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Educación cinéfila en Newyópolis

Le debo buena parte de mi educación cinéfila al tiempo libre que alguna vez tuve en las tardes de verano y en los morosos días de invierno en Brooklyn y en el Bronx. ¡Qué poco sabía de cine al llegar a Nueva York! En la Universidad de Lima, recién ingresado al programa de Ciencias de la Comunicación, recuerdo haberme topado por primera vez con esa raza de nerds elitistas de la que está compuesta en una buena cantidad –me imagino– toda facultad de comunicaciones en el mundo: los cinéfilos.

 

La biblioteca de la universidad contenía algunas enciclopedias de cine y alguna tarde sin muchas ocupaciones me dediqué a revisarlas. Al día siguiente, cometí la temeridad de interrumpir a mis interlocutores –cinéfilos todos– para mencionar el nombre de un director y de una película que me había causado curiosidad: Intolerancia (The Fall of Babylon) de D. W. Griffith. Mi tímida intervención impresionó a uno de los compañeros que se tomaba más en serio su pose de cinéfilo y que, hasta entonces, me había mirado desde allá arriba con cierto desprecio (era alto y además de llevar una peluca negra hasta los hombros, usaba unos anteojos de marco negro de espejuelos bastante gruesos). Me sonrió con complicidad y empezó a decirme todo lo que sabía de D. W. Griffith, todo muy positivo. No sería hasta años más tarde, investigando para un ensayo en la biblioteca de Lehman College, que descubriría la perturbadora dosis de racismo en El nacimiento de una nación, filme que proclama la supremacía de la raza aria; rinde tributo al Ku Klux Klan; y es considerado como la obra maestra de Griffith.

 

Otro de aquellos cinéfilos se hizo mi amigo. Su familia estaba llena de artistas e intelectuales y su amor por el cine había sido parte de una cuidada educación desde niño. Había visto todos los clásicos del cine de EE UU y Europa. Tenía sus propias ideas para guiones y todos sus compañeros creíamos que terminaría siendo un importante director de cine. Era un magnífico compañero para ir a las sesiones diarias de la Filmoteca de Lima, que en los años 90 era el único espacio donde uno podía apreciar con regularidad los filmes que no eran considerados comerciales y que jamás encontraban espacio en las salas de cine de la ciudad. En la Filmoteca de Lima vi por primera vez una película de Fellini (La Strada), mi primer filme de Tarantino (Reservoir Dogs) y la primera película de Almodóvar (¿Qué he hecho yo para merecer esto?). Había películas consideradas de culto a las que había que asistir con varias horas de anticipación. Por ejemplo, recuerdo haberme quedado con las ganas de ver 1900 de Bertolucci, porque cuando llegué una hora antes de la película, la fila para entrar a la Filmoteca era ya de varios cientos de personas. De vez en cuando algunas películas de altísima calidad alcanzaban las salas comerciales y podía cometer una extravangacia que jamás se me hubiera ocurrido antes de conocer a los cinéfilos: pagar para ver una película por segunda vez. Por ejemplo: Recuerdo haber visto Howard’s End y haber salido desencantado del cine. Sin embargo, luego de recibir una clase magistral de crítica sobre este filme, mientras caminaba con mi amigo por las calles del barrio de Lince, volví a sentarme unos días después en el mismo cine para ver por segunda vez esta adaptación del director James Ivory de la novela de E. M. Forster, y el filme me pareció una joya. Fue mi primera demostración práctica del importante papel que juega un crítico de cine en el consumo de una película. Un espectador regular no puede ver ciertas cosas que solo son visibles después de haber sido educados en la amplia gama de recursos con las que cuenta el director para manifestar su arte.

 

Pero además de mi experiencia directa con el cine en la Filmoteca y de una que otra sala-arte (El Cinematógrafo de Barranco, donde vi algún filme de Truffaut; una sala en Pueblo Libre donde vi por primera vez La naranja mecánica; y uno que otro buen ciclo de cine en la Universidad de Lima donde vi un aburrido filme de Godard y mi primera película de Eric Rohmer: El signo del León); la mayor parte de mi educación cinematográfica consistía en una serie de nombres de filmes que jamás había visto. Tal vez porque mi educación fue tardía. Cuando acabé la universidad y empecé a trabajar, el tiempo que tenía para organizar mis horas alrededor de la Filmoteca de Lima no era demasiado. Además, esos cinéfilos que deambulaban por los pasillos y la rampa de la universidad, desaparecieron después de la ceremonia de graduación, para perderse en sus oficinas particulares y/o proyectos.

