El pasado 29 de noviembre se cumplió un mes del temporal de la Dana en la provincia de Valencia. Aún hoy se achica el barro y el lodo acumulados, y aún hoy se mide el alcance de las pérdidas. Cuando la tragedia ocurre fuera de los escenarios teatrales y pasa a ocupar el campo de lo real, ningún discurso conciliador o moralista es posible. Hay que arremangarse la camisa, respetar el luto y el silencio, y ponerse a trabajar. El siglo XXI es el de los imposibles posibles (también el de la soledad y la distancia humanas) y solo podremos afrontar las nuevas realidades que se avecinan pensando y actuando desde la comunidad, el cuidado mutuo, los afectos, el cariño, la escucha y la empatía. Todo lo demás es prestado.
El agua de Valencia, aunque pudiera sonar poco acertado u oportunista dada la situación, es en realidad el título de la obra que los autores Daniel Tormo, Javier Sahuquillo y Anna Marí han imaginado como una obra perdida de Lope de Vega, y han creado una ficción igual de barroca, abigarrada y festiva como hubiera podido ser su homóloga original. El proyecto llevaba meses gestándose, entre documentación, búsqueda de equipo, de financiación, de distribución y, por supuesto, de elenco artístico y actoral. Las fechas de estreno coincidieron con el fatídico 29 de octubre y toda la cartelera valenciana tuvo que verse retrasada, cuando no cancelada por el temporal. Con los ánimos en vilo y también con la necesidad humana de disponer de espacios de evasión y recogimiento, se vuelve con paso cauto pero firme a los escenarios, a los museos, a las librerías, soportando el dolor y la pérdida como mejor nos han enseñado nuestros mayores: “haciendo cosas”.
El agua de Valencia – foto de Alejandro Amat
El montaje despliega con generosidad recursos originales de la escena barroca, como la inclusión de cantos y bailes. El trabajo de investigación musical y dancística por parte de la coreógrafa Julia Cambra brilla por vistoso: pasos de bailes entremesados como la zarabanda, el escarramán, el guineo o la mojiganga son integrados en el festival de referencias visuales. Estas se suman a las textuales, con todos los estilemas del teatro y la poesía de Lope presentes en una propuesta aglutinada, sincretista, hiperbarroca como el barroco mismo y con guiños que van de los hits más populares a los más eruditos (“Desmayarse, atreverse…”, “Un soneto me manda hacer Violante…”, versos de componentes de la Academia de los Nocturnos, la expresión “monstruo de naturaleza” con que Cervantes calificó a Lope), en una propuesta donde el todo es más que la suma de las partes. Un regalo o festín para cualquier filólogo/a, dicho sea de paso.
Todo parecería un ejercicio de arqueología teatral estéril pero la policromía de referencias es tal que, sin llegar a sobresaturar al respetable, cruzan con todo tipo de memes culturales contemporáneos, con influencias tan dispares como los gags à la Monty Python o, por qué no, Muchachada Nui; escenas con el ritmo picado en los diálogos propio de la screwball comedy de los años 30, las comedias de Howard Hawks o la influencia temática (también del teatro isabelino y barroco) de obras como Shakespeare in Love.
El agua de Valencia – foto de Alejandro Amat
Se echa en falta algo más de garra en el argumento, llámelo sustancia, chicha o como se prefiera, algo que comprometiera la vida del personaje con mayor profundidad y, puestos a seguir el canon aristotélico (permitan el vocablo), la obra buscara provocar los tan mentados temor y piedad en el respetable, para evitar quedarse en una batalla teatro/poesía, a riesgo de quedar en la superficie con la trama secundada del travestismo y la lograda confusión de géneros. Todos los mimbres narrativos están dispuestos para coser una cesta así, incluso el mismo formato de género teatral, pero el jolgorio, la mascarada, el divertimento, el escape, la música y baile lucen de tal modo que la esencia del desarrollo argumental queda bien aparcada con soltura y digna finesse.
Javier Sahuquillo – foto de Alejandro Amat
Y ahora mostramos aquí una conversación con Javier Sahuquillo, co-director y co-autor de El agua de Valencia.
Es interesante la ruptura del espacio tradicional que hacéis de la sala con la disposición de corral de comedias, y la posibilidad de reservar una cena previa a la función, animada por los actores vestidos en personaje. ¿Crees que hay que buscar fórmulas y formatos originales para atraer al público de nuevo al teatro? ¿O es algo que ha existido siempre?
Bueno, no creo que haya que inventar. Todo está inventado, ya lo decía Borges, todas las formas de contar, todas las narrativas… Lo que sí que creo es que hay que recuperar el teatro como fiesta. Es un lugar de celebración, de encuentro. Nos hemos centrado mucho en la búsqueda de lo sagrado, y muy pocas veces hemos entendido que parte de la sacralidad es la fiesta. Todos los rituales sagrados han sido festivos. Y eso era el teatro en el Siglo de Oro: una fiesta. Eso es lo que estamos buscando con las cenas, donde un actor y una maga hacen un ñaque. Y luego, la agilidad de la representación, que sucede en un corral de comedias punki, se consigue gracias a un versátil espacio diáfano con el público a tres bandas, que es algo difícil en la ciudad de Valencia. Aquí hay pocos espacios que ofrezcan esa posibilidad, como puede ser el Valle-Inclán o la Sala Tirso de Molina en el Teatro de la Comedia, ambas en Madrid.
En las propuestas de recrear la experiencia de siglos pasados tal y como era (ocurre en teatro, música, museística, etc.), siempre se corre el riesgo de caer en una reconstrucción arqueológica. Como este no es el caso, ¿sobre qué teníais especial cuidado para no caer en una arqueología teatral? ¿A qué dabais más apoyo desde la dirección y la escritura?
