…Una mañana, cincuenta años después de la publicación de la novela La verdad sobre el caso Savolta.
Una mañana, las flores de las mimosas y las flores de las acacias se enterraron juntas en un sepelio compartido. Las calles de Barcelona, sepultadas por el amarillo carnoso y minion.
Esa mañana, ReporteroJesús escuchó, fugaz, conversación ajena: “Lo que me da miedo es enamorarme en Australia”.
Solo hay una persona que pueda extraer de esta frase cogida al vuelo todo su potencial narrativo. Una persona que se aplique al estudio como un monje cisterciense y que se documente en las rarezas y las proporciones de Australia, que moldee personajes austeros y lacónicos nacidos en Brisbane o en Adelaida y que borronee cuartillas con notas sobre los ualabis, los ornitorrincos y, por supuesto, sobre el amor, un pan lleno de besos.
Esa persona responde al nombre de Eduardo Mendoza (Barcelona, 1943), abogado y traductor, uno de los últimos elefantes blancos de la intelectualidad que nos dio la España previa a la globalización.
Durante los últimos cincuenta años, un siglo partido en dos, no ha parado de escribir, utilizando para ello los artilugios diversos que la modernidad y la posmodernidad han inventado para el oficio: de la máquina de escribir a la máquina eléctrica, y de la máquina de escribir eléctrica a la computadora de retina, chip y plata.
Su obra empieza antes de la publicación de La verdad sobre el caso Savolta (1975) y continúa con Tres enigmas para la Organización (2024).
Aún rememora el día en el que entró en la oficina del Banco Zaragozano en la calle de Aragó y le pidió al cajero que vaciara la cuenta. Esperaba cuatro reales de las ganancias que la editorial Seix Barral le había ingresado por las ventas de La verdad… Y le sorprendieron unas regalías de varios miles de pesetas.
Quienes le hayan leído no necesitan meterse en Amazon para rastrear títulos, porque tienen en mente la ristra de entregas, los únicos libros que siguen pasando de mano en mano en estos tiempos de dominio Aifon.
A este reportero la imagen de Eduardo Mendoza le evoca la de un doctor de buen porte, finos modales y voz tronada del Imperio de los Habsburgo, severo, puntual, inflexible, metódico y mecánico. El hombrecillo que no se achica y no cede y rema contracorriente en la novela El miedo, de Gabriel Chevallier, ambientada en la Primera Guerra Mundial: “En la terraza de un café del centro, una orquesta ataca La Marsellesa. Todo el mundo la escucha de pie y se descubre. Salvo un hombrecillo esmirriado, modestamente vestido, de rostro triste bajo su sombrero de paja, que está solo en un rincón”.
Pero nada más lejos de la realidad.
¿Se acuerdan del señor Julián, el quiosquero de Barrio Sésamo, nuestro Sesame Street casolà? El mismo. Con algo más de estatura, eso sí. Bigote recortado de galán de Hollywood –John Payne en Kansas City Confidential–. Ojos de liebre que se amusgan y se aperciben de la incuria. Consunto más que delgado. Un pelo chiflado que se levanta en tolvaneras y que él intenta calmar a ratos. Las arrugas, vetas de madera embreada, que le dibujan un rostro macilento y dulcificado, delimitado por los ribazos de las patillas, dos dedos de patillas. Ojeras lívidas, cuajadas, a juego con su paso cadencioso. Todo en él, pausado, piernicorto, moderato.
Manos por las que no corren las arteriales radiales sino los arpegios de las sonatas que compone para el Grupo Planeta y competencia.
De La ciudad de los prodigios: “Solo los insensatos cortan sus raíces definitivamente”.
En apariencia, y para un chavalín de la generación alfa, se confundirá con el teleñeco Waldorf, las canas y esa freudiana mirada que inventaría. Nada socarrón, sino lo contrario: amabilísimo hasta quinto grado Dan y optimista y esperanzador y vitalista, los amantes de los versos goytisolanos a quienes la noche les es propicia.
Viste Eduardo una camisa de rayas de estructura azul, rayas paralelas, pero que, por el efecto moaré, parece que se espaldonen unas con otras. Cuello italiano, puños simples, botones nevados. Dockers de “ajuste relajado” y del color de los navy blazers, el azul marino dramático que tira al negro de las tormentas. Cinturón tipo Boss, de cuero de vacuno y hebilla plateada pulida. Y una especie de skechers de fibra sintética y puntera redonda.
Eduardo Mendoza reside en el distrito de Sarrià-Sant Gervasi, en una calle en la que los vehículos quedan atrapados en embudos con cada operación salida. Una ratonera móvil con tubos de escape de vidrio. Por allí circulan el V19 (Barcelona-Plaza de Alfonso Comín) y el H4 (Zona Universitària-Bon Pastor) cargados hasta los topes.
Cerca, da sombra el roure martinenc festoneado de encaje.
Una peluquería canina ofrece este servicio insólito hace veinte años: “Dieta barf” (Biologically Appropriate Raw Food).
Eduardo Mendoza ha adquirido una pequeñita oficinita en un inmueble de los setenta, en el paseo de Sant Gervasi, su despachito.
