En la noche del 16 de abril, tras el terremoto que devastó la costa ecuatoriana, Carlos Medina huyó de Pedernales junto a su esposa y sus tres hijos por los caminos convertidos en precipicios. Como hipnotizado, atravesó la ciudad sin detenerse ante las casas arruinadas, sin conmoverse ante los alaridos salvajes de los supervivientes, sorteando los escombros y las grietas del suelo. ¿Por qué no enloqueció?
Cuando al día siguiente me llamó Acción contra el Hambre para ir a Ecuador como responsable de prensa de la organización en la emergencia, lo primero que pensé fue en el estado mental de las personas que presenciaron el seísmo. Las imágenes que difundían los medios de comunicación rayaban las visiones terribles de la pesadilla. Ciudades convertidas en un osario removido por el temblor de la tierra.
Días después nos acercamos en un todoterreno al cantón de Pedernales, sembrado antes de ciudades, pueblos y aldeas. Ahora ha quedado uniforme, monstruoso, como si todo el territorio hubiera sido bombardeado. Los edificios son montones fragmentarios de piedra, tejas pulverizadas y maderas reducidas a astillas. Algún arco resquebrajado se levanta todavía como un gigante solitario. En los esqueletos de los inmuebles que aún se mantienen en pie hubo salones, mesas, sillas, libros y cuadernos escolares. También palpitan entre los cascotes fotografías de los álbumes familiares, instantáneas de las bodas, de las celebraciones, de los rostros de los recién nacidos.
En medio de ese cuadro post-pocalíptico, como natural cortejo de un mundo golpeado y herido de muerte, algunos perros enflaquecidos, con el pelo erizado, vagan por las calles en busca del dueño perdido. A pesar de los avances en el desescombro, Pedernales aún huele a carne corrompida, olor de cementerio, de cataclismo. Y, sin embargo, la naturaleza, como burlándose del dolor humano, hace gala de nubes coloreadas, de calma majestuosa y solemne. El mar, frente al malecón, resplandece con el último rayo de sol de la tarde, dominando el inmenso horizonte.
A la memoria de Carlos acuden en confuso tropel detalles vivos y horripilantes. Piernas y brazos ensangrentados asomando entre las ruinas y sirviendo de pasto para miríadas de moscas; algún rostro contraído por la última visión, saliendo entre fragmentos de paredes; alguna cortina de vívidos colores, como adorno de ese campo de destrucción. Su casa quedó ladeada y ahora está a la espera de que las grúas la acaben de deshacer. No ha enloquecido, pero su alma ha sido acuchillada y, según dice, el tiempo ha desaparecido de su conciencia.
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Medina y su familia se han instalado en un albergue improvisado, como otros 29.000 desplazados a causa del seísmo. En el camino que bordea la costa de las provincias de Manabí y Esmeraldas, el colorido de las sábanas, camisetas y colchones de los refugios apostados al filo de la carretera, contrastan con el verdor de la vegetación que rodea el asfalto. El sofocante calor bajo los plásticos, el hacinamiento y los mosquitos hacen insoportable la estadía.
Maximiliano Verdinelli, integrante del equipo de emergencia de Acción Contra el Hambre, me habla sobre la respuesta del Gobierno: “El despliegue que está realizando en los primeros días después del desastre es muy positivo. Ha logrado distribuir agua, comida y artículos básicos a la población afectada de forma rápida y eficaz”. Pero Ecuador ya cargaba con una crisis económica galopante por la caída del petróleo y problemas estructurales, que con el terremoto se han agravado. Explica Verdinelli que “las necesidades de la población van aumentando con el paso de los días y hasta que no comience la recuperación, hay una brecha en miles de hombres y mujeres que se quedaron sin empleo”. Uno de los reflejos de esta situación es el embotellamiento en los comedores de los albergues de todos los que acuden a diario para asegurarse un plato de comida. Se trata de familias que dependían de fuentes de ingresos irregulares asociadas a actividades de cosecha y empaque de camarón, o de mujeres y hombres que se empleaban en hoteles y comercios que ahora están destruidos.
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En el calor lento de las seis de la tarde se fermenta un olor denso y ahumado a basura, orines y descomposición de algún cuerpo aún sepultado bajo las vigas y los escombros de Pedernales. El estruendo de un tractor demoliendo un edificio céntrico se oye desde lejos. Al acercarnos vemos a una muchacha adolescente junto a una mujer que parece su madre con la vista puesta en el inmueble. Cuando la máquina se aleja queda detrás una montaña de cascotes. Les pregunto por el edificio. “Era nuestro”, contesta la más joven sin poder retener las lágrimas que se le derraman por la cara.
Su nombre es Carolina Ortiz. Nos cuenta que en los dos primeros pisos funcionaba el hotel familiar y en el tercero estaba su hogar. El seísmo la pilló fuera, en la vereda, pero su hermano y dos sobrinas no corrieron la misma suerte. Fueron sepultados en el derrumbe. “El terremoto ha acabado con todo mi mundo”, dice mientras camina hacia lo que queda de la casa entre una nube de polvo.
Me llama la atención un libro granate abierto en lo alto de un montón de escombros. El viento mece ligeramente sus páginas. Lo cojo, le quito el polvo y leo en la portada: A la Costa, de Luis A. Martínez. Una joya de la literatura ecuatoriana. “Quédatelo”, me pide Carolina, “era el libro favorito de mi hermano y yo no puedo quedármelo”.
Después de merodear un rato y tomar unas cuantas fotos regreso al coche. Mientras espero a uno de mis compañeros, abro el libro y comienzo a leer la historia de Jacinto Ramírez, un hombre atormentado por el recuerdo de una catástrofe espantosa. La noche del 16 de agosto de 1868 un terremoto fortísimo destruyó numerosos pueblos de Imbabura. Salió de Quito la tarde del 17 y llegó a su pueblo, Ibarra, a la mañana siguiente.
“Tras separar una enorme viga apareció el cadáver de su padre con la cabeza partida y horriblemente desfigurada, y con una mano en actitud de separar el pesado madero. Siguió la faena, y a poco fue encontrado el cadáver de su madre, abrazado al de una niña de pocos años”. Y luego, más cadáveres y más horrores; toda la familia, en fin, sorprendida por la muerte en medio del sueño tranquilo y dulce. ¿Enloqueció el doctor Ramírez? No, tan sólo su alma quedó entenebrecida para siempre, al igual que las miles las personas que han sido testigos de la destructiva sacudida en la mitad del mundo este abril.
Lys Arango (Madrid, 1988) es periodista y trabajadora humanitaria. Desde que se licenció en Relaciones Internacionales recorre las zonas calientes del mundo con una mochila de diez kilos a la espalda y una cámara de fotos. Su pasión: viajar. La flor del baobab es su diario digital. Viajó a Ecuador como responsable de prensa de la ONG Acción contra el Hambre tras el reciente terremoto. En FronteraD ha publicado El dosímetro se recalienta, se atasca la máquina del tiempo. Viaje al corazón de Chernóbi y Viaje a Cuba, una isla inmune al tiempo. Un país a la espera. En Twitter: @Lysarango.