Hay un relato sobre el que los críticos han escrito miles de páginas, sin que todavía hayan llegado a ponerse de acuerdo. ¿Qué ocurre en “El abrigo”, de Gogol? ¿Quién le roba el abrigo al pobre copista que protagoniza el relato, ese Akaki Akakiévich que ya, por su propio nombre, es una copia de otro Akaki Akakiévich? Hay críticos que creen que el ladrón del abrigo es un ser real. Otros opinan que es un fantasma. Edmund Wilson creo que opinaba que era un fantasma. Su polémica con otro crítico cuyo nombre no recuerdo duró cerca de veinte años. Al final, ninguno consiguió convencer al otro. ¿Era un fantasma? ¿Era un ser real?
He leído “El abrigo” cuatro o cinco veces, y cada vez que lo he leído he descubierto cosas que no había visto. En realidad, “El abrigo” es un misterio, un torbellino, un relato que no desvela ninguna clave y que puede sumir al lector –de hecho lo hace en cada página- en la confusión y el desconcierto. ¿De qué trata? Sí, ya lo sabemos, de un pobre copista y de su abrigo, pero el relato alcanza unas profundidades aterradoras que da vértigo explorar. Nabokov decía de “El abrigo”: “Si hay un cuento que exige un lector creador, ese cuento es “El abrigo”. Y tenía toda la razón. Ese cuento largo, o novela corta, o nouvelle, o como queramos llamarlo, exige un lector con una inmensa capacidad de análisis, comprensión y perspicacia. Un lector creador. El lector más difícil de encontrar, dicho sea de paso.
Para mí, “El abrigo” –o “El capote”, las traducciones al castellano no se ponen de acuerdo sobre la prenda de Akaki Akakiévich- es un círculo vicioso, o si queremos decirlo de otro modo, una espiral que da vueltas y vueltas hasta el infinito, porque en realidad es una imagen de la vida y del cosmos. Éste es el secreto que se oculta en este cuento. Un círculo vicioso, la espiral inagotable de la vida y la muerte. No estoy seguro de que el inmenso Gogol se diera cuenta del alcance de su relato. Uno escribe sin saber muy bien el significado oculto de lo que escribe. Quizá Gogol sólo quería contar la historia de un pobre copista. Quizá. Pero le salió una obra maestra que explica el mundo igual que las teorías de la física cuántica.
Pero el relato es muchas cosas más. Es una angustiosa parábola kafkiana (sólo que escrita un siglo antes de Kafka). Y también es una fábula evangélica protagonizada por un pobre diablo que atrae todas las burlas y consigue –igual que Jesús- despertar la misericordia y la compasión en personas hasta entonces insensibles y crueles. Pero la grandeza de “El abrigo” es que todas estas historias, todas estas piezas, que en realidad son antitéticas, conviven y se complementan sin excluirse. Y ése es el milagro.
La clave de la historia está en los desplazamientos del sentido, en las trasposiciones, en el absurdo que funciona como una ley física que todo lo trasforma. Akaki se compra un abrigo, y gracias a ese abrigo consigue ser otro, un hombre distinto, alguien que recibe la consideración que antes no ha tenido. Pero al mismo tiempo, por culpa del abrigo -y de su nueva realidad-, Akaki Akakiévich va entrando en un mundo cada vez más irreal. Así que esa irrupción en la irrealidad se produce al mismo tiempo que Akaki nace como ser vivo y disfruta de su único día de vida plena, es decir, de una vida propia con deseos y alegrías y fuerza de voluntad, porque ese día Akaki deja de ser un simple copista que sólo obedece y hace copias de documentos escritos por otros y empieza a ser otra cosa: él mismo. Sólo que ser él mismo supone dejar de serlo. Ahí está el prodigio de Gogol. Vivir es des-vivir. Ser es no-ser. Porque “El abrigo” es un texto en el que conviven la materia y la antimateria, el personaje y el anti-personaje, la realidad y su antítesis. Y por eso mismo, la entrada en la “vida” de Akaki se produce en la plaza de San Petersburgo que nos es descrita como “un pavoroso desierto”, porque esa plaza ya no es San Petersburgo sino el otro mundo, la irrealidad, el territorio onírico donde nada es como creemos. Y no sólo eso, sino que poco a poco descubriremos que esa plaza marca el umbral del más allá, del vacío metafísico, del territorio de la fantasmagoría, todo junto y todo simultáneo. O sea que Akaki nace y muere al mismo tiempo, se hace real e irreal a la vez, entra en la vida propia al mismo tiempo que desaparece del mundo de los copistas y las covachuelas de San Petersburgo.
