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AcordeónEl alma de los violines

El alma de los violines

 

Los violines tienen alma. No es una prosopopeya, es literal. Me lo ha contado Borja Bernabeu, lutier madrileño que vive y trabaja en Cremona (Italia): “El alma es un cilindro de abeto. Se coloca a presión, sin encolar, entre la tapa y el fondo, ligeramente por detrás del pie derecho del puente. La tradición dice que el alma transmite el sonido de la tapa al fondo. A través de mínimos movimientos de este cilindro, hablamos de décimas de milímetro, se puede modificar radicalmente el sonido de un instrumento.”

       Los violines tienen alma. No es literal, es una prosopopeya. Me lo ha contado Idoia Uribarri, pianista vasca que vive en Nueva York y mi guía por las tierras amables pero a veces engañosas de la música: “Todos los instrumentos tienen alma. No es sólo la de quien la toca, sino la suya propia. Pero el violín es un caso especial porque es longevo. Por ese motivo, su alma envejece y se va enriqueciendo, tanto por un sonido que mejora con el paso del tiempo como por su relación con las almas de todos los que lo han poseído y tocado.”

       Lo que ocurre también con el violín es que esa alma tiene un precio y, al igual que sucede con las personas, cada violín tiene el suyo. Unos se venden por tan sólo 150 euros y otros por trece millones. Establecer ese precio, medir el alma de un violín, es un arte o un mercado, depende de los ojos que lo miren o los oídos que lo escuchen (ya sea el lutier, el músico, el marchante, el coleccionista o el especulador). Ese alma se tasa por su sonido, sí; pero también por otros factores que van desde la madera hasta la creación escultórica.

Integrantes de la orquesta Europa Galante      Los violines más baratos vienen como casi todo de China, país que se ha convertido en el mayor productor mundial. Son los parias de la familia. Su alma espiritual pertenece a la intrahistoria de la música, pasan de forma anónima y mueren casi igual, queridos tan sólo por quienes los han conocido, pero no por el país de los músicos. En ellos se observa, mejor que en ningún otro, la mística de las mercancías  marxista. Fabricados por trabajadores que ganan céntimos de euro, arriba o abajo, llegan a los mercados estadounidenses y europeos a precios de entre 150 y 200 euros para estudiantes que empiezan a tocar el instrumento. A veces se pueden comprar incluso más baratos yendo directamente al proveedor chino a través de internet. “Son casos en los que la necesidad aprieta”, me explica Ana Uribarri, hermana de Idoia, violinista y profesora en el Centro Integrado Padre Antonio Soler, una de las tres instituciones educativas que hay en España donde la música no es una maría sino la razón de su existencia, pues aúna las clases de Conservatorio con las enseñanzas generales en un sistema que otros países desarrollados pusieron en marcha hace cien años. 

       Los violines chinos baratos sirven para esa función, para empezar a estudiar, para hacer “la gimnasia del violín” y ejercitar el talento porque, como dice Ana desde El Escorial madrileño, “cuando falta un buen instrumento es necesario desarrollar destrezas que permitan disimular la realidad de lo que se posee.” Pero aún si “un buen instrumentista puede conseguir su propósito con la peor caja de fresas”, al final siempre surge el problema: “Llega un momento en el que la realidad deficiente del instrumento es aplastante y hay que encontrar otro.”

       Idoia, que dio clases en el Conservatorio Superior de Música Joaquín Rodrigo de Valencia y en la Universidad Politécnica de esa ciudad hasta que se instaló en Nueva York, explica el por qué de esa necesidad: “Uno estudia un instrumento, conoce cómo funciona y busca el máximo de sus posibilidades sonoras, mejorando de ese modo su técnica. Así, cuando uno va a tocar una obra, tiene conciencia del sonido que quiere conseguir en función del estilo, compositor, etc. Pero si el instrumento no es bueno, el músico no tiene esa cualidad, ese color del sonido en su archivo sonoro y no va a poder buscarlo y usarlo en el momento de la interpretación.”

       Desde su taller en la cremonense Via dei Devizioli, Borja coincide con la apreciación de Idoia y, mientras revela la complejidad del violín, resalta otro aspecto: “Existe algo en un violín que sólo quien lo toca lo puede percibir. Hay un asunto importante que es cómo un músico puede producir un sonido. Las diferentes gamas de coloración del timbre disponibles, la facilidad con la que se consiguen extraer los sonidos, la ergonomía del instrumento, la especial respuesta del arco que puede tener una cierta frase, la modulación del sonido. Un espectador puede oír un violín y encontrarlo maravilloso, pero no puede saber lo difícil o lo fácil que es para el músico sacar los sonidos que se escuchan o las diferentes características expresivas que el músico puede tener a su disposición en el violín.”

