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Voy al Diccionario de Nueva York de Alfonso Armada. Página 270. ‘The New Yorker’:

 

La esencia de Nueva York, una de su mejores cualidades, parece aureolar como un aroma a los más dotados escritores de la revista ‘The New Yorker’ (el neoyorquino), especialmente cuando trasladan (y amplían y transforman) sus larguísimos artículos y reportajes a libros. Como ocurre por ejemplo con ‘About Alice’, de uno de sus grandes staff writers, Calvin Trillin, breve y deslumbrante homenaje a su esposa muerta, que es imposible terminar con los ojos secos. Al leerlo volví a captar un cúmulo de sensaciones difíciles de describir, pero que, tras cerca de un siglo de vida, sus reporteros, editores, comentaristas, ilustradores, viñetistas y fotógrafos han destilado como la quintaesencia de una ciudad que no cabe en un diccionario. No sólo atesora ‘The New Yorker’ probablemente el mejor periodismo que hoy se hace en el mundo, sino que contiene una serie de rasgos que el homenaje de Trillin a Alice conjuga de manera espléndida y que forma parte de la ética de la verdad. Son piezas construidas con una prosa aquilatada, quintaesencia, pero al mismo tiempo humilde (aunque jamás empleen esa palabra), nada pretenciosa, elocuente, pegada a la tierra, ceñida a nuestro mundo, amigable (pero nunca demasiado), ligera a veces (pero no superficial), sofisticada (no estúpida), pensada para el placer de la inteligencia, y por supuesto vertida en un inglés intachable, nada retórico, mucho menos pomposo, sin paciencia para las metáforas, directo, medido como un poema en prosa que odiaría que alguien se refiriera a él como poético, documentado, corregido y verificado hasta la saciedad (sin que se note lo más mínimo: casi sin paréntesis, y por supuesto sin notas a pie de página), capaz de combinar el cóctel y la conversación más mundana con el genocidio en Ruanda (Philip Gourevitch: ‘Queremos informarle de que mañana seremos asesinados junto con nuestras familias’), el crecimiento de las grandes secuoyas en California con el impacto de la bomba atómica en Hiroshima (John Hersey: ‘Hiroshima’), de qué tratan en realidad las historias de Babar con el proceso de Eichmann (Hannah Arendt: ‘Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal’) o los hallazgos de su más afamado reportero, Seymour Hersh, que descubrió las atrocidades de Abu Ghraib. De los asuntos más graves a los más sofisticados. Todo está ahí. El misterio de nuestro mundo, de nuestro brillo y de nuestra condenación, nuestros grandes logros y nuestros concebibles errores y flaquezas, lo más fastuoso de nuestro mundo desarrollado, sin olvidar la desgracia en medio de su condición privilegiada. Uno quisiera creer que leyendo ‘The New Yorker’ todas las semanas se convertiría en un mejor neoyorquino, es decir, en un auténtico ciudadano del mundo, y que sus gustos literarios y políticos mejorarían. Pese a su millón de ejemplares, es una revista elitista, en la que narradores, poetas, periodistas e ilustradores siguen soñando con publicar. Efímera (se trata de un semanario, no lo olvidemos), su estilo inconfundible (como sus viñetas) le proporciona una aureola de cierto esnobismo que a ellos no parece preocuparles: en cada aniversario vuelven a publicar su primera portada ilustrada (que se convirtió en signo de identidad), obra de Rea Irvin: un dandi con sombrero de copa examinando una mariposa a través de su monóculo. No escriben editoriales. Pero está claro que quieren influir en la lectura del mundo, como liberales ilustrados que durante años han pensado y practicado que la educación, la razón y la excelencia fabrican mejores individuos para la democracia. Fundada en febrero de 1925 por Harold Ross y Jane Grant, empezó como una revista de humor sofisticado, aunque desde muy pronto, como recalca la ‘Encyclopedia of New York City’, depositó el mayor énfasis en su aspecto literario. Desde ilustradores y viñetistas como Peter Arno, Helen Hokinson, Charles Adams o Saul Steinberg, a escritores como Dorothy Parker, James Baldwin, William Shawn (uno de sus más prestigiosos directores, padre del dramaturgo y actor Wallace Shawn), Dwight Macdonald, Janet Flanner, Robert S. Boynton, Janet Malcolm, Roger Angell, E. B. White, Edmund Wilson, Ted Conover, Jon Lee Anderson, Adam Gopnik, John Updike o David Remnick (su actual director), su nómina es una escuela de periodismo. En un apasionado artículo —’Sobre sabios, bobos y malvados’— dedicado al ensayista judío George Steiner, uno de sus más brillantes colaboradores, dice Félix de Azúa que los lectores del ‘New Yorker’ forman un «compacto biotopo de ejecutivos liberales, profesores de mediana edad, acomodadas matronas con ventana a Central Park, judíos cultivados y un manojo de radical chic. Es como escribir para tus hijos. Puedes permitirte burlas sobre los abuelos que nunca incluirías en una conferencia».

