Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
Mientras tantoEin-Hashofet Kibbutz, unas esposas doradas

Ein-Hashofet Kibbutz, unas esposas doradas

La fábrica de historias   el blog de Iara Matiñán Bua

 

Tras mi reflexión sobre el periodismo y sobre el papel de los reporteros free lance era hora de dejar de llorar y volver a ponerse en la acción. Mis lectores que habían ojeado mis últimos textos no paraban de escribirme preguntándome si estaba bien porque me notaban baja de ánimos. Lo cierto es que vivir en Israel no era nada fácil, de alguna manera siempre se percibía la figura militar y la disciplina, disciplina férrea que yo sentía como inflexibilidad.

 

Los argumentos de todos los entrevistados en este blog decían que el Ejército hacía madurar a los jóvenes israelíes. Ben-Gurión, quizás el padre del Estado, afirmaba que era preferible mandar a los adolescente con el comandante que con su madre. Afirmación que desde mi punto de vista de extranjera sobrepasaba toda lógica. ¿Cómo iba a ser mejor sacar a un niño de 18 años del cariño de su madre y ponerlo en brazos de un soldado?

 

Sin embargo, toda la juventud israelí se sentía orgullosa de formar parte del Ejército: “Mis antepasados murieron por mí, ,murieron por conseguir lo que tenemos ahora. Es mi deber mantenerlo”, me decía un soldado de 21 años en el bus en uno de mis viajes de vuelta de Jerusalén. Yo consideraba que su entrenamiento en el “army” no les hacía más duros, sino que simplemente les enseñaba a bloquear sus sentimientos, hecho que desde mi lógica no se asociaba con madurez, ya que quizás la opción fuerte y madura sería el diálogo, enfrentarse a los problemas desde la palabra y el intercambio de opiniones cara a cara, no bloqueándolos cuando en realidad seguían latentes. No obstante ha de quedar reflejado que hablar del Ejército es un tema muy complejo que puede herir la sensibilidad de muchos israelíes, ya que la mayoría de ellos conoce a alguien (hermano, hijo, amigo) que ha muerto en servicio. Como he dicho en otra ocasión, los argumentos no son blancos ni negros, sino grises, y sólo cuando uno vive en el terreno y escucha a los dos lados empieza a darse cuenta de la complejidad del asunto.

 

El muro de Belén quizás fuese el ejemplo más explícito y desquiciante que manifestaba la capacidad extrema de bloqueo, encerrando a sus ciudadanos en una jaula amurallada. Los entrevistados decían que era por seguridad a la amenaza terrorista. ¿Qué terror? Yo viajaba a Cisjordania cada fin de semana y en ningún momento me sentí insegura. Ojalá pudiera decirles a los israelíes que la ciudad más hermosa después de Jerusalén era sin duda Belén. Ciudad que muchos de ellos morirán sin ver. Por desgracia, el muro vetaba a ambos lados: ni los palestinos podían visitar Jerusalén, ni los judíos Belén ¿Acaso no era triste? Sentía que cuanto más tiempo transcurría a ambos lados del muro menos entendía a ambas partes.

 

Es cierto que viviendo en este país sentía una angustia interna que asfixiaba la boca del estómago, angustia que aumentaba debido a la escasa comunicación con el exterior que tenía mi Kibbutz: vivía en una burbuja sin preocupaciones. Mi familia me había escrito diciéndome que volviese a Europa, que tomase un respiro por un tiempo para luego regresar a documentar la sociedad en la que estaba. No era mi estilo rendirme sin haber conseguido mis objetivos: entender la mentalidad de los dos lados y llegar a una conclusión certera, documentando mi experiencia en el Kibbutz Ein-Hashofet.

 

Tampoco era la primera vez que me enfrentaba a una situación extrema. Ya había vivido en Mannenberg, en las entrañas de un gueto coloured surafricano y trabajado con mujeres negras prostituidas. Había conocido el dolor y el desgarro humano. Sin embargo, vivir en este trozo de tierra estaba siendo quizás la experiencia más dura y ardua desde el punto de vista psicológico. Notaba que nadie se fiaba de nadie. Una especie de mirada sin brillo estaba presente en los ojos de todo israelí y de todo palestino, como si vivieran para sufrir, como si vivir no fuese una bendición, sino un castigo que había que resistir de la mejor manera.

 

Empezaba a entender por qué la mayoría de los jóvenes israelíes viajaba durante un año a otros rincones del mundo tras acabar el Ejército: intentaban olvidar las secuelas de su entrenamiento militar, o al menos esa era mi opinión, aunque como he dicho antes es un tema complejo y delicado.

 

El trabajo de operaria en Eltam, la fábrica de mi Kibbutz, colgando baterías, tampoco ayudaba a mi estado de ánimo. El taylorismo devoraba mi espíritu como un depredador alimentándose de mi pensamiento. Sólo teníamos media hora exacta para desayunar y comer, junto con dos descansos de 15 minutos. Todo estaba cronometrado al segundo. Llegar dos minutos más tarde de lo requerido era motivo de expulsión del trabajo, y con ello del Kibbutz. Pero de todo se aprende, y sin duda lo que estaba aprendiendo trabajando en mi fábrica de siete de la mañana hasta las cuatro de la tarde era el sentido de la responsabilidad y la capacidad de aprender a contener la frustración para seguir con las tareas asignadas. Contención y buscar el equilibrio dentro de uno mismo, y no en los demás, era la lección que Ein-Hashofet me estaba dando.

