Llegas en tren a Ginebra una noche de domingo, a finales de noviembre. Es muy tarde, hay una niebla cerrada y los pocos pasajeros se dispersan enseguida. Caminas solo, arrastrando la maletita por calles fantasmagóricas. Buscas tu hotel por el barrio de la estación. No sabes muy bien qué has venido a hacer aquí ni qué te espera mañana. ¿Eres tal vez un actor que ha de representar su papel? Debe de ser algo así, una especie de monólogo, porque encerrado en la habitación del hotel te dedicas a repasar tu recitado. De la niebla de dudas que te invade —una niebla que copia la niebla de la calle oscura, cuyas evoluciones sigues a través de la ventana—, solo emerge una seguridad: sea lo que sea que has venido a hacer a esta ciudad, se parecerá a una farsa más que a otra cosa.
Sales a pasear por el lago antes de dormir. La humedad y el helor te hacen tiritar. Caminando en esa niebla, por la noche, con el cuello de tu abrigo negro bien subido, más que un actor te sientes el personaje de una novela, y por un momento deseas absurdamente encender un cigarrillo a la luz de una farola. Quizá un personaje de la novelita que compraste en la Gare de Lyon antes de subir al tren, y que por fantasía llevas en el bolsillo del abrigo: “J’avais l’impression de me fondre dans ce brouillard qui annonçait la neige”.
Te sorprende que el pabellón de cristal que acoge el restaurante del lago siga iluminado a esta hora. Sí, todavía eres bienvenido para tomarte una copa de vino. En el bar hay una pareja ante un velador con dos tazas vacías. Entre silencio y silencio, ella le susurra a él unas pocas palabras que deben de tener un significado esencial, definitivo. Hay mucho en juego ahí, te dices, y haces conjeturas acerca de cuáles serán sus papeles en la obra que ellos interpretan. Su chuchotement vuelve a recordarte la novela. “Moi aussi, j’avais besoin de certitudes”. De repente ella se levanta y se abotona rápidamente la gabardina, mientras él se acerca a la barra a pagar. Apuras tu copa de vino pensando de nuevo en la mascarada de mañana. ¿Y si abandonaras la compañía? ¿Si te despertaras muy temprano y volvieras a la estación para coger un tren a Niza o a Turín? Pero sabes que no lo harás…
Regresas al hotel por la orilla del lago, en un silencio impenetrable. En el bolsillo del abrigo acaricias la cubierta del librito que compraste en París. (“Je ne pouvais plus continuer à marcher dans le brouillard”). No te cruzas con nadie en todo el camino. Sabes que mañana la función transcurrirá según lo previsto. Que te meterás en el papel y tu parlamento responderá al guion establecido. También que todo sucederá mucho más rápido de lo que pensabas y te preguntarás si valía la pena tanta preparación. Al terminar, camino del aeropuerto, volverás a sentirte un actor. O un farsante.