Después de un largo encarnizamiento, la muerte de Rita Barberá no era tan inesperada. Lo que ocurre es que, en una buena cacería, nunca se mira a los ojos de la presa: se apunta únicamente a su silueta. Por eso los mismos medios que tensaron la soga hasta el límite pueden participar enseguida en los consabidos homenajes lacrimógenos. La sociedad de la información es así: carece completamente de memoria y, por tanto, del más mínimo complejo de culpa.
Toda sociedad, llegó a escribir Freud, se edifica sobre un crimen cometido en común. Ninguna sociedad deja de ser potencialmente brutal, siempre necesitada de demonios a los que sacrificar impunemente. Además, si no hubiera enemigos a los que perseguir -lo de menos es que sean judíos o musulmanes- ¿cómo justificar hoy nuestra necesidad urgente de cohesión social, que debe permitir que ya no se sienta la tierra, ninguna común condición mortal?
No olvidemos tampoco que, desde el punto de vista operativo, las nuevas tecnologías tienen la enorme ventaja de una precisión casi militar. En un mundo donde el prójimo es cada día más desconocido, debido a su misteriosa reserva, los teclados producen efectos automáticos, deterministas. De manera que la incertidumbre antropológica que nos rodea se compensa con la alta definición numérica.
Jünger escribía hace años: «Quien piense que la tortura es algo del pasado, quizá de la Edad Media, debería echarle una ojeada al Ecce homo de Nietzsche, a De profundis de Wilde o a las cartas de Baudelaire». Pero las formas de torturar y matar en la sociedad del conocimiento han evolucionado hacia una cobardía difusa, perfectamente anónima. Las tecnologías de acción a distancia han hecho de la caza del hombre una actividad impune y clandestina. En la «era del acceso», para empezar, la impunidad de la agresión está garantizada. Tanto en los institutos de enseñanza secundaria como en las redes sociales o en los grandes medios, es nuestra obscena libertad de expresión la que lanza la primera piedra. Luego vendrán los efectos que sean, pero es la información la ha tomado el relevo de los cuchillos y las armas de fuego, que además dejan una huella personal y punible.
Así pues, hoy nadie dispara personalmente: el peligro viene siempre de proyectiles rebotados. Como en los chistes que enseguida circularon en las redes sobre el cadáver aún tibio de R. Barberá, quien reunía todos los requisitos para una apasionante y barata partida cinegética: mujer -incluso, se dijo, lesbiana-, mayor, no muy guapa, de derechas, acusada de corrupción… Y además, hay que decirlo, bastante torpe a la hora de defenderse con inteligencia.
Finalmente, al margen de sus culpas, ella tenía todas las cartas para ser la víctima perfecta. No es ya la presunción de inocencia la que se puede arrasar en estos linchamientos masivos e ideales, es que además resulta fácil y divertido el ensañamiento. Como en algún otro caso, las bromas más crueles marcan muy pronto tendencias virales.
La era del acceso masivo es también la era del deceso selectivo, a distancia. Es necesario que haya víctimas de vez en cuando para que tengamos la sensación de que, frustrados como estamos en la red de una macroeconomía humillante, la vida todavía sigue. De ahí llegamos a los trending crimes, en la ficción y en la vida real. En ésta, no solo las conexiones, también algunas ejecuciones son de tarifaplana. Mientras los canallas globales bombardean naciones inermes, las hienas de la información practican una regional caza del hombre. El pequeño canalla local que es el ciudadano de a pie debe conformarse con masacrar al vecino que -inmigrante o no, machista o no- ha caído del lado del mal. Todo el mundo quiere su parte en una cacería moral y legalmente permitida, incluso democráticamente estimulante.
Ninguna sociedad deja de ser represiva. Ninguna. Pero además, una sociedad que no puede ya emprender ninguna gesta grandiosa hacia el exterior, que en realidad no tiene nada afirmativo que ofrecer, pues está corroída por el nihilismo, ha de encarnizarse hacia dentro, en busca de enemigos imprescindibles. La cabeza buscadora en esta cacería es la información, en la cual -gracias a las tecnologías portátiles- puede hoy ya participar cualquier ciudadano. La información realiza el trabajo sucio de elegir con cuidado al próximo chivo expiatorio de un malestar general más o menos inconfesable.
Las nuevas generaciones de cazadores son modernas, ecológicas y fomentan la participación. No se manchan las manos, son pulcros y con buen currículum, un poco como los dos chicos vestidos de blanco en Funny games. Y esto es parte de lo que podíamos considerar un eficaz drenaje democrático, pues la violencia reprimida en la superficie de la visibilidad social regresa así en formas correctas, oblicuas y bajo cuerda.
Un nuevo oscurantismo sigue entonces a la radiante transparencia que se adueña del espacio público. Una Internacional del odio, ágilmente interclasista y sin ideología partidaria, genera una sociedad de francotiradores a tiempo parcial. De ahí que a veces las víctimas -no es el caso de Rita- queden solamente malheridas. Podrán recuperarse en un lugar aparte, sobre todo si se arrepienten.
Ignacio Castro Rey. Madrid, 25 de noviembre de 2016