Las vidas particulares distan de ser ideales ni acaso ejemplarizantes. Es, generalmente, una falacia ad verecundiam. Se cree que es así porque quien lo enuncia se pone (a sí mismo, y esto da mucha risa) como ejemplo y auctoritas de lo dicho.
Mas no yerra, ni miente; sino que se engaña -a sí mismo.
Mejor dicho: al sobreexponerse menta una visión idealizada de sí mismo que tiene menos que ver con lo dicho que con lo soñado.
Hemos tenido incontables casos que lo evidencian en las últimas semanas.
Sin embargo, quiero hablar de algo mucho más pedestre y, a la vez, extraño (al menos para mí). Y tiene que ver con la libertad del decir y con la problemática intrafamiliar.
Todas las familias, las parejas (particularmente las parejas con hijos), a poco que rasques, tienen, como mínimo, un patrón común: una incomodidad en el decir que, en los peores casos, se convierte en silencio y, en los mejores, en alusiones veladas.
Quiero decir que hay una falta de libertad rampante. No sé puede decir todo, sino más que a rachas, en pequeñas dosis y de a poco a poco.
Todas las parejas con hijos tienen problemas, unas bastantes y otras muchos. Pero los callan o sobrellevan con la mejor dignidad que pueden. A veces esto se convierte en melancolía o pesadumbre y a veces sencillamente se esconde debajo de la moqueta. Y se mira hacia otro lado.
Los que lidiamos solos con los problemas nos sentimos muchas veces impotentes e incluso incapaces. Pero (yo al menos) lo digo, lo admito con total naturalidad: no somos perfectos, hay cosas que no sé hacer, que no hago bien, que yerro, que me equivoco. Es así, y así será. No soy perfecto, ya lo he dicho. Pero tiro adelante e intento sonreír.
Lo pensé esta tarde, porque cuando uno sufre la imperiosa autonomía obligada, esto es, la carencia de “la tribu”, tiende a veces a verse frente a un abismo que le produce si no desesperación sí malestar y miedo.
Pero no.
Porque es más preciosa la libertad del decir, la limpieza del saber, la liviandad de no tener que mentir o esconder lo no dicho. La alegría de ser uno mismo, tal cual se es.
De eso va precisamente el último libro de Alejandro Morellón y primera novela suya publicada (después del libro de relatos El estado natural de las cosas (Caballo de Troya, 2016), Caballo sea la noche (Candaya, 2019), de la crisis de la identidad, de la imposibilidad de decir y de cómo la única genuina ejemplaridad solo se consigue cuando uno desaparece en la noche y los sonidos desaparecen también y para siempre vuelve uno “a ser un caballo blanco y descomunal”.