Y es ahí, en la plaza, en ese lugar que marca la frontera entre la realidad y el mundo que ya ha sufrido un sutil desplazamiento que lo hace distinto del mundo real, donde aparecen los “dos hombres con bigotes” que resultarán trascendentales para entender el relato. “Mira, ahí está mi abrigo”, dice uno de los hombres con bigotes, y el otro hombre con bigotes le da un puñetazo a Akaki “con un puño tan grande como la cabeza de un funcionario público”, y luego le roba el abrigo, el abrigo que era de Akaki, el abrigo que era Akaki. Y aquí está el secreto del cuento, su núcleo, su corazón. El abrigo que era de Akaki, o mejor dicho, el abrigo que era Akaki resulta pertenecer a otra persona, o al menos a otro ser (luego veremos qué densidad humana, o incluso física, tiene ese ser). Los ladrones con bigotes reaparecen al final del cuento, cuando todos los personajes ya están “en el otro mundo” de los fantasmas, y en ese momento descubrimos que uno de ellos, el que roba el abrigo a Akaki Akakiévich, es el fantasma de Akaki Akakievich, que ha sufrido una extraordinaria transformación al robarle su abrigo -otro abrigo previo, otro grado en la escala de la materialidad personal- al “personaje importante” y gracias a ello se ha convertido en un fantasma grande e imponente y bigotudo (aunque esta transformación del fantasma Akaki en el fantasma bigotudo es muy ambigua y está narrada de forma deliberadamente confusa, estoy convencido de que es real: es el final de la cadena de trasposiciones y desplazamientos lógicos de Gogol). O sea que quien acaba robándole el abrigo a Akaki Akakiévich es…, es… ¿el hombre con bigotes?, ¿el “personaje importante”? No. Es Akaki mismo. O mejor dicho, su fantasma engrandecido y “bigotizado”.
Reconozco que es difícil seguir el paso de las transformaciones que sufre Akaki, y más aún en las páginas finales del relato, en las que se producen cuatro apariciones de fantasmas (esos fantasmas que volvieron locos a Edmund Wilson y al crítico que polemizó con él). Imagino que Gogol dudó y vaciló, y que ni siquiera él mismo llegó a darse cuenta de las posibilidades del relato. Pero su fantasía llegó a donde su lógica no se atrevía a llegar. Y en mi opinión, Akaki se transforma en un fantasma que a su vez se va corporeizando (o engrandeciendo, o des-fantasmándose, por así decir, porque ya sabemos que en este relato todos los fenómenos físicos se producen al mismo tiempo que su contrario). Y al final, Akaki se va transformando en un fantasma que, al recuperar su abrigo, se hace más poderoso y engulle también al “personaje importante” y al policía (y a toda San Petersburgo, y a todo el mundo entero), hasta convertirse en el último fantasma mucho más alto y con bigotes que se desvanece entre las tinieblas al final del relato. Y así se cierra el círculo, y dando un gran salto lógico y trazando un gran desplazamiento en el sentido lógico de la vida, volvemos al vacío inicial donde empieza la historia: a ese departamento fantasmal donde trabaja el copista que es un duplicado de su padre y que se pasa la vida copiando, y que habla con adverbios y que no tiene vida interior ni vida de ninguna clase (es un fantasma, no tiene más que una existencia molecular, es el temblor de un papel de calco, nada más), hasta que se hace un abrigo y cobra vida por un día, sólo por un día, aunque el abrigo le es arrebatado por el fantasma bigotudo que lo reclama como propio. Y entonces el pobre Akaki se vuelve otra clase de fantasma, un fantasma que no lo es, o un fantasma menos fantasmal que su propia realidad (porque el fantasma era el copista, no el hombre con el abrigo). Y así el pobre Akaki se mete en el círculo vicioso del que no va a poder salir.
¿Y qué es todo esto? Pues es el ciclo infinito de la vida, ese leve temblor de una existencia prestada que dura un solo día, hasta que nos es arrebatada por un fantasma bigotudo que es la nada –el vacío, el caos-, pero que también somos nosotros, ya que nosotros contribuimos a crear esa nada con nuestra pálida vida de copistas que quieren algo más, así que un buen día encargamos un abrigo a un sastre y…
Puntos suspensivos. La espiral. El círculo vicioso. Y eso es “El abrigo»: la vida y la muerte, anulándose y recreándose y destruyéndose y volviendo a resurgir y a desaparecer, igual que el abrigo de Akaki Akakiévich.
Vida y muerte. Materia y antimateria. Realidad y fantasmagoría. Existencia y ficción. Dos realidades inexplicables. Pero también indistinguibles. E indisolubles. «El abrigo». Gogol.