 

 

       En efecto, el instrumentista con la caja de fresas del que hablaba Ana tiene que pasar un calvario para lograr un buen sonido: “El problema es que tienes que desarrollar la destreza para obtenerlo y un buen instrumento te lo da prácticamente gratis. En uno peor, tu destreza, por lo tanto tu trabajo, búsqueda y esfuerzo, es mucho mayor.”

       Es en ese momento, cuando el instrumento se queda corto o se hace demasiado difícil de trabajar, cuando empieza la búsqueda del mejor violín. Para conseguir uno bueno hay dos caminos: acudir a un lutier como Borja o ir al mercado de violines antiguos creados por lutieres ya desaparecidos. Son los que suelen hacer Historia. Representan la aristocracia de los instrumentos de cuerda y vinieron al mundo entre algodones. Su alma no es un número más, es distinta; delicada y a la vez  compleja. Pero es en ella también donde las tierras suaves de la música pueden tender trampas con abismos escondidos, pues los precios se disparan.

 Borja Bernabeu, lutier      La vía de acudir a un lutier reconocido, como Borja Bernabeu, parece más segura y, en muchas ocasiones, la más asequible. Borja, que cuenta con dos medallas de plata en la XVII Competición Internacional de la Asociación Estadounidense del Violín, es además uno de los pocos lutieres vivos que tienen una de sus creaciones expuesta en el Museo Stradivari de Cremona, la cuna de los lutieres más venerados como Antonio Stradivari, Nicolo Amati y Andrea Guarnieri y su descendencia.

       Sumar las horas que dedica a tallar, encajar y encolar el abeto alpino de la tapa, el arce balcánico del rizo o el ébano del mango, las maderas más usadas en la construcción de los violines, es ya un ejercicio de paciencia y trabajo. Basta decir que a diferencia de los cientos de miles de violines y violas que salen de las manos de miles de trabajadores en las factorías chinas, Borja sólo construye en su taller ocho instrumentos al año. Son como sus «propios hijos», aunque él mismo reconoce que esa afirmación puede «parecer un cliché» cuando se le pregunta por la relación que mantiene con sus violines: «Durante la construcción, con algunos instrumentos todo va bastante bien mientras que con otros se pelea bastante. Luego,  llega un momento en que uno se tiene que separar de ellos, por el bien de ambos, y esta separación a veces es dolorosa. Todavía recuerdo instrumentos que he construido y que me hubiera gustado quedarme, pero es justo que la vida de un instrumento transcurra al lado de un músico. Encuentro que es un momento mágico cuando termino un instrumento, acabo de montarlo y llega el momento de poner el arco sobre las cuerdas. Es como ver la cara de tu hijo por primera vez después de meses de espera. Esta es una de las razones que cuando llega el lunes por la mañana y algunos van al trabajo cabizbajos, a mi me encontraras yendo con una sonrisa.»

       La diferencia entre el sonido de sus violines y los de fabricación en serie es tan abrumadora e indiscutible que ése es precisamente el motivo por el que su oficio es uno de los pocos dinosaurios artesanales que ha sobrevivido a la industrialización.

       «La calidad sonora depende de muchas cosas (…) y nunca es una casualidad», dice Borja, quien para dar una idea de los elementos que combina un lutier cita sólo «unos pocos», a saber: «Elección del modelo y relación interna de las medidas; espesor de las fajas; altura de las fajas; altura y forma de la bóveda; espesores de tapa y fondo; altura, espesor, longitud, forma y posicionamiento de la barra armónica; forma y posición de las efes; calidad y propiedades del barniz y el espesor total de este sobre el instrumento; colocación, forma, peso y espesor del puente; colocación y posición del alma; colocación del puente; selección de cuerdas, etc, etc.»

       Ya sea acudiendo a un lutier, ya sea yendo al mercado de segunda mano, la solución de un problema lleva a otro, como si se jugara con matrioskas rusas. Cada violín surgido de las manos de Borja tiene un sonido diferente y unas virtudes distintas y lo mismo sucede con cada uno de los violines salidos de las manos de cualquier lutier. O en palabras del oficio: “Cada violín es único.”