 

David Remnick dirige el ‘New Yorker’ desde 1998. Quince años en los que sólo ha escrito un libro. El «sólo» es suyo. Lo dice en una entrevista que publica ‘Jot Down’:

 

En estos 15 años solo he escrito un libro, y lo redacté en un año y tres meses. Fue un proyecto ridículo llamado ‘The Bridge’ [‘El Puente’], en el que básicamente escribía una especie de biografía racial de Barack Obama que termina en el momento en que se convierte en presidente. La redacté en un espacio ridículo de tiempo, teniendo en cuenta que el libro no es especialmente corto.

 

 

Un «proyecto ridículo», dice. Más de setecientas páginas con una documentación y un estilo exquisitos. La «biografía más exhaustiva» de Obama, como escribía en 2010 Marc Bassets, corresponsal de ‘La Vanguardia’ en Washington:

 

‘El puente’ del título es el puente de Selma, la localidad de Alabama donde una manifestación de los derechos civiles en 1965 terminó reprimida por la violencia policial. «Barack Obama es lo que hay al otro lado de este puente en Selma», diría años después John Lewis, entonces líder del movimiento y ahora congresista, a Remnick. El puente es también Obama, un político singular capaz de hablar (y cómo) a los blancos y los negros, de ejercer de traductor entre las distintas Américas.


El argumento de fondo es la raza, «la herida histórica más profunda en la vida americana». «Es la historia más compleja y dolorosa que tenemos. Y que alguien que proviene de esta historia emerja y detente el cargo más alto cambia muchas cosas. No lo cambia todo pero sí muchas cosas. Es un momento revolucionario. Un momento radical en nuestra historia».

 

El despacho de Remnick se encuentra en el piso número 20 del edificio de Condé Nast, en el número 4 de Times Square. Sus paredes están decoradas con portadas del ‘New Yorker’ y fotografías de reporteros históricos. En una pared del lavabo cuelga una fotografía de Mohammed Ali en un combate con Sonny Liston.

 

 

«Escribí un libro sobre Muhammad Ali —le contó Remnick a Bassets—. Muhammad Ali representaba algo más que boxeo. Tenía un sentido político, el sentido de un orgullo afroamericano que se afirma a sí mismo. También es una figura de Chicago. Si eres un afroamericano de una cierta edad, esto tiene una gran resonancia. No hay misterio. No es como si tuvieses a un segunda base de los Chicago Cubs, o al mejor anotador de los Washington Wizards. Estos sólo eran atletas. Ali tenía un sentido».

 

El libro se llama ‘Rey del mundo’. Cuando lo leí quedé atrapado por la figura de Ali. Recuerdo que al terminar de leer la crónica de algunos combates lo primero que hacía era buscarlos en Youtube. Pero la gran obra de Remnick es ‘La tumba de Lenin’, un brillante recorrido a la URSS de los años previos a su caída. Remnick fue corresponsal en Moscú para ‘The Washington Post’, y plasma en el libro premiado con un Pulitzer buena parte de su trabajo como reportero. Debate edita al director del ‘New Yorker’ en español.