A diez metros del portal, un alma caritativa busca a los lagartos que perdieron su anillito dorado. Anuncio: “Se busca al dueño de anillo de oro. Tiene grabado un nombre y una fecha en su interior”.
Propaganda municipal para que la ciudadanía asista al Consell de Barri, en el centro cívico Vil·la Florida.
La portería del edificio en la que cada mañana entra Mendoza se declara asexuada, ni muy pomposa ni desolada. Pernios de acero de latón. Barandas y pasamanos de madera y tres peldaños de mármol negro efecto fuogo.
Dos globos de luz blanca.
En el cristal de la puerta de la comunidad, el aviso: “Se ruega acompañar la puerta al entrar y salir hasta que quede bien cerrada”.
Placa quitamiedos de amarillo inoxidable: “Zona videovigilada”.
Consultorías, mensajerías y empresas de ámbito internacional.
La portera pregunta. El visitante responde.
En el ascensor caben dos.
ReporteroJesús, solo. Llamada del periodista David Revelles de las 12.36 horas: “Ve subiendo tú, yo estoy aquí atascado, estoy a cien metros del párquing”.
Una planta imprecisa. La tenebrosidad de La isla de los Muertos, de Arnold Böcklin.
Número de puertas par.
El timbre, a la altura de la rodilla.
El estudio de Eduardo Mendoza tiene las dimensiones de una casita del barrio barcelonés de El Polvorí, menos de cuarenta metros cuadrados: despacho, habitación, cocina, lavabo y balcón.
Paredes blanco tiza.
Parqué estilo square basquet, laminado y desgastado.
Sobre el parqué se extiende una alfombra persa, de lana y nudos simétricos.
Sobre la alfombra, una butaca isabela, vintage, con patas fáciles de ensamblar y cojín de asiento. “Es lo único que me traje de casa de mis padres, e hice bien. Me ha seguido toda la vida”, se apoltrona, los ojos pícaros, dos cuentos clásicos.
“Agradables y vetustas butacas”, refrenda la vida burguesa de la Europa del Este el periodista József Debreczeni. En ese sillón Eduardo Mendoza ha leído Los tres mosqueteros.
El despacho, un rectángulo más alto que ancho, más largo que alto. A la derecha, y pasada una puerta, el ambón de madera de nogal usado como pupitre vertical, copia de pupitre escribano alemán. En el sostén, en lugar de libros sacros, uno de esos tochos decorativos que pesa un huevo: El espejo del mundo. La más bella historia del arte jamás contada, de Julian Bell.
Esa tapa dura y cruda podría matar un gato.
Lo está leyendo: “Con habilidad y un profundo conocimiento de la materia, crea un retrato global y relaciona las diferentes culturas a través del tiempo y del espacio. Cientos de obras aparecen comentadas, ilustrando el modo en que el arte refleja el mundo del cual surgieron…”.
En este atril, celebérrimo en el mundo Mendoza, ha escrito las líneas con las que empieza Tres enigmas para la Organización:
Barcelona, primavera del 2022. En la calle de Valencia, a escasos metros del paseo de Gracia, refulgente de hoteles suntuosos y tiendas lujosas de grandes marcas internacionales, casi enfrente del pequeño pero simpático museo de antigüedades egipcias, donde no faltan momias, sarcófagos y tablillas, así como un número indeterminado de figuritas, se levanta un edificio estrecho, de estilo decimonónico, fachada de piedra gris con algunos relieves florales, balcones alargados con barandas de herraje y zaguán oscuro.
Y allí escribe. Porque ya se sabe que Eduardo escribe de pie. Cuando se cansa, se sienta.
De la casa museo del novelista Victor Hugo (Les misérables), en la Place des Vosges, en París: “El pequeño escritorio que mandó alzar para poder escribir de pie –y que estaba antes en su dormitorio– es el símbolo del encumbramiento [del escritor]”. La mesa de trabajo de Victor Hugo, del calado de un sifonier. En la nota pone: “Fragile. Ne pas toucher”.
Descansa Eduardo Mendoza una de las piernas en una especie de pescante. La espalda se resiente.
Un dispensador de cinta adhesiva junto a la fotografía de su hijo Ferran Mendoza Soler, productor de documentales (The visitor), con echarpe estampado y un fedora de paja que no desentona en Nueva York.
Su otro hijo, Alexandre, da clases en la Queen Mary University de Londres.
En la pared de enfrente, un acordeón de libros, de costado a costado.
Siete estantes en los que se ahorquillan pasiones, asesinatos, verdugos, cantamañanas, casamientos, promesas cumplidas y promesas incumplidas, infatuation, el amor ciego de la literatura universal.
En La verdad…, los estantes son llamados con propiedad: plúteos.
Siete.
1
En el estante de abajo, a ras del suelo, los tomos de diseño. Según la clasificación IBIC,
categoría de materias: A. Artes…
(A continuación, listado al tuntún, ediciones en catalán, castellano, inglés, francés y alemán; Eduardo los ha ordenado por el apellido.)
