Esta mañana me había levantado con ganas de trabajar en mis cosas y tenía sobre la mesa nada menos que la Carta a la posteridad de Petrarca, pero al subir la persiana que tengo delante del escritorio y ver todos los tejados nevados y las ramas de los árboles escarchadas de nieve, me he sentido, no sé por qué, invadido por la indolencia, de manera que en lugar de dedicar mi tiempo a la epístola de Petrarca, he decidido releer indolentemente Juventud y Egolatría de Baroja por ver si, de paso, se me ocurría algo para este blog.
Mi primera ocurrencia, que me ha llegado a las pocas páginas, es que Baroja habría sido un magnífico escritor de blogs; y la segunda, que Petrarca indudablemente también. De hecho, si uno lo piensa un poco, el blog no es otra cosa que una especie de epístola familiar que se escribe con el único objeto de que te lean unos cuantos amigos y, si se tercia, algún que otro contemporáneo despistado.
Claro que Petrarca cuando escribía sus cartas en el latín de Cicerón no pensaba ni en sus amigos ni en los contemporáneos, sino en la posteridad; y lo mismo Baroja, por mucho que se cure en salud diciéndonos, al poco de empezar, que si habla de sí mismo es por ventilar su “vanidad y su egotismo”. La aclaración barojiana, por cierto, es una astuta estrategia retórica que no habría desagradado ni al mismo Petrarca.
Baroja se ganó la vida, más o menos, con los libros que publicaba, pero como todo escritor de raza lo que más quería era que lo leyeran, y luego que hablaran de él, aunque fuera para mal. El escritor, desde siempre, escribe espoleado por la vanidad o, si se quiere un término menos peyorativo, por la fama. No por nada dice el prólogo del Lazarillo que “la honra cría las artes”.
La fama no es sólo el laurel en la cabeza o salir por la televisión y en los periódicos: la fama a la que el escritor aspira es perpetuarse en sus escritos y, a ser posible, que conozcan y reconozcan su persona. De Petrarca en adelante, lo que más importa al escritor es la biografía al frente de su obra. El hombre que hay detrás del nombre.
Pues el autor moderno sólo es verdaderamente moderno cuando escribe de sí mismo, ya sea en sus prólogos (caso de Cervantes), ya sea en la contrafigura de un personaje que apenas oculta la identidad del autor (caso de Proust) o directamente y sin tapujos, como hace Petrarca en su Carta a la posteridad, don Pío en sus Memorias o cualquier funcionario de provincias en un blog dedicado a narrar sus recuerdos de infancia o de juventud.
Claro que el egotismo por sí solo no explica ni mucho menos la explosión de textos en la red. Pensemos, sin más, en Wikipedia. Cientos de miles de personas al mes están dispuestas a emplear su tiempo y su talento en escribir artículos totalmente anónimos, sin recibir nada a cambio, salvo la satisfacción personal de compartir con otros su conocimiento. ¿Por qué ese altruismo? ¿No habíamos quedado en que sólo se escribe por vanidad y por dejar nombre por los siglos de los siglos?
El fenómeno del Internet replantea nociones básicas sobre la conducta humana y, entre ellas, la creencia de que el hombre actúa en casi todos los casos por interés propio. No parece ser así, a tenor de lo que vemos diariamente en la red por parte de quienes de manera anónima cuelgan gratis todo lo que tienen a mano, desde las cartas a su novia a la discografía completa de los Beatles.
Schopenhauer dejó dicho que la voluntad humana estaba sometida a tres fuerzas distintas, igual que lo está la naturaleza. La tendencia más común es el egoísmo, como lo es en los animales el instinto de conservación, pero lo que hace al hombre especie única es, por un lado, el altruismo y, por otro, la crueldad. En la mayoría, estas tres tendencias o fuerzas están conjuntadas en un equilibrio inestable, con el egoísmo como fuerza motriz y las otras a modo de fuerza centrífuga y centrípeta, mucho más raras, aunque determinantes en la conducta.
La extrema crueldad, así como la abnegación y el sacrificio, suelen aflorar en las guerras y en épocas de crisis, pero lo normal en tiempos de paz es que uno mire por sus intereses y sopese de manera más o menos racional las ventajas y desventajas que acarrean sus actos. El capitalismo se fundamenta en esta premisa.
El Internet, sin embargo, nos muestra que el deseo que tienen muchos internautas por hacer el bien por motivos desinteresados es casi tan común como la tendencia que tienen algunos informáticos por programar virus con que devastar miles de ordenadores. Unos y otros actúan en el anonimato. No buscan ni fama ni dinero ni placer. Lo hacen de manera ineluctable, fatalista, como el parpadeo o las sístoles y diástoles del corazón.
Miro una vez más la nieve acumulada en los tejados y pienso en Caín y en Abel, y que siempre habrá dos hermanos por ahí con fines muy distintos: uno, el cainita, que envidia y el otro que está a punto de colgar un poema que ha escrito para que lo lean, y quizá admiren, algunos pocos de los millones y millones de internautas que navegan diariamente por la red.