 

 

       Entonces, ¿cómo fijar su precio si esa singularidad “no es catalogable con una lógica industrial” como reconoce el propio Borja? No se trata del precio de los materiales ni es tampoco el trabajo del lutier, es una cuestión que va más allá porque en realidad los violines fabricados con el mimo artesanal son pequeñas obras de arte. “El violín puede ser valorado con dos diferentes criterios. Además de ser un objeto que cumple la función de hacer música, es una pequeña escultura de madera con un valor artístico en sí. Hay muchos instrumentos que por diferentes razones no pueden ser tocados, pero que son expuestos en museos. Por lo que respecta al aspecto escultórico, la calidad depende del talento, la técnica, el desarrollo estilístico y la sensibilidad del autor”, asegura Borja.

       Es él también quien explica por qué el sonido de cada instrumento es diferente, aún si se calcara uno de otro: “Los violines están hechos de madera y hay que tener en cuenta que no existen dos trozos de madera iguales, ni siquiera del mismo árbol. Por lo cual ya desde su mismo nacimiento es imposible reproducir perfectamente el mismo carácter en dos instrumentos.”

       La sensibilidad e intuición del lutier son, por tanto, la clave para combinar todos los elementos que componen un violín y, por ello, Borja asegura que “los violines de la mayoría de los lutieres que pertenecen a la élite de la profesión son muy baratos si se tiene en cuenta el esfuerzo, la naturaleza hiperespecializada del tipo de trabajo y la investigación que hay detrás.”

       Superando la distancia que nos marca el correo electrónico para nuestra entrevista, Borja se anticipa a mi pregunta: “¿Que por qué no los vendemos entonces más caros? Porque somos muchos los que queremos hacer este trabajo y estamos dispuestos a ganar menos dinero por el simple hecho de tener el privilegio de hacer lo que nos gusta.”

El dúo Ana e Idoia Uribarri       A la hora de fijar el precio de los violines nuevos prevalecen las reglas de la artesanía e impera más el trato humano que la pura razón de mercado pues, como el mismo Borja explica, “entra en juego la percepción subjetiva de la capacidad profesional del músico y del lutier; tanto de sí mismos como el uno del otro. Por ese motivo, desarrollar una relación de confianza con el lutier es lo ideal.”

       Borja prefiere no revelar el precio de sus violines, por un lado, porque “quita un poco de poesía” a su oficio, del que confiesa “estar enamorado.” (De hecho, asegura que uno de los aspectos que más le atraen de su quehacer artesano “es precisamente escapar de la constante tendencia homologante a la monetarización de todo y todos.”) Por otro lado, porque habiendo dicho la cantidad de instrumentos que construye al año, sería como hacer pública su declaración de la renta.

       Pero Fabio Biondi, violinista y director de orquesta italiano, pone una cifra mínima para un buen violín nuevo mientras comemos una hamburguesa en un hotel neoyorquino poco antes de su segundo lleno en el Carnegie Hall el pasado 1 de febrero. “A partir de los diez mil o doce mil euros se pueden encontrar buenos violines nuevos firmados por un lutier reconocido.” Esa cantidad puede elevarse hasta los 38.000 euros cuando se trata de lutieres de gran renombre, como el alemán Peter Greiner, según las revistas especializadas.

       Se trata de precios altos para cualquier mortal y especialmente para los violinistas que quieren empezar, pero no sorprenden a Fabio, que dirige el proyecto de música barroca Europa Galante, o a Ana, que ya a principios de los noventa pagó 3.150.000 pesetas (18.931 euros) por su primer violín. El por qué no les sorprenden tales cifras es porque la otra forma de obtener un buen instrumento pasa por ir al mercado de segunda mano, donde se hallan los violines antiguos de cien, doscientos y hasta casi cuatrocientos años de antigüedad.

       Estos instrumentos, si cumplen ciertos requisitos, son los mejores según la apreciación general. La premisa dice que los violines buenos, como el buen vino, mejoran con los años. Por un lado, porque la madera está cada vez más muerta y transmite mejor las vibraciones y el sonido; por el otro, porque si han recibido un cuidado constante y han sido tocados de forma regular, los violines están en plena forma.