- Nosotros. El mundo hoy, de Eduardo Rubio;
- Las 150 vidas de Horacio Echevarrieta. El empresario bilbaíno que desafió crisis, guerras y pandemias, de María Peraita y Gonzalo Arroita;
- Escultora Margarita Sans-Jordi, de Paloma Soler y Eduardo Mendoza;
- Leopoldo Pomés, del Ajuntament de Barcelona;
- Joan Miró, no llega la vista para ver el autor;
- Arquitectura modernista, no llega la vista para ver el autor;
- Cocos, ídem;
- Ingres, ídem;
- El Bosco, ídem;
- Our Brand…, ídem;
- Piedad Desplà…, ídem;
- Santos Yubero, 1925-1975. Crónica fotográfica de medio siglo de vida española, de Publio López Mondéjar, y
- Balzac-Picasso…, no llega la vista.
Dos cuadros con ilustraciones de naturaleza tapan el resto. Cuadros con la pasiflora de Marta Chirino y con jilgueros siberianos o de por ahí arriba.
2
- Lolita, de Vladimir Nabokov;
- The O’Hara Generation, de John O’Hara;
- Lancelot, de Walker Percy;
- The second coming…, no se ve el autor;
- La noche fenomenal, de Javier Pérez Andújar;
- El año del Búfalo, de Javier Pérez Andújar, y
- La de Bringas, de Benito Pérez Galdós.
3
- Legenos, de Robert Littell;
- White fang, de Jack London;
- Mañana en la batalla piensa en mí, de Javier Marías;
- Corazón tan blanco, de Javier Marías;
- Mientras ellas duermen, de Javier Marías;
- Out of Sight, de Elmore Leonard;
- El viaje del profesor Caritat, de Steven Lukes;
- The Chill, de Ross Macdonald’s, y
- The old religion, de David Mamet.
4
- H. Rider Haggard, en el lomo solo aparece el autor;
- Las aventuras del buen soldado Švejk, de Jaroslav Hašek;
- Vida y destino, de Vasili Grossman;
- After midnight, de Michael Grumley;
- Red Harvest, de Dashiell Hammett;
- Peter Handke, de G. A. Goldschmidt;
- El brazo marchito, de Thomas Hardy;
- The Fith Column, de Ernest Hemingway;
- Boves el Urogallo, de Francisco Herrera Luque;
- En la casa del pez que escupe el agua, de Francisco Herrera Luque;
- The Scarlet Letter, de Nathaniel Hawthorne;
- El Japón fantasmal, de Lafcadio Hearn;
- Ilíada, de Homero, y
- Teatro completo, de Henrik Ibsen.
5
- The History of Tom Jones, a Foundling, de Henry Fielding;
- Absalom, Absalom!, de William Faulkner;
- Light in August, de William Faulkner;
- Epístola moral a Fabio y otros escritos, de Andrés Fernández de Andrada;
- Gingival, de Francisco Ferrer Lerín;
- Níquel, de Francisco Ferrer Lerín;
- Familias como la mía, de Francisco Ferrer Lerín;
- Madame Bovary, de Flaubert;
- Bouvard et Pécuchet, de Flaubert;
- Irrungen, Wirrungen, de Theodor Fontane;
- Your Mirror To My Times, de Ford Madox Ford;
- La Mansión, de E. M. Forster;
- Le comte de Montecristo, de Dumas;
- El engaño del zorzal, de Aquilino Duque Gimeno;
- Cuentos del Lejano Oeste, de Luciano G. Egido;
- The Cocktail Party, de T. S. Eliot;
- Las Bacantes, de Eurípides;
- Requiem for a nun, de William Faulkner, y
- Before the storm, de Fontane.
Un cabezón de arcilla: el cabezón de Mendoza, bigote de tirita y ojos saltones.
Un Shakespeare en miniatura.
6
- Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes;
- Don Quichotte de la Manche, de Miguel de Cervantes;
- The Stories of John Cheever, de John Cheeve
- El novelista perplejo, de Rafael Chirbes;
- La buena letra, de Rafael Chirbes;
- Summertime, de J. M. Coetzee;
- Open city, de Teju Cole;
- Paradiso, de Dante, y
- In Patagonia, de Bruce Chatwin.
Arriba de todo, tocando el techo, los galardones de los premios literarios, entre ellos el Premio José Luis Sampedro del Festival Getafe Negro; el Franz Kafka, que otorga la Sociedad Franz Kafka (“feísimo”), y el Planeta, de Grupo Planeta, que obtuvo en el 2010 con Riña de gatos. Madrid, 1936:
Me doy perfecta cuenta de que la ideología de José Antonio es inconsistente, el partido no tiene programa ni base social, y su famosa elocuencia consiste en hablar con salero sin decir nada concreto.
“Fue Lorenzo Silva el que me dio la idea de poner los premios encima”, dice.
Junto a la biblioteca central, otro mueble de menores dimensiones, en el que se esconden los diccionarios de la lengua castellana y catalana, las gramáticas que urden sus hilos y la esfera normativa del idioma, de los idiomas: el María Moliner; el Diccionari de sinònims i antònims; el Diccionari de l’Institut d’Estudis Catalans, etcétera.
Entre los dos muebles, el grande y el pequeño, una lámpara de pie, de hierro, minimalista.
El escritorio de Eduardo Mendoza tiene forma de ele, orientado al sol, tapizado por las hojas de los plátanos, fornidos, voluminosos, carboneros, porque en el mosaico de las hojas se deposita el petróleo de la contaminación.
