a Capote, más me pierdo a mí misma. Es lo de siempre: lograr el olvido de sí para encontrar algo del otro. Cada día que pasa dejo de existir un poco más».
Perderse, olvidarse, hacerse invisible. Como fantasmas aguerridos en la noche de la literatura.