       Ambas características distinguen precisamente los violines, violas y violonchelos de otros pares de la familia del viento o la percusión. Además, son la razón, en principio, de por qué pueden llegar a precios que superan con facilidad los cien mil euros y alcanzan, en ocasiones, hasta diez y trece millones mientras otros instrumentos, como una tromba francesa original del siglo XVIII, ya inservible, puede costar como mucho unos 9.000.

 

 

       “El piano envejece mal. En primer lugar, porque el mecanismo del piano se destruye tanto que hay que cambiar toda la maquinaria y no compensa; es mejor comprar uno nuevo. En cambio, al violín se le rompen las cuerdas y se le deteriora el clavijero, el puente u otros elementos, pero si se cuida la caja de resonancia, que es lo importante, puede durar siglos. En segundo lugar, el piano es un instrumento que ha evolucionado hasta hace poco, pues quedó definido tal y como hoy lo conocemos a finales del siglo XIX, mientras el violín apenas ha cambiado desde mediados del siglo XVII”, me dice Idoia entre café y café y paseo y paseo por Manhattan.

       No quiere decir que los cuidados del violín sean pocos, pues necesitan unas atenciones que van de una “vigilancia diaria y constante de su temperatura y humedad hasta volver a pegarlos si se descolan, evitar arañazos y golpes durante su manipulación, controlar el puente a menudo y rectificar el batidor, cada cinco o seis años, amen de cambiar las cuerdas”, señala Ana que además de su labor en el Conservatorio es concertista, a menudo en dúo con Idoia. Ana cuenta, por ejemplo, que sufrió lo suyo porque actuando en junio pasado con su hermana en el mismo templo neoyorquino en el que tocó Fabio, el Carnegie Hall, su violín se desencoló y hubo de tocar “con una vibración  y la pena de no tener el instrumento al cien por cien.”

       A veces, incluso, los problemas son más graves y los violines necesitan operaciones a corazón abierto, como le ocurre al de Ana. “El instrumento padece una vibración, que puede ser ocasionada por una grieta abierta que no es detectable desde el exterior o a un pequeño despegue de la barra armónica. La vibración no está presente siempre pero, cuando aparece, es muy molesta para mí, aunque el público no percibe nada de momento.”

       La angustia de Ana por el futuro de su violín, por su alma, es evidente cuando cuenta cómo es la operación: “El proceso consiste en levantar la tapa armónica con el peligro que eso representa, porque estamos hablando de maderas de casi 200 años con unos espesores ínfimos. Pese al cuidado y la destreza del lutier hay que tener mucha suerte para que no se produzcan pequeñas pérdidas de materia. Como en toda operación la recuperación es dolorosa, el instrumento suena distinto y para mí es siempre una etapa difícil. (…) Yo tendré que volver a adaptarme.»

       Todos esos cuidados ordinarios y extraordinarios del niño mimado suponen mucho dinero y, en tanto herramienta de trabajo, requieren un sacrificio económico constante para el músico; aunque por lo general, si el instrumento es bueno, merecen la pena antes que comprar otro.

       A esas inversiones se añade el hecho de que un violín que ha pasado por muchas manos y ha sido tocado de forma regular está en forma. “Los violines son como las personas. Si uno se queda en una silla durante tres meses porque se ha roto las piernas, cuando vuelve a intentar caminar no puede. Los músculos no funcionan y hay que hacer recuperación”, explica Idoia, quien señala que, por ejemplo, los Stradivarius que hay en el Palacio Real de Madrid -dos violines, dos chelos y una viola- son retirados de sus vitrinas regularmente para que los toquen violinistas profesionales, evitando así que se entumezcan y atrofien sus músculos.

       Es en esta tercera clase de violines, los antiguos, donde mejor se aprecia la invisible mano del mercado capitalista. La ansiedad de los violinistas por conseguir uno eleva constantemente la demanda de una oferta limitada, una situación que les vuelve muy atractivos para marchantes e, incluso, en muchas ocasiones, para bancos y fondos especulativos que ven en ellos más una inversión de futuro que la herramienta de un músico. Según la revista The Economist, el precio de los violines más codiciados se ha revalorizado una media de un 12% anual desde 1950.