Dos mesas acopladas, funcionales, reversibles, con cajoneras. Sobre la mesa, Eduardo despliega los objetos con los que potenciar su escritura, aquello que la equipa y le saca punta: dos pares de gafas fuera de sus sólidos estuches; un loro de estuco pequeñito, el Capitán Flint que se posa en el hombro de John Silver en La isla del tesoro; pinzas para colocar las notas, los folios doblados, los marcapáginas, algo que formaría parte de una escribanía mayor; una caja de pañuelos de papel; una lámpara de sobremesa con base de acero y pantalla cilíndrica y otra lámpara de escritorio estilo retro, de color mora; el ordenador de pantalla plana y, a su izquierda, un atril de lectura plegable y ajustable, de metal; un manojo de estilográficas y tres bolígrafos de tinta líquida Pilot; un pote de clips dorados y colirio lubricante.
Blocs de notas de Cosmocaixa y de la Biblioteca Valenciana, y una carpeta de la editorial Seix Barral, sello en la órbita del Grupo Planeta. Sobre la carpeta, reposa el reloj de pulsera.
Acto I
Abre la puerta en seguida. Su ufana vitalidad desarma al periodista. Recto como un palo, sin arrastrar malos hábitos, vocal del tribunal de los buenos lectores… A menudo se rasca la cabeza, algo recurrente cuando se embarca en la charla: el tiempo y sus devaneos, la política y la extrema derecha, el pistolerismo de la Barcelona de los veinte… Pareciera hecho de aluminio, el mejor conductor de la electricidad y de cualesquiera de los temas de interés que le dan cuerda.
Escena I
Permiso para grabar (“aun así soy partidario de tomar notas”).
Permiso para tutear (“como estés más a gusto”).
Una paloma gris convergente, con el código de barras en las alas, va y viene al balcón.
Eduardo Mendoza. ¿Quién te ha dejado entrar?
ReporteroJesús. Está abierta la puerta del rellano… El compañero está aparcando, que hay un pollo ahí montado…
E. M. Uy, le va a costar muchísimo. Si hubiera sabido que veníais en coche os habría dado una indicación…
RJ. Hay un cuello de botella, pero en breve viene…
E. M. Igual acabamos y todavía está… Os he citado aquí porque se está cómodo.
RJ. Su remanso de paz.
E. M. Bueno, no sé muy bien lo que es. Vengo cada día a hacer ver que trabajo. Siéntate, solo hay tres sillas.
[Parabienes: ReporteroJesús le regala un ejemplar del libro Un país llamado La Marina; la Libreta de Ahorros Barcelona y el Mapa sensorial de Barcelona, que llama poderosamente su atención. Además, dice que tiene pendiente ir a la Casa de la Estilográfica, tienda de la calle de Fontanella, puesto que se le ha acabado la tinta…]
E. M. Yo normalmente estoy aquí haciendo el tonto con el ordenador. Hay que salir de casa cada día. Esto que ves es mi estudio. Váter, cocina mini y dormitorio. Cuando vienen mis hijos –uno vive en Nueva York y el otro en Londres– se meten aquí y están más tranquilos que en casa.
RJ. ¿Tú dónde vives?
E. M. A doscientos metros de aquí. Estamos mi mujer y yo solos. Pero siempre he salido de casa en horario de oficina, porque soy muy desconcentrado, y si estoy en casa, nada. Por eso vengo aquí, para seguir trabajando…
[Divorciado de la madre de sus hijos, la arquitecta Anna Soler. Su pareja sentimental, Rosa Novell, falleció de cáncer en el 2015]
RJ. Convierte su trabajo en su vida.
E. M. Pero hay que hacer un pequeño esfuerzo, cuando termino me voy a casa y ya no abro el ordenador y no tomo notas. Hago lo mismo que aquí, nada. Aquí leo cosas que me interesan para lo que hago.
RJ. Estamos trabajando en un proyecto sobre el pistolerismo. La verdad sobre el caso Savolta es el gran libro de consulta.
E. M. Claro, incluso fue un descubrimiento para mí. Lo que había sido Barcelona…
RJ. ¿En qué anda ahora metido?
E. M. Artículos, cositas, más para mí. Cuando tenga unos cuentos, igual publico. He dado varios cursos en universidades de verano sobre literatura, me gustan porque los que vienen no aprenden nada, pero yo sí porque me obligo a centrarme en lo que pienso de Tolstói, por ejemplo. Esos apuntes que he ido tomando igual los junto, aunque no valen para mucho. Por hacer algo, que si no, no sé qué hacer en todo el día.
RJ. Le pasa como a mí con el periodismo.
E. M. Llega la mañana y me digo: Y ahora ¿qué hago? El crucigrama de La Vanguardia y poco más.
RJ. ¿Lee?
E. M. Es verdad que con la edad la lectura se va perdiendo, bueno, se pierde casi todo. Es una comprobación muy terrible. Se dice: “Cuando sea mayor escucharé música, etcétera”. Pero empiezas un libro y lo dejas…
RJ. Yo le veo la mar de bien.
E. M. Sí, pero los años pesan. Quizá haya una saturación.
RJ. Usted ya tiene un bagaje.