 


Foto: storuman (Flickr)

 

Remnick es para quienes nos dedicamos al oficio de la tecla uno de los referentes. ‘Reporting’, que recopila los mejores reportajes y perfiles que ha publicado en el ‘New Yorker’, es otra delicia. Cornerman o Deep in the woods bien merecen la pena. Leo las entrevistas a Remnick con mucho interés, incluso aquellas en las que le preguntan qué consejos daría a un joven periodista. Debe de estar habituado a responder sobre cuestiones relacionadas con el periodismo y su maldita crisis. Busco en Google y dos entrevistas en ‘El País’ van por ahí. Sus ideas tienen mucho interés, porque predica con el ejemplo, pero en la charla que publica ‘Jot Down’ me he fijado en otras reflexiones que quería citar:

 

Una de mis obsesiones en los últimos años (…) es la no-ficción, cómo contar una historia que respete la condición de veracidad y al mismo tiempo se construya como un relato. Es un asunto importante para el periodismo de la actualidad, ¿no crees? Muchas veces me decepciono profundamente cuando veo que algunos autores sacrifican la verdad en favor del relato, como ha hecho en alguna ocasión Ryszard Kapuscinski. Es el ejemplo más conocido. Comprendo sus extenuantes condiciones, está en Polonia, escribe sobre Polonia, y al mismo tiempo está escribiendo sobre Etiopía o el país en el que esté. Sin embargo, considero que inventa muchas cosas, relatos, personajes, escenas. Ya existe una palabra para eso: ficción. Y no es que tenga ningún problema con la ficción. Amo la ficción. Leo ficción. Pero un periodista no es un artista.


¿Cuáles son los elementos, las condiciones imprescindibles para un buen reportaje?


En primer lugar hay que leerlo todo, y dedicarle mucho tiempo. Esencialmente es una cuestión de tiempo. Tiempo. Y quizá, si he leído lo suficiente y he pasado el tiempo necesario en un lugar, comenzaré a saber algo de la situación que quiero comunicar. Después, cuanto más tiempo pase en el lugar, me daré cuenta de que cada vez sé menos. (Se ríe). Y es entonces cuando comienza el proceso de acumulación. Creo que la mayoría de la gente se cansa y para justo antes de este primer paso. Llegan, echan un vistazo, entrevistan a algunas personas, y sienten que lo tienen todo controlado para comenzar a escribir. Y, sea por razones de financiación, o de pereza, el proceso suele terminar en este punto. Es un proceso muy, muy costoso. Subir a los periodistas a un avión, que lleguen a su destino, alquilar el equipo, pasar el tiempo suficiente, volver a casa y pasar varias semanas escribiendo, corregir, editar, editar, editar, ¡editar! Ese es todo el proceso. Y es muy, muy caro.

 

Hubo un tiempo en el que algunos consideraban que lo que hacía ‘The New Yorker’ era soporífero. Mark Weingarten, en ‘La banda que escribía torcido’:

 

«Quizás deberíamos volar por los aires el edificio de ‘The New Yorker'».


Eso dijo Jimmy Breslin. Fue en una reunión de trabajo, en plena tormenta de ideas cuyo fin era generar algunas propuestas provocativas para ‘New York’, el suplemento dominical del ‘New York Herald Tribune’. Clay Felker, su director, había mencionado que la gran revista literaria de su juventud se había tornado aburrida últimamente, sumamente aburrida.


—Mirad… salimos una vez por semana, ¿no? —le dijo Felker a su equipo de trabajo, formado por el reportero Tom Wolfe, el columnista Breslin, el subdirector Walter Stovall y el director de arte Peter Palazzo—, y ‘The New Yorker’ sale una vez por semana. Y ambos empezamos la semana de la misma manera, papel en blanco y tinta a raudales. ¿Existe alguna razón por la que no podamos ser tan buenos como ‘The New Yorker’? O mejores, son soporíferos.


—Bueno, Clay -sugirió Tom Wolfe—, la idea es factible. ¿Qué te parece volar por los aires ‘The New Yorker’ en ‘New York’?

 

P.D. Me comentan que el «proyecto ridículo» puede ser una mala traducción. Que el «ridiculous» original puede traducirse también como «descabellado». Leyendo la respuesta en inglés, quizá tenga más sentido: «I don’t. During the last 15 years I’ve only written one book, and I did it all in one year and maybe three months. I did this ridiculous project, called “The Bridge”. It was an absurd project. I wrote essentially a biography, a kind of racial biography of Obama until he becomes President, and I did it all in an absurdly short period of time, and it’s not a very short book, I think it’s out in Spanish too: El puente? Is it that?»

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