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Mientras tantoEgosucción para arquitectos

Egosucción para arquitectos


 

Tras casi cuatro años sufriendo una crisis económica ligada a los excesos del sector inmobiliario, muchos estudios de arquitectura españoles se han visto obligados a cerrar o reducir su actividad hasta mínimos que no podríamos ni llamar alimenticios. Pero, a la vez, el desastre ha provocado entre algunos sectores de la profesión un estimulante proceso de autocrítica y reflexión dirigido a reinventar el papel del arquitecto en la sociedad, para, entre otras cosas, acercarle a una ciudadanía que suele desconfiar de él. Este proceso ha traído consigo una demonización sistemática de la llamada arquitectura espectáculo y de los arquitectos estrella. Así, los Gehry, Calatrava, Nouvel, Foster, Koolhaas, Herzog & de Meuron, y compañía han pasado de ser considerados artistas geniales y respetados, a peligrosos embaucadores de políticos y magnates. Los críticos y comisarios más modernos ya les rechazan y declaran sin ambages el fin de su ciclo y la llegada de un nueva, fresca y anti-artística humildad arquitectónica al servicio del ciudadano y su entorno. El caprichoso vientre del arquitecto omnisciente tiene que ser egosuccionado hasta no dejar en él ni un gramo de sí mismo.

 

Sin embargo, la cuestión no es tan simple ni el cambio tan sencillo. Entre otras cosas, porque en la universidad española -salvo contadas excepciones- al futuro arquitecto se le sigue inculcando el estatus de demiurgo, se le sigue convenciendo de que es alguien distinto y privilegiado, un ser culto, preclaro e imprescindible, intelectual y artista a la vez, que siempre tiene razón, una divinidad de cuyo genio depende la forma de habitar de los mortales. Por mucho que ahora las circunstancias obliguen a ser pudorosos al hablar de lujos, vanidades y propuestas excesivas, por mucho que esté de moda criticar a los arquitectos famosos y sus proyectos, por mucho que continuamente se reivindiquen desde los medios estrategias más modestas, no se conseguirá nada si no se modifican los planes de estudio de la carrera y desde el primer año se transmite al estudiante la necesidad de un cambio de paradigma a la hora de ejercer la profesión. La tarea no es fácil porque –hay brillantes excepciones– la mayoría de los profesores de proyectos habitan un yo beatífico e hipertrofiado. Por eso ayudaría mucho –como ya está ocurriendo en algunos centros– atraer a docentes que procedan de otros mundos menos sublimes. En este sentido los mayores esfuerzos –y los mejores resultados– se están consiguiendo dentro de colectivos de estudiantes y ámbitos extra-académicos. Desde estos entornos, y con la ayuda de internet, se están transmitiendo mensajes renovadores que, además de mostrar con claridad para qué puede servir hoy un arquitecto, proporcionan claves y herramientas para la transformación.

 

Aunque algunos grandes medios de comunicación ya se están haciendo eco de estos cambios, no siempre es con la claridad que cabría desear. Con el extemporáneo título de El urbanismo de vanguardia contraataca, el periódico El País publicaba el pasado sábado en su suplemento cultural un artículo equívoco y desazonador en el que, queriendo hablar de esta nueva arquitectura humilde, cotidiana y respetuosa, conseguía lo opuesto, mostrar el lado egocéntrico, caprichoso y totalitario de un arquitecto y un proyecto que se nos ha querido vender como todo lo contrario. El artículo, firmado por David Cohn, está dedicado al edificio del Instituto de Educación Secundaria de Rafal, en Alicante, obra del arquitecto Francisco Leiva y su estudio, el Grupo Aranea. Les he dejado el link para que saquen sus propias conclusiones, pero no me resisto a resumirles la historia. Érase una vez un “duro” pueblo de Alicante donde unos paletos se habían hecho unos chalets enormes, “realizados en los ostentosos estilos típicos de la costa, con ladrillos vidriados, exóticos mármoles, hierros ornamentales y amplias terrazas rematadas con balaustradas palaciegas”. La situación era terrible pero, afortunadamente, la necesidad de hacer un instituto para los hijos de los herejes, permitió que nuestro arquitecto pudiera redimir esta catarsis hortera con un proyecto que es “un manifiesto de lo que se debe y no se debe hacer en el desarrollo territorial». Esta humildad propia de quien declara que “siempre intenta en su trabajo plantear una continuidad con lo existente”, le llevó a “crear un edificio que da la espalda al pueblo”, en el que, “en vez de los ladrillos y baldosas brillantes de sus vecinos, los muros del centro son de un hormigón gris de textura rugosa, donde se ha dejado visible la huella de las tablas de madera de su encofrado”. El arquitecto reconoce haber sido “duro con los padres de los estudiantes, que no están haciéndolo muy bien. Sus casas han quedado cara a cara con un muro de hormigón y no van a entender nada». (Pobres, qué triste es no tener buen gusto). A pesar de no haber “podido cambiar Rafal con este proyecto” –que era su modesta aspiración–, Leiva está convencido de haber dado “un golpe sobre la mesa”. Fin.

 

Desgraciadamente, este no es un caso aislado y bajo la etiqueta de arquitectura humana, cotidiana, pequeña, de pueblo o de barrio, muchísimos arquitectos están repitiendo las mismas actitudes que luego critican –¿será envidia?– en los grandes trabajos de los arquitectos estrella. Edificios como el de Rafal no crean ciudad ni propician diálogo. Además, pretender cambiar la mentalidad de los estudiantes, y castigar a sus padres poniéndoles un muro ciego de hormigón frente a sus casas es una aspiración no sólo ridícula, sino también sectaria, prepotente y fascista. Y si entramos en consideraciones formales, el agresivo muro de hormigón del Instituto y sus gradas de cesped artificial malva son tan -o más- arbitrarias como el ladrillo vidriado, los mármoles exóticos y las balaustradas de los chalets a los que quiere “castigar”. Yo me quedo con los chalets. Son sinceros, desinhibidos, estaban antes y, sobre todo, no han pretendido decirle a nadie lo que está bien o lo que está mal. Faltaría más.

 

 


 

 

 

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