E. M. Me mandan muchos libros, a veces compro las novedades. Está bien, incluso muy bien, pero no me interesa. La novela convencional ya no me interesa. Me interesan las policiacas, a ratos, y cuanto más cutres mejor…
RJ. Sí, ya lo comentó en alguna entrevista.
E. M. En cuanto les ponen series, malo. La primera es muy buena; la segunda, buena, y la tercera ya se creen que son Balzac, y ahí empiezan los problemas y los dramas, tipo Dostoievskis, pero para Dostoievskis me voy al original. Yo voy a los Sherlock Holmes, el asesinato, la biblioteca y la puerta cerrada. No quiero problemas trágicos.
RJ. ¿Lee por placer aquí en el estudio?
E. M. No, en casa. Aquí escribo y leo de pie.
RJ. Cansa, ¿no?
E. M. Pero ayuda a concentrarse. Marsé escribía de pie y Hemingway también.
RJ. Dos referentes.
E. M. Hemingway de pie y en calzoncillos, porque así no podía irse.
RJ. Yo estudiaba de pie caminando por el pasillo, recitaba en voz alta. Parecía un loco…
[Ríe]
RJ. Nunca más retomó esos temas del pistolerismo tras sus primeras novelas. El libro fue un bombazo.
E. M. Sí, por varias razones. Primero porque tuve la suerte de que se publicó cuatro años después de que lo acabara y coincidió en esos años de la Transición, en el 75, incluso había un momento de pistolerismo real: atentados [ETA], secuestros [GAL], matanzas [Atocha]… Eso ayudó al libro. Y luego que fue un descubrimiento para aquella Barcelona penosa de [alcalde José María de] Porcioles. Se había convertido en una Barcelona ñoña, de misa de 12, del tortell y la feria de muestras. Una Barcelona infantilizada. De repente entendí que Barcelona era una ciudad de gánsteres.
RJ. ¿Cómo lo supo?
E. M. No sé cuál fue el primer libro que leí en ese sentido. La memoria me engaña, pero creo que fue la lectura de El laberinto español, de Gerald Brenan, que leí en Londres, adonde fui con una beca. Allí empecé a empaparme de historia de España hecha por los ingleses. En aquel momento solo estaba La guerra civil, de Hugh Thomas, y [Ian] Gibson, y otro, el que vive por aquí…
RJ. Gabriel Jackson.
E. M. ¿Vive?
RJ. Murió.
[Este periodista participó en el homenaje que el Colectivo Juan de Mairena dispensó al hispanista Gabriel Jackson en la biblioteca Teresa Pàmies, en Barcelona, el 29 de febrero del 2020. Jackson falleció en el 2019]
E. M. Vaya, me lo encontraba a veces, muy simpático. Paul Preston es muy amigo mío. Quedábamos mucho en Londres para hablar sobre fútbol. Con Brenan descubrí la narrativa de los anarquistas, y el anarquismo me parecía una alternativa buena… Entonces empecé a seguirles la pista. Tenía un amigo cuyo padre estuvo metido en cosas sindicales y poseía una gran biblioteca de esa época, y ahí leí cosas de primera mano, como folletos y eso… Y a estos personajes, el Barón de Köening, [Francesc] Layret, [Salvador Seguí] El Noi del Sucre… Y bueno, Barcelona era la ciudad sin ley, y nunca tuve claro en qué medida estaban las fuerzas oficiales del orden y las fuerzas paralelas…
RJ. Bueno, se retroalimentaban en un submundo.
E. M. El papel de [gobernador civil de Barcelona Severiano] Martínez Anido y [capitán general de Cataluña Joaquín] Milans del Bosch…
RJ. Ya le digo, confabulaban…
E. M. Nunca he sabido si el que pegaba un tiro al sindicalista era policía o bien de los suyos… Me interesaba en aquel momento la cosa más romántica, los anarquistas como [Buenaventura] Durruti que asaltaban bancos… Una película de pistoleros. Ahora pienso de una manera muy distinta a como pensaba cuando escribí todo eso.
RJ. ¿Cómo pensaba?
E. M. El anarquismo ha tenido una historia oficial favorable. Después de la guerra civil y de la guerra mundial desapareció y ya no era una molestia; el problema era el comunismo. El anarquismo ya no preocupaba, no era enemigo que batir. Fuera de quemar iglesias, se mantuvo una historia viva del anarquismo… Hubo una mirada condescendiente, no se hablaba igual que se hablaba de las checas…
Escena II
Una paloma se estrella contra el cristal del balcón.
Pican a la puerta.
El compañero, el periodista David Revelles.
David Revelles. Señor Mendoza, millones de disculpas. Toda la vida esperando este momento y llego tarde. He tardado más desde la Bonanova hasta aquí que desde el Bruc hasta Bonanova…
E. M. Es que si hubiese sabido que veníais en coche, os habría dicho: “Haced lo que queráis, pero el último tramo venid en metro”…
D. R. Si, además los vehículos que salen por Sant Joan…
E. M. Hay un párquing cerquita, al lado del Caprabo.
RJ. Me estaba explicando cómo llegó a escribir La verdad sobre el caso Savolta. Que al final no era una amenaza…
E. M. El anarquismo desapareció… Fue creíble en Cataluña, pero en Madrid, no.
D. R. Sí, es un fenómeno casi cien por cien catalán.
E. M. En Andalucía y en Aragón también hay muchas zonas. En Huesca se impone como una secta religiosa.
RJ. Ramón J. Sender habla de él en Crónica del alba.