 

 

       Revertir la situación es difícil, porque la oferta de violines antiguos es la que es. Los que hay están contados. De los 1.200 instrumentos que construyó en Cremona Antonio Stradivari, se calcula que quedan unos 650. Y lo mismo ocurre con los Amati, con los Guarnieri y con los que durante siglos han construido cientos de lutieres. Es obvio que no puede haber más, independientemente de que en ocasiones, como ocurre con un cuadro antiguo, se atribuya un violín anónimo a uno de los maestros. Además, la única forma en que la oferta puede crecer es lenta, pues deben pasar muchos años para que los violines de Borja y sus contemporáneos adquieran la plenitud que se le atribuye a los violines antiguos. Los más cotizados -y son unos cuantos- tienen nombre propio, muchas veces el de alguno de sus propietarios a lo largo de su vida, como el Lady Blunt de Stradivari, valorado en siete millones y medio de euros, o el Vieuxtemps de Guarnieri, valorado en 13,3 millones por la revista MarketWatch. También están el Mesías, el Júpiter, el Coloso, el Sarasate, la Rouse Boughton, el Boissier, el Kreutzer, Francescatti, Heifetz, Ruby…

       Algunos, como los españoles que están en el Palacio Real de Madrid, son propiedad del Estado español. Otros, los menos, los tienen violinistas, pero la mayoría están en manos de fundaciones, bancos, jeques árabes, coleccionistas y los llamados fondos de inversión como el que lanzó en Londres el lutier y marchante Florian Leonhard para hacerse con medio centenar de los violines más codiciados. De estos propietarios, algunos prestan los violines a los músicos, otros los alquilan y otros simplemente los usan como un adorno en el salón o como un refugio financiero, igual que el oro, las acciones o el vino.

 

Violines A. Fagnola y Violín Stradivari

 

       Borja explica bien cómo funciona el proceso: “El mercado de los violines es eso, un mercado, y el valor de estos violines está determinado por una serie de razones entre las que el sonido es sólo una de ellas. Otros factores que lo determinan son la edad, el autor, la proveniencia, la cantidad de instrumentos de ese autor en el mercado… Cuando uno compra un objeto de anticuario, uno es perfectamente consciente que gran parte del valor de dicho objeto está en la antigüedad y su relativa escasez en el mercado y no exclusivamente en su valor funcional.”

       Pero el otro asunto esencial es la demanda, esa ansia de los violinistas por los instrumentos antiguos que para muchos ha llevado a su sobrevaloración desde el punto de vista exclusivamente musical. “Lo que ocurre en el mercado del violín es una desgracia. La base mínima de un lutier en la actualidad es mayor que la mejor base de los lutieres de hace cuatrocientos años. Sin embargo, muchos lutieres hoy en día tienen que dedicarse bien a la reparación o bien al comercio por culpa del mercado antiguo”, me dice Fabio, cuyo concierto en el Carnegie Hall cerró una gira de Europa Galante por varias ciudades de Estados Unidos.

       Fabio Biondi, que es una autoridad en la materia como demuestra su tarjeta de visita (Director de música antigua de la Orquesta Sinfónica de Stavanger desde 2005 y de música barroca de la Orquesta de Cámara de Lausana desde 2010) retoma así una vieja controversia al poner en duda que los violines antiguos sean los mejores: “Si se hace una prueba a ciegas, colocando una cortina de separación entre el violinista y el público, prácticamente casi nadie puede distinguir si el violín que suena es un Stradivarius o un violín moderno.”

       Es cierto. Se han hecho muchas de esas pruebas, una de ellas documentada, por ejemplo, en la revista científica Science Daily (en su número del 14 de septiembre de 2009), en la que un violín de fabricación moderna ganó a otro del prestigioso maestro italiano. Pero esas pruebas suelen ser desacreditadas, especialmente por los marchantes y los críticos, bien porque dicen que el violinista ha tocado mejor el instrumento moderno en detrimento del antiguo, bien porque las condiciones de audición no eran las mejores o los expertos del jurado no eran los adecuados. Y ese descrédito se ha mantenido incluso cuando los instrumentos modernos ganaron a los antiguos en pruebas con violinistas vendados para que no supieran el instrumento que tocaban.

       Ni tan siquiera entre los propios músicos hay acuerdo, pues Ana asegura que cuando escucha un violín de la época dorada, como un Stradivarius, todo es distinto. “Son unos timbres, matices, colores, texturas, una belleza que rápidamente te lleva a preguntarte qué violín es. ¿La diferencia con los nuevos? Yo todavía no he escuchado ninguno que se aproxime, pero está claro que se están haciendo buenos instrumentos y no cabe duda que mejorarán con los años. Aunque, sinceramente, creo que no tanto como para llegar a la talla de los antes mencionados.”

