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ArpaEl abrazo

El abrazo

VII

Sceaux, Francia, 1910

El peso del tiempo se asentó calladamente, un lento y gigantesco doblarse de árboles crujiendo al viento, miles de toneladas que cimbreaban suavemente sobre sus copas. La nieve, casi pensando en otra cosa, caía flotando, como si tuviera todo el tiempo del mundo.

Más allá de la ciudad, en los campos blancos, podría haber sido cualquier siglo. Era agradable caminar a su propio ritmo. Nevaba delicadamente, solo lo bastante como para ir suavizando las huellas de las pisadas de Lia. Llevaba vacío el morral; a la vuelta iría lleno de chamarasca y no sería tan fácil de cargar. Antes de quedarse viuda, a Lia le daba miedo salir sola al bosque, pero lo que en su día sintió como una especie de desahucio había traído consigo su propia dolorosa libertad. Iba bien abrigada dentro del enorme chaquetón de lana de su marido, al que sumaba su propio buen mantón. Tal vez su aspecto fuera excéntrico, pensaba, pero tampoco parecía una loca.

Al principio, desde la distancia, Lia no vio más que la cámara, como una casita de madera para pájaros en lo alto de su trípode, con sus fuelles y su oscuro velo, y una bolsa de cuero abierta en el suelo. Luego vio al fotógrafo desaparecer debajo de la tela negra, como bajo las faldas de una mujer.

De pie en el campo abierto, al borde del bosque. Eran las únicas dos personas que había en kilómetros a la redonda. Su pelo y su barba eran de cuarzo, rizadas y espesas. Le echó más del doble de la edad que ella tenía. Lo que le interesaba era la cámara. Parecía pesar sus buenos veinte kilos por lo menos.

Cuando se hubo acercado más, Lia vio que había domesticado un trozo de bosque con una manta gorda y basta extendida bajo un árbol, una mochila, un libro. Él siguió trabajando, y con eso le bastó a ella para sentirse bienvenida.

Lia miró en la dirección en la que enfocaba la cámara e intentó ver qué era lo que él estaba mirando, por qué ese árbol en concreto, dentro de todo el bosque. Y entonces comprendió que era la forma del cielo detrás del árbol lo que lo ocupaba. Y sintió la repentina intimidad del mundo, la intimidad entre los árboles y el cielo, las formas cambiantes e incontables en las que estos se conocían entre sí.

—La última vez que fotografié este lugar fue hace veinte años.

—¿Por qué regresó?

—Creí que quería saber si habría cambiado. –Le sonrió–. Pero a lo mejor lo que quería eran pruebas de que seguía igual.

“Normalmente fotografío la ciudad” –añadió.

—¿Por qué lo hace?

Él se encogió de hombros.

—Para llevar un registro.

Tomó otra manta gruesa de su mochila y la extendió junto a la primera, donde apenas había nieve. Se sentó y se apoyó contra un árbol.

Después de quedarse de pie un momento mirándolo desde lo alto, Lia también se sentó. No hace falta mucho –un par de centímetros, un par de palabras– para cruzar una frontera.

—No es necesaria una cámara para ver ni para recordar –dijo él–, pero sí para tener pruebas de lo que ya no es. Para que los demás puedan recordar. Mis intenciones no eran elegíacas, pero en eso se ha convertido mi trabajo. Durante veinte años, por ejemplo, he atrapado cada detalle de las calles de Saint-Séverin, incluida su demolición, y ahora todo lo que se ha perdido sobrevive solamente en esas placas de cristal.

Como un lago que abrazara un reflejo, pensó Lia, incluso aunque aquello que refleje ya no exista.

—Solía venir aquí a descansar los ojos –dijo él–, para contemplar un lugar que cabía imaginar que, llevando aquí milenios, siempre iba a estar aquí, aunque yo sé que este bosque desaparecerá para hacer sitio a la ciudad, y que la ciudad que hay ahí antes era un bosque.

Lia miró en la dirección de la que venía e imaginó que la ciudad se aproximaba lentamente, como un teatro sobre ruedas, hasta tocar el dosel de los árboles bajo los que se habían sentado.

—He leído esos libros de los que habla todo el mundo –dijo Lia–, del señor Darwin. Bueno, el primero, y no entero, me salté algunas partes porque tenía ganas de saber cómo acababa.

Él se rio.

—Bueno, luego volví para absorber la ciencia, claro, aunque hay unos rollos muy largos sobre palomas. Y, después de haberlo estudiado, puedo atestiguar que no hay nada en ese primer libro que diga que venimos de los monos. O al menos no tal cual, aunque la conclusión es innegable y emocionante. Imaginar la luz a través de esos bosques prehistóricos, y las partes de nuestros cuerpos que se hicieron poderosas por vivir entre aquellos antiguos árboles. Es algo de lo que incluso podríamos estar orgullosos, como si tuviéramos algo que ver, cosa que dice el propio señor Darwin, incluso usa la palabra grandeza para hablar de ese linaje, de esos progenitores. Y la extraordinaria amplitud del tiempo. Qué liberación es pensar en ello.