D. R. Aquí es constante. Y la profesionalización de la violencia extrema.
E. M. En Barcelona era el pan de cada día y forma parte de la memoria colectiva, pero se pierde después de la guerra. Y la historia oficial, como decíamos, es benévola. Bueno, unos locos… Yo conozco muchísima gente, muchísima gente a la que mataron a su padre, les mataron en la cuneta de la Rabassada. Y en los pueblos, una cosa tremenda. Hay un silencio absoluto.
RJ. Por eso fue valiente publicar ese libro.
E. M. La gente se callaba. Hay un problema muy serio con la memoria histórica…
D. R. Lo de Palma de Mallorca.
[En Palma de Mallorca, en junio del 2024, la oposición de izquierdas pidió la dimisión del presidente del Parlament, Gabriel Le Senne (Vox), que arrancó una foto de la represaliada Aurora Picornell durante el debate por la derogación de la ley de memoria democrática]
E. M. Sí, son unos animales. Lo que digo es que hay poca memoria histórica de las víctimas inocentes de los anarquistas.
RJ. Son engorrosas.
E. M. Sí, lo que pasaba en los pueblos es muy, muy salvaje.
D. R. El nuestro va a ser un proyecto visual y explicaremos esa microhistoria de la violencia… Por ejemplo, el reparto de armas al Somatén. Me gustó una entrevista que te hicieron y diste una explicación: la ciudad tiende a la violencia, al caos… Barcelona era así.
E. M. Barcelona era tremenda, tremenda. Ahora hay programas como Va passar aquí [Betevé], sobre el pasado… Yo tuve la suerte de que todo esto no se sabía mucho, y claro, entrar en los archivos era como entrar en la cueva de Alí Babá. Por ejemplo, recuerdo que cuando iba al archivo de Casa de l’Ardiaca [Arxiu Històric de la Ciutat de Barcelona] me ponían una estufa de butano en invierno, conocía a todos allí. Me dejaban allí con todos los papeles. No había nadie más. Y luego en la Biblioteca de Nueva York, que tiene las revistas Papitu, L’Esquella de la Torratxa…
[Once años vivió en Nueva York. Amigo del cardiólogo Valentí Fuster y de la familia del poeta Federico García Lorca]
E. M. Si la tienes en papel, la historia se presenta sola. Y luego, yo trabajé en Barcelona Traction [Light and Power Company, posteriormente Fecsa, y luego Endesa] y allí, en los sótanos de plaza de Catalunya, había un archivo lleno de gatos y yo iba sacando la documentación de La Canadiense…
[En Barcelona, en 1919, se produjo la huelga de La Canadiense, que trajo la jornada de ocho horas a España]
RJ. Vaya.
E. M. Yo había leído a [historiador Jaume] Vicens Vives, que cuenta bien la época, pero es muy plano, como [historiador] Pierre Vilar. Y luego los historiadores marxistas, que hablaban de que lo importante era la fluctuación del precio del centeno… Por amor de Dios.
D. R. Nosotros hablamos de amistades y enemistades profundas: [Lluís] Companys, Layret y Salvador Seguí, amigos; Martínez Anido, Milans del Bosch y Miguel Arlegui, amigos y ultraenemigos…
RJ. Y todos compadreaban con todos.
E. M. En Madrid igual, en una tasca te encontrabas a un torero y [republicano Manuel] Azaña. Era terreno para los memorialistas, como [Agustí Calvet] Gaziel, en quien me inspiré más.
D. R. Y Josep María de Sagarra.
E. M. Sí, pero tiene un problema Sagarra: que es un calentorro, y yo quería saber qué ocurría en la calle. La literatura era más bien pobre. Estaba Mercè Rodoreda, influenciada por las escritoras norteamericanas, y se reinventa un poco… Una gran novelista en su mundo.
Escena III
En el 2025, se cumplen 50 años de la publicación de La verdad sobre el caso Savolta.
A pesar de los halagos que me proporcionaba mi carácter novedoso, la ciudad empezó a pesarme. Pensé lo que sería mi vida de permanecer allá mucho tiempo: habría que buscar trabajo, rehacer un círculo de amistades, convivir con mi familia, renunciar a las mujeres, claudicar ante las costumbres locales.
La misma paloma se filtra en el tupido ramaje de plátanos hinchados.
E. M. No escribo para llamar la atención, así que no soy consciente de eso. Además, no descubro nada con La verdad…, que tampoco he vuelto a leer…
RJ. ¿No?
E. M. No, nunca, tanto que ni me acuerdo.
D. R. Dijo una vez lo bueno que es regalar libros porque así tienes que seguir comprándolos…
E. M. Yo no soy un lector mío, no me he leído nunca. Y la cantidad de gente que viene y me dice: “Esto que cuentas yo sé que es por esto otro”, y yo pienso: Si es inventado… Pero sí tenía la preocupación de no alejarme demasiado de la realidad. No hace falta que fuera verdad, pero sí real. En La ciudad de los prodigios, paraba de escribir, cogía el autobús, me iba a la Ciutadella, miraba detalles, volvía a casa y seguía escribiendo…
La idea no es hacer una serie de televisión que pase en el futuro.
