Debo confesar que tenía ganas y curiosidad de que reapareciera. Llevaba días sin tenerlo en la cueva. Su presencia, su propia existencia -¿será real o imaginaria?- me sirve para animarme un poquito, emerger de la grisura de lo que me rodea y, en definitiva, de la monotonía de mi reclusión obligatoria pero con moral de victoria. No estoy muy seguro si es debido a lo que me cuenta y cómo me lo cuenta o más bien a la interpretación de ese discurso envolvente que pronuncia con aplomo y buena dicción pero con ese maldito gesto enfurruñado. A veces ni presto atención a sus palabras y que no se me malentienda, no despierta en mí la más mínima atracción sexual. Confío en que no se ofenda él ni ninguno de sus huestes, pero cuando aparece es como si yo me convirtiera en un espectador de primera fila en una representación de sir Alec Guinness haciendo de Rey Lear en el Old Vic Theatre londinense. Bueno, salvando todas las distancias habidas y por haber, naturalmente.
Es un buen actor pero de registro limitado. Pienso que lo sabe, porque juzgo que es bastante inteligente. Si yo fuera director de cine en otra vida lo escogería para un papel protagonista en una comedia romántica existencialista. Uno de esos jóvenes airados de pelis de Joseph Losey, de extracción social media, con estudios universitarios pero ni en Oxford ni en Cambdrige, que vota renuente laborista aunque se avergüenza y que oculta mal un fondo sentimental hasta la lágrima incluso. Un tipo desenvuelto con un elevado concepto de sí mismo, con buen pico y que otea el panorama cuando llega al pub. Es un hábil cazador, pacífico, de humanos antes que de animales.
Pero basta con mi enfermiza imaginación. La culpa es de Jacques-Marie McFarlane, mi perseverante psicoanalista jamaicano, a quien le solicité anteayer que me enviara por mail una receta para comprar en la farmacia un ansiolítico. Duermo mal, Jacques-Marie, le dije al teléfono. Él odia que utilice su nombre compuesto. Lo noto, porque cuando lo hago, para provocar, escucho por la línea un leve rugido. Diligente fui a la misma farmacia donde el día anterior había adquirido cinco mascarillas a precio de hotel de lujo y compré el fármaco. Confieso que me sentó como un tiro, porque en lugar de relajarme me sumergió en pesadillas de esta realidad irreal en la que vivo y, zás, de sopetón reapareció él.
El susto fue de muerte. Pensé que el corazón me iba a estallar y que otra vez me orinaba. Menos mal que la vejiga no me jugó una mala pasada, porque hubiera sido la tercera vez frente a su figura y no quiero que me vuelva a regalar un pañal de viejo y que se ría en mis barbas. Aún me quedan dos o tres telediarios antes de que las grietas del cuerpo me obliguen a vestirme cada día empezando por esa prenda blanca un tanto humillante.
Entró sin hacer el mínimo ruido, sin que se enterara el grupo de ratazas que desde hace unos días consentí que se metieran en la cocina para organizar de madrugada un torneo de cinquillo de roedores veteranos. El rostro dibujaba la fatiga de la crisis pero exhibía una sonrisa de satisfacción, de ganador, de vencedor. Iba vestido con una elegante americana azul oscuro, unos vaqueros y unos tenis de igual color. No llevaba mascarilla ni guantes de látex. Moviendo la mano derecha enseñó entre los dedos mis llaves del portal y del piso. «Así no te rompes más la cabeza como las otras veces preguntándote si soy espíritu o materia», me espetó con una risita insolente. «Toca, toca. Soy de carne y hueso». ¿Pero, señor, quién le ha dado las llaves de la casa?», contesté balbuceante. «¡Qué astuto eres! ¿No te enseñaron los curas que se dice el pecado pero no el pecador? ¿¡No os rasgáis ahora las vestiduras gritando que las libertades están en peligro y que pobre de aquél que ose criticarnos!? Además de rata incurable eres un cínico fariseo, amiguete», sentenció sin levantar la voz.
Opté por no llevarle la contraria. No quería tener problemas con nadie y menos con él, pues al fin y al cabo sabía que cada vez que viniera a la cueva tenía espectáculo gratis garantizado como así había sucedido las dos veces anteriores. Tuve la impresión de que dominaba la escena, complacido y consciente de ser centro de atención de las miradas, muchas de odio, otras de admiración. Observé que él disfrutaba enormemente del momento, porque ahora se trataba de salir a escena para interpretar el papel que había soñado desde sus primeros tiempos de juventud: el de líder de la banda. Al menos por un rato. Jugar a serlo hasta que los mayores se cansaran y le quitaran la pelota.
«Sé lo que estás pensando. No soy estúpido. No pretendo asaltar los cielos, pero sí dar una buena limpieza de fachada. No busco ponerle la zancadilla a tu gobernante. No es necesario. Me basto y me sobro. ¿Acaso no te das cuenta? Además, entre él y yo hasta un ciego vería a quién escoger», manifestó. Percibí entonces un rictus amargo y triste en sus palabras, las del individuo que descubre que las cartas están ya dadas. Y agregó con un punto sentimental: «Mira, yo lo que quiero es estar un tiempo pisando moqueta, que mis hijos estudien en los libros de historia lo que fue su padre y luego retirarme a una cabañita que tengo en la sierra a escribir».
«Imagino que a escribir sus memorias, ¿verdad, señor?», pregunté sin malicia a lo cual él me respondió muy serio: «Te equivocas. Yo aspiro a ser el Dostoievski del siglo XXI. Reescribir Crimen y castigo en versión hispana y ser el protagonista, el joven inconformista y ambicioso Rodión Raskólnikov».
No supe qué contestar. Entramos en un largo silencio, un tanto embarazoso de mi parte, por lo que opté por tratar de dormir de nuevo. Ni cuenta me di si abandonó la habitación, si saludó a los del club ratonero antes de abrir la puerta, tomar el ascensor y si salió supuestamente por donde había venido. Eso. Supuestamente. Lo cierto es que el ansiolítico recomendado por el jamaicano surtió efecto aunque esta mañana desperté un tanto mareado.