Él pareció divertido.

—¿Liberación de Dios?

—No…, bueno, quizá. Liberación, al menos, de la obediencia a Dios. Después de todo, Dios no va de obediencia, sino de libertad.

—Has pensado mucho en el tema –dijo él.

—Mi padre era maestro. Y yo vivo sola. Por las noches hay mucho tiempo para pensar.

Desde la sombra de los árboles, miraron hacia los campos, una luminosidad bajo el sólido cielo azul.

—Recuerdo cuando la noche no era tiempo de pensar –dijo ella.

—Hablas como si fuera hace mucho tiempo.

—Mi marido murió.

Sintió un titilar de viento pasar por las hierbas que sobresalían de la nieve.

—Creo que para recordar a alguien hay que vivir. Creo que esa es la manera de recordar –dijo él.

Lia se giró para mirarlo. Ahora, de algún modo, parecía más joven. Se preguntó si ella también le parecería más joven a él. Sentía tanto el calor del sol, en las zonas en las que caía ardiendo entre los árboles, que casi se olvidó de que estaba sentada sobre el frío suelo.

—Todo el mundo tiene ideas –dijo ella–, y tenemos todavía más ideas si alguien nos escucha.

Una noche, cuando aún tenía la cabeza bajo las mantas, su marido empezó a hablar: habló tan bajito, durante tanto rato, que ella apenas podía oírlo, el sueño la arrastraba lejos, se encontraba bajo su cálido embrujo; a veces pensaba que toda su vida habría sido diferente si hubiese escuchado todo lo que él dijo aquella noche.

—A mí me gusta sacar dos fotografías del mismo lugar en la calle –dijo él–, con la cámara enfocando en una dirección, y luego en dirección contraria. Igual que cuando estás en el bosque, si no te das media vuelta y te fijas mientras andas, nunca reconocerás los hitos y los desvíos en el camino de vuelta. Yo fui marino, y luego soldado, y después pasé por los escenarios, así que he aprendido algunas cosas sobre idas y venidas.

Ella había oído que el señor Darwin todos los días daba un paseo para pensar, una gran vuelta a su jardín. Le gustaba medir la distancia, pero no le gustaba distraerse contando el número de veces que recorría el circuito. Así que guardaba una pila de piedras al principio del sendero y pateaba una hacia un lado cada vez que pasaba, de modo que luego solo tenía que contar las piedras en la pila nueva al final. Estar perdido en tus pensamientos sin perder tu sitio ni perder tu camino.

Imaginó los incrementos del lento cambio, la paciencia de un solo rasgo que se manifiesta a lo largo de generaciones, el color que va calando en un pelaje, la forma de un hueso o de una queratina, esculpida por el tiempo o la necesidad. La fuerte persuasión del uso y de la escala, de la sombra y de la forma, como una sabiduría acumulativa. Todo lo que vemos revela este persistente discernimiento, los milenios de juicioso cribado. La forma de un diente, de una mano; el pelo, la pérdida de pelo; aletas, piernas, agallas, pulmones; la lenta elección entre el aire y el agua, la luz o la penumbra. Relámpagos que restallan en los cañones infinitamente profundos de nuestros cerebros. La formación de nuestros sentidos integrada en todo lo que sabemos y sentimos; la acumulación, a lo largo de miles de años, de percepciones diminutas, inviernos primigenios, eclipses, equinoccios, avalanchas, cosechas, la lluvia de la Edad de Hierro, la Pequeña Glaciación. Y ahora, vívido en su interior, el esplendor de contemplar cambios que nadie vive para ver.

Todo era permanente, nada era permanente, como si solo hubiera un contexto en el que uno pudiera usar la palabra indeleble, en el curso de una sola vida humana.

—¿Traes contigo alguna de tus fotografías para que yo pueda verla?

—Puede que haya una o dos en mi bolsa.

Ella miró sus fotografías de calles y fachadas de tiendas, escaparates con maniquíes arregladas esperando una ocasión que nunca llega, detalles de forja, escaleras, cerrojos de puertas; había calles que reconocía y que sabía que habían desaparecido. Cada detalle de resonante quietud. No supo distinguir si la melancolía era inherente a lo que había sido fotografiado, o al fotógrafo, o al acto mismo de tomar la fotografía. Tenía algo que ver con la posesión, pensó, con reconocer lo que nunca podrá pertenecerte, cómo no tenemos derecho a la nostalgia y, sin embargo, ver crea un recuerdo, o confiere un recuerdo, o confirma un recuerdo… Tendría que pensar en ello más adelante.