 

Los rumores de que “odiaba a Israel” y de que “había venido al Kibbutz para escribir mala propaganda” del país y de la comunidad que me habían acogido seguían aumentando. Hasta el punto de que el líder de los voluntarios del Kibbutz me llevó a su oficina para informarme de la queja de los miembros del Kibbutzim por mis artículos

 

–No lo entiendo –le dije al líder de los voluntarios–, se supone que este es un Kibbutz de izquierdas, en teoría deberían creer en la igualdad entre árabes e israelíes. ¿Acaso no todo el mundo desea la paz?

 

–Sí, pero has venido al Kibbutz a documentar tu experiencia como voluntaria. No quiero que lo uses para hablar del conflicto. Puedes hacer lo que quieras, pero ten cuidado con lo que escribes.

 

Sentí que un cuchillo me partía el alma cuando me dijo que los miembros del Kibbutz se habían quejado de mis artículos. No entendía nada. ¿Por qué no me lo decían a la cara? ¿Por qué hablaban por detrás? Me encantaría tener una conversación con ellos, invitarles a un café, darle las gracias por leer mi blog y que me dieran su opinión. No tenía ningún problema en cambiar los artículos o hacerles una entrevista donde expresaran su opinión a los lectores. Pero en vez de eso lo único que obtenía eran rumores y malas caras cada vez que entraba en el dinner room, el corazón del Kibbutz.

 

Debe quedar recogido en mi documentación que como he escrito anteriormente “en el Kibbutz no tienes nada de qué preocuparte, porque ellos hacen todo por ti”. Quizás esa falta de preocupación o de exceso de ocio, de tiempo libre, es la que alimenta los rumores en la comunidad. Y quizás sea necesario tener una voluntaria extranjera, observadora, para que les diga a sus miembros que viven en un paraíso. ¿Por qué preocuparse por lo que hagan o dejen de hacer “los otros”? ¿Por qué preocuparse por este blog? ¿Por qué no hablar directamente y no por detrás?

 

Desde este artículo invito públicamente a que aquel que no esté de acuerdo con lo que escribo simplemente lo exprese. Me gustaría que quede claro que yo no odio a Israel, ni odio a Palestina, ni amo a Israel, ni amo a Palestina, simplemente documento mi experiencia como voluntaria y lo que siento y veo cada vez que cruzo el muro. En el fondo creo que ambos están demasiado llenos de rabia para escuchar “la voz del otro”, razón por la que ambos me criticaban por hablar con “el  bando contrario”. (Cada vez que iba a Palestina la gente se daba la vuelta cuando les decía que trabajaba en un Kibbutz). 

 

Yo pensaba que no había un bando, sino dos, y quieran o no, los dos bandos, los dos lados deberían hacer un esfuerzo por encontrarse, por escucharse, no por encerrarse detrás de una muralla y pretender que no pasaba nada. El rencor mutuo aumentaba a cada segundo que el muro respiraba. La extrema derecha gobernaba en Israel y Hamas en Palestina. ¿Cómo demonios se iba a alcanzar la paz con dos líderes tan opuestos? ¿No estaba la comunidad internacional pidiendo la paz a gritos? ¿Por qué ambos lados lo hacían tan difícil? La situación no era ni blanca ni negra, sino gris. Simplificarlo a un bando y hacer propaganda del mismo no era honesto, y una periodista ha de ser siempre honesta hasta el final de sus días. Su fuerza y credibilidad es lo único que hace que sus lectores lean sus palabras, la leen porque creen en ella, porque saben que es verdadera, o que intenta buscar la verdad, sin mentiras, sin pretender agradar ni desagradar a nadie.

 

La Rede Amiga de la Unversidad de A Coruña, había publicado un artículo sobre mi investigación en este blog. En él decían que era una defensora del “periodismo de raza”. Difícil concepto el de periodista de raza. Consideraba que sólo cuando uno se expone al límite, cuando ve la muerte, el dolor, el odio y el amor ante sus ojos y tiene la suficiente fortaleza para documentarlo y exponerlo al mundo, sólo cuando es capaz de hacerlo, es cuando ha de considerarse a un periodista de raza. Pensé que nunca sería una periodista de raza si no era capaz de estar en una guerra y transmitirla a mis lectores, a aquellos que me siguen, aquellos que hacen que tenga ilusión cada mañana y siga trabajando: sí o sí.

 

Quizás Siria y la situación política que viven en el momento fuese un buen reto para documentarlo y contarlo por internet en este blog. El periodismo tenía que reinventarse y las crónicas de guerra publicadas en diarios ya no podían competir con las redes sociales, en las que los usuarios informaban desde sus teléfonos. Había que empezar a usar internet para documentar los conflictos bélicos, no quedaba otra. Y tenía que empezar a escribir más acerca de mi Kibbutz y de sus increíbles historias, ya que en Ein-Hashofet cada uno venía de una parte distinta, no quedaba otra.

 

–¿Cómo definirías nuestro Kibbutz?, le pregunté a mi compañera de habitación en una ocasión.

 

–Como un lugar hermoso que puede convertirse en una prisión por la fata de comunicación con el exterior. (Es la opinión de una voluntaria y ha de respetarse, porque los voluntarios también son parte del Kibbutz).

 

–Como unas esposas doradas, me comentó otro de los voluntarios.

 

Esposas doradas. Pensé en el poder de  las palabras capaces de crear imágenes preciosas. Sin duda era un buen título.

Más del autor

-publicidad-spot_img