 

Sin embargo, en mi período de adaptación a esta ciudad, tiempo era lo que me sobraba en Nueva York. Sobre todo en invierno, cuando la nieve no tenía ningún reparo en interrumpir los servicios públicos; ni las autoridades en recomendar a los ciudadanos que permanezcan en casa. En una noche vi Goodfellas de Martin Scorsese y las tres películas de El Padrino de Coppola (la mejor es la segunda, reto a quien opine lo contrario), varios bodrios en VHS que una tía me había prestado y una película de la que había oído maravillas pero que jamás había podido ver en la televisión: The Sound of Music con Julie Andrews. Poco después se hizo popular el DVD y obtuve mi primer carnet de la New York Public Library. Casi al mismo tiempo entró a mi vida el amigo de los sobre rojos: Netflix. Allí estaba –gracias a internet y el eficiente servicio postal de los Estados Unidos– la gigantesca biblioteca de directores a los que jamás había podido ver en el cine en Lima y que no encontré en los estantes de la NYPL.

 

Entre los DVD que recuerdo con mayor claridad: Ugetsu de Mizoguchi (una noche de verano con tormenta), Tokyo Story de Yasujiru Ozu; La diligencia de John Ford (un domingo, en cama ajena, comiendo uvas); Los siete samurais, Kagemusha y Derzu Uzala de Akira Kurosawa (observando los copos de nieve caer en Brooklyn); Fanny and Alexander, Wild Strawberries, Through the Glass Darkly y Winter Light de Ingmar Bergman (en una sesión maratónica para ver todo lo que pudiera de ese director cuyo nombre fue mencionado casualmente durante una cena). Hay muchos otros de Orson Welles (The Lady from Shangai), de Luis Buñuel (Tristana), de Miyasaki (Princess Mononoke), de Billy Wilder (The Apartment), de Lars Von Trier (Dogville), casi todos los importantes de Sergio Leone, de Sam Peckinpah (recomendado por un obsesionado erudito y buen amigo que también era amante del Corto Maltés); y muchísimos filmes de Woody Allen, a quien descubrí gracias al amor incondicional que le profesa una buena amiga peruana y algunos de cuyos filmes he tenido la suerte de revisar una y otra vez, incluso en las clases de comunicaciones con mis estudiantes en el Bronx, como Manhattan y Hannah and Her Sisters.

 

Muchas veces, la facilidad de este sistema me ha permitido ver casi de inmediato uno que otro filme mencionado en una conversación interesante o leído en algún artículo. Eso me pasó con Withnail and I (fabulosa comedia británica); y con Fanny y Alexander, que después de disfrutar en la pantalla chiquita de mi laptop pude gozar en pantalla gigante en un ciclo de cine en una sala del Village neoyorquino. También me sucedió con Los niños del paraíso, de Marcel Carné; y con una película que me transportó a otro espacio y otra época, precisamente cuando veía la película en el apartamento de un amigo –el más caótico en el que he puesto pie en esta ciudad– en un edificio infestado de ratas, al lado de cuya puerta principal algunos jóvenes se apostaban para comerciar con drogas: El Gatopardo de Luchino Visconti. Es uno de aquellos filmes que te hacen olvidar que existe el universo a tu alrededor.

 

Nueva York también me ha permitido agradecerle a algunos de estos directores por su obra. En una sala de cine independiente, le pude estrechar la mano a Terry Gilliam, que acababa de presentarnos Toto le Hero del belga Jaco Von Dormael. También recuerdo con qué felicidad y admiración le di la mano a James Ivory, el director de Howard’s End y A Room With a View , en una sala abarrotada de la librería Barnes and Noble, para recordar mis primeros años como cinéfilo principiante y agradecerle en mi inglés quebrado por esa maravillosa experiencia de la que hablan con tanta pasión quienes la han experimentado: la magia del cine.

 

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