—¿Por qué están siempre desiertas las calles? –preguntó.

—Si sostienes el obturador durante el suficiente tiempo, todo lo que está en movimiento desaparece. —O deja solo un rastro, un nublado en el aire, un espesor en la luz, el aliento de la ausencia.

Entonces ella pensó en varias cosas. En que toda la obra de la vida de un fotógrafo, al sumarse, daría solo unos pocos minutos de tiempo. Y en que uno podría hacer una larga exposición –treinta años de vida marital, o la vida familiar en una cocina, con bebés que se hacen adultos– y lo único que mostraría la placa fotográfica sería una habitación vacía. Pero no estaría vacía, sino llena de vida, invisible y real. Y luego pensó que algún día se miraría en el espejo y vería solo la habitación vacía tras de sí. Y después: con una exposición muy muy larga —pongamos, tal vez, la eternidad–, tal vez reaparezcamos.

¿Dónde va a estar si no el espíritu, más que integrado en la materia? ¿Por qué se empeñaba la ciencia en separarlos? El espíritu se evapora del cuerpo por sí solo, como el agua se evapora del mar dejando atrás una mancha de sal. Pensar que todo era química no la disuadía, no resultaba contradictorio. ¿A qué se iba a aferrar el espíritu sino a la materia?

Borrar a alguien de una imagen no borra el recuerdo de que estuvieron en ese lugar, no borra el recuerdo de esa persona, ni los recuerdos que esa persona alberga.

Quizá la memoria muere cuando morimos nosotros. Quizá se evapora, dejando atrás su sal.

Cuando alguien muere, el aire mismo cambia.

Le había preparado a su marido una bañera caliente. Se había metido en el agua detrás de él y lo sostenía. Estaba ya tan flaco. Sentados, adormecidos, juntos en el agua humeante, como solían hacer antes de que él estuviera enfermo. En el espacio de tiempo que tardó el agua en enfriarse, tan silenciosa, tan pacíficamente, apoyado contra ella, él murió. Su quietud, un quebrantamiento inexpresable.

Sabía que ella y su marido habían tenido más tiempo al final que la mayoría; sabía que no morir solo lo era todo, el no ser arrebatado brutalmente, por la fuerza. No podría nunca explicar, no podría nunca imaginar un tiempo en el que fuera capaz de explicar todo lo que era él para ella.

Lia lo había cubierto con una manta. Se había vestido. Se había hecho hueco y se había tumbado junto a él. ¿Qué podría darle ahora? Sabía lo que él querría para ella: que la quietud se fuera convirtiendo en paz. No estar quieta: ser abrazada.

El cielo se estaba saturando, un azul más profundo, una oscuridad que salía de adentro. La nieve empezaba a sonrosarse en los campos. Sentía la pérdida de todas las noches sin él, de su comunicación, cuerpo a cuerpo, incluso dormidos. La soledad no es un vacío sino una negación, con toda su agónica precisión, su totalidad; exacta, activa; en la profundidad de sus detalles, es el reverso del amor, su réplica oscura.

El fotógrafo tenía dos linternas de hojalata; las encendió y emitían un poco de calor. Luego cogió un trozo magullado de hojalata de su bolsa, la cubrió de ramas y, con ese pequeño fuego, sintieron calor suficiente.

Él le habló de placas de cristal y de velocidades de obturación, de cómo todas las personas que le importaban le habían sido arrebatadas siendo él aún joven, de cómo nunca logró ganar dinero suficiente como para pensar en formar una familia, de cómo quería documentarlo todo antes de que desapareciera.

Abrigada y casta, ella se entregó a la deambulante intimidad de su conversación; miedos expresados en voz alta para ser descartados; el duelo, la gratitud, por todo lo que había perdido. Y, sin buscarlo, inconfundible –inexplicablemente–, se sintió encendida por dentro por una sensación de otorgamiento: un permiso, no, un ruego, para que dejara atrás su soledad.

Hablaron de sus secretos al borde del bosque invernal. En un mundo de filiación, familia, género, especie; en un mundo en el que las efémeras aparecen por primavera –un orden de trescientos cincuenta millones de años de antigüedad, pero con un ciclo de vida en la hembra de cinco minutos, en el macho, de dos días–. Hablaron de la larga exposición del tiempo –cuatro mil quinientos millones de años de la historia de la Tierra–, donde la presencia de los humanos es apenas más que un pensamiento. La deriva continental, los bosques templados de la Antártida, húmedos y verdes; desiertos bullendo de vida acuática, la llegada de las praderas, el florecimiento de las plantas, las piernas como pilares de los diplodocus, la aparición de los ojos, aletas, piernas, pulmones. La tierra sacudida por un meteorito; del amanecer al negro del día, la lluvia de cristal volcánico, los bosques quemados e inundados; seguidos de la era de los helechos. Iridio extraterrestre dejando su huella, la compresión de un millón de años en un centímetro de estrato rocoso. La escarcha del tiempo cristalizando a lo largo de las eras geológicas. El flujo del hielo que crece como una quietud. El torrente congelado empuja y pulveriza, acarrea y rompe, penetra y descoloca, recogiendo y posando, la violencia lenta y su propia lenta reparación –los anchos valles, las dulces hierbas de los altos pastos, los ríos acomodándose en sus lechos–. En la expansión del hielo, la polinia que se abre como una herida o un pozo. El peso del hielo desplazándose como un mar. Glaciares que gimen en la oscuridad.