La arqueología no es algo que nos haya interesado mucho a Anna Marí ni a mí. Tanto ella como Dani Tormo han trabajado muchísimo sobre clásicos valencianos, desde que hicieron Quatre-Cents, de la compañía CRIT, o en Espill o Tirant lo Blanc, y ya tenían una base sobre cómo acercar los clásicos al presente. Sí que se puede extraer algo de las nuevas formas para adaptarlas a las formas clásicas y así evitar la arqueología. No tiene sentido escribir como se escribía en el Siglo de Oro, pero sí que hay muchas herramientas de Lope que se pueden recuperar hoy. Entre otras cosas, porque el teatro siempre ha estado muy vinculado a las formas de producir de cada momento. Pero ahora existen otras formas de producir, otro tipo de público.
Como elementos de dirección, para los referentes que trabajamos con los actores previamente, nos fuimos a comedias de cine clásico y, en teatro, puestas en escenas rompedoras como Romeo y Julieta del National Theatre, Ricardo III de Thomas Ostermeier, el Vive Molière de Ron Lalá, para que entendieran un poco por dónde iba el aroma de la puesta en escena que queríamos hacer. Sin embargo, para la escritura del texto, nos hemos centrado mucho en las estructuras clásicas de la comedia, con autores que a Anna y a mí nos han influido mucho: los Monty Python, Billy Wilder, Edgar Wright, Martin McDonagh… pero sabiendo que estamos en una obra escrita en 2024 para el público de 2024.
El agua de Valencia – foto de Alejandro Amat
¿Cómo unes este montaje a tu anterior Última lluna de Mercucio Montesc, donde trasladabas Romeo y Julieta a una distopía con un elenco juvenil tratando problemáticas actuales? Es decir, sirviéndote abiertamente de un clásico para hablar al mundo de hoy.
Bueno, esto es algo que pasa por mi cabeza desde hace tiempo y que ha formado parte de mi carrera como autor y director, alternando textos contemporáneos con revisiones de clásicos. Este espectáculo va un poco en esa línea y lo mismo pasó con Última lluna de Mercucio Montesc, que partía de una historia que conocía bien, porque ya la había trabajado en Verona. Al final, lo que te permite una historia que todo el mundo conoce, como es la de Romeo y Julieta, es tener licencias. Es lo mismo que hacían Verdi y Rossini con Macbeth o Falstaff; son historias que casi todo el mundo conoce y que se reinterpretan. Aquí había una voluntad de transmitir la pasión que sentimos los tres por el Siglo de Oro, con esa apoteosis de contrarios entre lo moral y lo carnal (como decía Walter Benjamin) que viven la mujer y el hombre barrocos y que vivimos hoy en día. Nosotros, los hombres y mujeres postmodernos, estamos más cerca de lo que pensamos de los hombres y mujeres barrocos.
El agua de Valencia – foto de Alejandro Amat
Una pregunta que hacemos a todas nuestras personas entrevistadas: ¿cómo ves el panorama teatral valenciano actual? No hay respuestas incorrectas.
Lo veo bastante negro porque noto un pesimismo y una derrota en las compañías. Creo que venimos de unos años donde ha habido poca transparencia y poca ambición en el teatro público. Sí que se ha reforzado el teatro privado con la aparición, por ejemplo, de las ayudas bienales que podrían permitir proyectos a las compañías bastante ambiciosos, o relativamente ambiciosos. Pero no sabría decir si han acabado de cuajar. La llegada de María José Mora como Directora Adjunta del IVC (Institut Valencià de Cultura) da cierto alivio y esperanza, pero lo importante es ver qué presupuesto tiene y cómo se implementa. Creo que en Valencia hay una necesidad de vuelta al repertorio, porque es lo que genera público. Y creo que hay que construir un teatro público fuerte que gire en torno a un repertorio trabajado, no desde unos prismas arqueológicos, sino modernos y de dramaturgias actuales, con encargos a autores vivos que puedan darnos visiones distintas de, por ejemplo, Molière, Tirso, Guillem de Castro, Tárrega, Ángel Guimerá, o Chéjov.
En 2010 o 2011 el teatro estaba arrinconado y hubo una explosión de talento y energía, y esos autores y autoras tienen que acabar de consolidarse, creo que no tienen las herramientas para conseguirlo. Estoy hablando de esa generación, que es la mía, la de Carla Chillida, Xavo Giménez, Víctor Sánchez, Paula Llorens… Creo que hay un derrotismo por no haber podido o sabido consolidarse. E incluso hay a veces falta de ambición.
Por ejemplo, veo ahora la llegada de Juan Carlos Pérez de la Fuente y Eduardo Vasco a los teatros públicos madrileños. Eduardo decide hacer Luces de bohemia con 25 intérpretes sobre el escenario y Juan Carlos prepara La señorita de Trevélez con un reparto de doce o catorce, y eso da alegría. Es algo que nos está pasando en El agua de Valencia. Tenemos un elenco modesto, siete, que parece que sea una superproducción pero no, siete es un espectáculo de formato medio. De repente, ver a siete en escena es casi algo revolucionario en estos tiempos y la gente está respondiendo. Esa es una de las voluntades que creo que hay que construir, un teatro popular épico y nuestro. En gran medida, es una responsabilidad institucional, la construcción, no ya de un star system sino de una profesión. Creo que la profesión valenciana está por construir en todos los ámbitos: en lo autoral, en la dirección, en la interpretación. No todos podemos hacer todo, aunque lo hacemos porque no queda más remedio. Eso me provoca tristeza y desprofesionaliza, empobrece el teatro, le quita vuelo y altura de miras. Creo que se ha dado mucha cabida en un discurso de “todo es posible”, “todo para todos”, y no es verdad.
Samaruc