RJ. ¿Escribiste aquí esa novela?
E. M. No, yo estaba en casa de mis padres. Con el sueldo de Barcelona Traction ya me pude independizar, un estudio en la calle de Buenos Aires, con muchos restaurantes italianos. Todavía se puede ver ese pisito en una malísima película de Gonzalo Suárez que se rodó allí… Y luego la seguí escribiendo por varios sitios. Cuando acabé La verdad… Es que el mérito más grande de esta novela es que cuando la terminé a mano, la pasé a máquina en una Torpedo, que había que ser un hércules.
RJ. Paco Candel escribía en una Torpedo.
D. R. La Underwood era de la burguesía.
E. M. Y luego tuve una Olivetti, y también tuve una Corona eléctrica. Y luego la IBM, que corregía, y luego ya estos ordenadores. Sobre todo, liberarse del papel carbón. Tres copias, y muy caro. Usabas el típex entonces…
RJ. ¿Qué le habría gustado ser en el fondo?
E. M. Esto.
RJ. Escritor.
E. M. Sí.
RJ. También es muy cinéfilo…
E. M. Sí, toda mi generación vivíamos del cine. Nos aburríamos como perros.
RJ. ¿Cuál es la última película que ha ido a ver al cine?
E. M. Voy al Balmes [Mooby Balmes Multicines Versión Original, en la calle de Balmes, 422], comodísimo, nunca hay nadie, no sé cómo sobrevive. Vamos regularmente, mi mujer y yo, vamos andando un domingo…
RJ. ¿Cómo ve Barcelona?
E. M. Mira, ahora que está de moda quejarse, a mí me parece que está bien. Convertida en una especie de parque temático, sí; el turismo estropea mucho, pero la revolución industrial déjala correr… Los turistas dejan dinero, compran camisetas de Messi [ya Lionel Messi juega en el Inter Miami]… Es verdad que ya no se puede ir a la Boqueria.
RJ. ¿Tienes algún rincón especial?
E. M. No, soy poco barcelonés, siempre he vivido fuera. Para mantener la paz conyugal, mi mujer venía fines de semana a Londres, donde viví mucho tiempo.
RJ. Seguro que hay alguna cafetería o…
E. M. Sí, soy muy aficionado a los cócteles, como buen neoyorquino. El cóctel de las siete. Voy cambiando de sitio. Había ido mucho al Boadas [Tallers, 1], allí quedaba con Manolo Vázquez Montalbán. Y cuando se murió la señora [Maria Dolors], se vino un poco abajo. Ahora lo han cogido otros y está muy bien…
RJ. Al Boadas va Arturo Pérez-Reverte…
D. R. Barcelona es un poco la capital del cóctel.
[Los premios The World’s 50 Best Bars han escogido la coctelería Sips, en la calle de Muntaner, 108, como la mejor del mundo]
E. M. Sí, por ejemplo, el Caribbean Club. Antes se llamaba Martini. Estaba en la ronda de Universitat. Lo cerraron. Y luego se montó en la calle de Sitges [número 5]. Hay muchos sitios… Uno nuevo al que voy está entre Aribau y Còrsega, el Galileo, un sitio estupendo [Aribau, 152]. El cóctel tiene la ventaja de que es poco alcohólico.
D. R. ¿Por qué te gusta tanto?
E. M. Es una ceremonia, un ritual. En Múnich, la cerveza; en Roma, el café; aquí, el cóctel. En Nueva York hay coctelerías al lado de la estación, antes de coger el tren para irse al suburbia. Ahí se toman sus Manhattan…
D. R. La moda de los cócteles llega en ese periodo del pistolerismo. El cabaré Excelsior, ahí empiezan esas combinaciones…
E. M. Y la droga.
D. R. La cocaína.
E. M. Y la morfina.
D. R. Paco Madrid lo cuenta. En las farmacias se vendían como pastillas para la tos. Un apunte: ¿Cuándo tu escribes tu primera novela, La verdad sobre el caso…?
E. M. La verdad sobre el caso Savolta no es la primera novela.
D. R. Sí, bueno, la gran novela.
E. M. Antes escribí otra, pero me la rechazaron. La metí en un cajón y ahí se quedó. Y un día, para evitar la tentación, la quemé.
RJ. ¿Literalmente?
E. M. Sí, literal. En casa. Solo tenía una copia. Claro, nunca pensé que me ganaría la vida escribiendo. Nadie lo hacía, ni [Camilo José] Cela ni [Miguel] Delibes. Todo el mundo trabajaba de otra cosa.
RJ. Delibes en El norte de Castilla. Pero quizá habrías querido ser actor…
E. M. Sí, y director de orquesta. Pero no…
D. R. Vamos a intentar establecer vínculos entre aquel pistolerismo con la situación actual. Por ejemplo, el IVA del aceite ha subido el 67%, el aceite por las nubes como en la revuelta de las mujeres de Amalia Alegre, de 1918… ¿Qué te parece?
E. M. No lo sé, se me escapa un poco. Es verdad que hemos pasado una época de socialdemocracia, una balsa de aceite, y ahora volvemos a las dificultades…
RJ. Sí, porque la extrema derecha tiene fuerza.