Él le preguntó dónde vivía y mientras ella hablaba extendieron la mirada sobre los campos hacia la ciudad, un pantano rebosante de vida, con su pestilencia y su desdicha, su clamor y su trascendencia. No hubo nunca un primer hombre en términos de evolución, pero a Lia se le ocurrió de repente que podría haber uno que fuera el último. Y de repente, también, la idea de que ella misma no era demasiado mayor como para tener un hijo. La posibilidad se alzó en su interior desde un lugar tan profundo, tan largamente olvidado, como si no lo hubiera sabido nunca. Quizá, pensó, un niño. Peter, el nombre de su marido, el nombre que llevaba su fantasma. Se apoderó de ella una ternura, una fantasía, una esperanza. No parecía, en ese momento, que hubiera diferencia alguna entre la ternura y la esperanza.

Lia se sintió imbuida de calma al despertar, recostada contra la sólida fuerza de él. El viento se había detenido hasta no ser más que un simple aire, y el bosque se sentía inmenso en su silencio. La luz tan característicamente invernal, la membrana azul y el rubor del final de la tarde sostenían las ramas desnudas; la nieve, aún suave, flotando como estrellas, añadía su propio silencio. Pero el frío del terreno se le había colado dentro, y el sol estaba bajo. Quedaba apenas tiempo para llegar a casa antes de que cayera la noche, un hermoso paseo en la luz suspendida de un ocaso cada vez más profundo.

—¿Vendrás conmigo a casa? Puedo prepararnos una buena cena.

Lia se lo imaginó sentado a la mesita de su cocina. Y pensó en la pequeña habitación que había más allá, con su cama estrecha y su lamparita de noche.

El fotógrafo no contestó, quizá también él se hubiera quedado dormido. Se giró para despertarlo. Ella estaba apoyada contra un árbol, y solo quedaba, en la nieve a su lado, la silueta de su peso, su impresión de sombra, como el lugar en el que ha dormido un ciervo. Ligero como una sombra. Y entonces vio el camino que había hecho, sus pisadas enmudeciendo hasta desaparecer a medida que la nieve seguía cayendo sobre el campo abierto.

Se lo imaginó cargando con su cámara al hombro, con su velo negro y casi tan alta como él, igual que un hombre acarrea a otro.

Vio que le había llenado el morral de chamarasca.

Despacio, del ocaso a la noche, el paisaje entero cambió como desde dentro, como si fuera comprendiendo, como la expresión de una cara. El cielo y la nieve empezaron a brillar, y también las largas hierbas que sobresalían de la nieve, y los árboles a su espalda eran monumentales, como de piedra. No había luz que amase más que la del ocaso en invierno. Detrás de ella, los árboles eran grecas bordadas contra el cielo, aquellos árboles antiguos que eran también los árboles de su infancia.

Nunca había sentido esta clase de añoranza, como un resplandor entre la luz y la oscuridad. Nunca antes había comprendido que se podía añorar con un fin.

La luz translúcida, casi como una especie de conocimiento, la abrazó por todo el camino hasta su casa, la oscuridad terminó de caer solo en el momento en que llegaba a la puerta de la calle.

Más tarde, deshaciendo el morral, encontró, como una promesa, la fotografía que él había dejado para ella. Un puente sobre un río, líneas en la nieve: todos los caminos tomados a lo largo de un día, huellas de despedidas y de encuentros, emergiendo y mezclándose. Y había algo en la fotografía que no podía comprender ni definir. Antes de acostarse, la sostuvo bajo la lámpara y la volvió a mirar, pero seguía sin discernir cómo podía ser que el encuadre pareciese estar mirando hacia atrás, al puente, desde un punto en mitad del aire.

El animismo nos dice que la piedra quiere caer, que el aire quiere moverse. Somos porosos, fluidos, fugaces, buscadores; todo lo vivo está respondiendo a la química de la luz. Cuántos tipos de tiempo.

En la exposición larga, las estrellas fijas dejan su rastro.

Este fragmento pertenece al libro del mismo título que, con traducción de Eva Cruz, ha publicado Alfaguara.

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