E. M. Sí, pero precisamente entre la gente más necesitada. Dicen: “Echaremos a los moros y tal”, pero claro… Ahora yo no sé, la situación es confusa. ¿Existe la posibilidad de una revuelta desde abajo?
RJ. Eso es muy difícil.
E. M. La clase trabajadora prácticamente no existe. Están los chinos. Y los sindicatos no sé qué hacen. ¿Hay realmente aquí gente que pasa hambre real? No lo sé. En los años del pistolerismo, sí. Y es verdad que los jóvenes no pueden encontrar vivienda y trabajo, pero no veo…
D. R. Hace cien años se dispararon los alquileres también… Hay paralelismos.
E. M. Sí, pero tan distintos… Los protagonistas son otros. Las fuerzas del orden ya no fusilan.
D. R. Al patrón le veías… Y ¿ahora?
E. M. Sí, [Jeff] Bezos es un personaje del corazón. Ese es el patrón.
RJ. Al final estamos gobernados por algoritmos.
E. M. Y fondos de inversión. Si hay posibilidad de violencia, la gente se apunta. Cuando el Procés… Esa violencia no era la violencia de las pistolas. Chicos educados, todos habían estudiado. Es la indignación, pero no más…
ACTO II
Todos en pie. La despedida se prolonga. Parece que no tenga prisa, porque no la tiene, el tiempo se puede estirar en función del ingenio, las condiciones y las predisposiciones. Eduardo Mendoza dedica tiempo, lo regala como quien regala una tableta de chocolate Valor.
Escena I
Fuera, la paloma aletea, se mete detrás del aparato de aire acondicionado.
E. M. Entre una novela y otra siempre dejas pasar algún tiempo. Para no tener la tentación de escribir segundas partes. Entonces, hago traducciones. Ahora estoy recopilando charlas que he dado…
D. R. Su biblioteca es preciosa.
E. M. Voy tirando libros.
RJ.—¿Tirando?
E. M. Algunos los llevo a [cadena de libros de segunda mano] Re-Read. Es que no los quiere nadie… Aquí llegan hasta la pe, ordenados alfabéticamente [y algunos sueltos]. [Marcel] Proust es el último. A partir de aquí, los tengo en casa: Tolstói, Shakespeare, Stendhal…
D. R. ¿Los ha leído todos?
E. M. Sí, pero, por ejemplo, la edición de Jane Austen y otra de Henry James las compré en Londres, pero no las he leído, las guardo por cariño. La mitad son libros de amigos, regalados, de Pere Gimferrer, Javier Marías, Juan Marsé…, todos dedicados.
D. R. ¿Qué diría Vázquez Montalbán de la Barcelona actual?
E. M. Él era más romántico, recuerdo que se quejó de que en los Juegos Olímpicos, en el 92, echaran abajo las casitas de la playa… Vamos a ver, si eran pequeñísimas, ni tenían nada…
D. R. ¿Así que hoy le gustaría o sacaría el cuchillo?
E. M. Él era un hombre un tanto disconforme con todo; yo, no. Él tuvo una infancia muy dura; yo, no.
D. R. Casa Leopoldo, donde se reunía, fue un chino durante un tiempo.
E. M. Volví hace poco y está muy bien. Han quitado la decoración de toros de la entrada… Allí teníamos una tertulia de la que quedamos pocos. Formada por Vázquez Montalbán, Marsé, Sagarra, [Lluís] Permanyer, [Jaume] Perich y yo. A veces venían Maruja Torres y Terenci Moix.
RJ. ¿Va viendo a los vivos de vez en cuando?
E. M. De tanto en tanto. Sagarra se ha ido a Alicante, y hace mucho que no coincido con Maruja. [Pausa. Nos acercamos hasta la puerta]. Perdonad, no os he ofrecido nada entre otras razones porque no tengo nada.
D. R. Una oficina de trabajo espartana.
E. M. Sí.
D. R. Y a ti te veo lozano.
E. M. Esto se arregla con el tiempo. A una cierta edad haces planes de semana en semana.
RJ. Eres muy accesible.
E. M. Somos de una generación que no nos tomábamos en serio.
RJ. Vienes de la Feria de Madrid…
E. M.—Allí tienes a grandes estrellas que venden mucho más que yo: Dolores Redondo [Todo esto te daré], María Dueñas [El tiempo entre costuras], Juan Gómez-Jurado [Reina Roja]…
RJ. Tampoco has ido a muchos platós.
E. M. Estoy muy incómodo según como. Además, tengo un problema: como escribo novelas de humor, se creen que soy muy gracioso. Y soy serio y aburrido. Necesito dos días para pensar un chiste, no sé improvisar. Yo no sé hacer reír.
Escena II
Abre la puerta del balcón.
Sorpresa.
E. M. Está haciendo calor. Voy a abrir. Tengo una paloma que está incubando. Pienso que hay que matar a todas las palomas, pero cuando te toca una empollando no tienes valor… [Cuatro huevos detrás de un aparato de aire Fujitsu]. Lleva no sé cuánto tiempo, y lo que me preocupa es que tengo que poner el aire acondicionado y no sé qué voy a hacer.