 

 

       Ana después matiza su afirmación sobre los Strads, diminutivo con el que los iniciados se refieren a los Stradivarius, pues dependen de muchos factores, entre ellos de su conservación. “Todo es relativo. Los hay maravillosos, pero también los hay mediocres.”

       Ethan Ladd, violinista y gerente en Nueva York de Tarisio, empresa dedicada a las subastas de violines, lo tiene claro y desde su oficina, en la cumbre del décimo primer piso de un rascacielos, sentencia para Idoia y para mí sin posibilidad de réplica: “Los violines antiguos suenan mejor.”

       Pero los marchantes excitan el ansia de los violinistas no sólo desde un punto de vista musical, también desde el económico, manteniendo la demanda en un apogeo continuo. En una entrevista con la radio coreana, el marchante Florian Leonhard explicó entre bromas que “si uno no tiene millones para un Strad pero sí varios miles de dólares, un violín antiguo es una buena inversión. Muchos músicos lo usan de hecho como una pensión cuando se jubilan. Si alguien compró un violín en 1965 por unas 1.200 libras de la época, que eran unos 8.000 dólares en ese tiempo, ese instrumento puede valer hoy un millón de dólares.” Aunque Ana cuestiona esa afirmación, precisamente por la relación de alma a alma que el músico establece con su violín: «A nadie se nos ocurre comprar un buen instrumento por estas cuestiones». 

       La polémica de si los violines antiguos son mejores que los modernos no es de ahora. Ya a principios del siglo XX, el lutier estadounidense Andrew Hyde, aseguraba: “El coste de un violín nuevo es razonable comparado con todos esos viejos tubos sucios destartalados que por razones higiénicas, sino otras, deberían haber sido enterrados hace muchos años. Cuán vergonzoso es ver a una bella y exigente violinista colgar en su pecho una de estas mugrientas reliquias de épocas pasadas. Es horrible pensar dónde habrá pasado ese violín los dos últimos siglos. ¿Quién lo ha usado y dónde? ¿Quién puede contar su historia? Colgado bajo una barbilla, ha sido expuesto al aliento, saturado con sudor, manchado con la mugre y el olor de lisiados y vagabundos, músicos callejeros que quizá los han usado durante siglos, tocándolos en antros y burdeles. Son receptáculos de enfermedades malignas y nauseabundas, que están podridos con mugre y humedades venenosas. En verdad, son una cosa espantosa de ver.”

       Claro que su diatriba no tuvo ningún éxito y cien años después es fácil encontrar a la venta sus propios violines, que a saber en qué antros habrán estado y quién los habrá  tocado. Algunos de los violines de Andrew Hyde han salido a la venta en subastas recientes a precios que empezaban en los cinco y ocho mil dólares.

       Quizá por ese motivo, Borja prefiere no entrar en la controversia: “El tema de considerar un violín mejor que otro es relativo. Es como juzgar un pintor o un escritor. Subjetivamente uno puede gustar más que otro. Efectivamente, puede haber y hay hasta cierto punto una subjetividad compartida; o sea, que ciertos instrumentos o autores de instrumentos pueden poner de acuerdo a quien los juzgan.”

       En cualquier caso, las críticas contra las pruebas entre violines modernos y antiguos desvían la atención de un punto. Nadie niega que los Stradivarius u otros instrumentos con cientos de años de antigüedad sean excelentes; lo que esas pruebas demuestran es que los modernos pueden serlo tanto o más que aquellos. “Existe mucho negocio alrededor. Los instrumentos han adquirido un precio que se debe mucho más a su antigüedad que a la calidad de su sonido. A muchos violines se les puede considerar más como una pieza de arte que como un instrumento. Hay personas ricas que tienen plantado en el salón de casa un Stradivarius sin saber tocarlo ni hacer que lo toque nadie jamás”, dice Fabio con toda la indignación que su afable carácter le permite y a quien las puertas automáticas del Teatro Real de Madrid le destrozaron el pasado mes de diciembre un violín antiguo valorado en 240.000 euros.

       “En mi caso, debido al tipo de música que hago, los instrumentos antiguos son como mi tarjeta de visita. El 80% de los instrumentos de Europa Galante son antiguos, porque prácticamente no me tomarían en serio si no los tuviera”, afirma mientras niega con la cabeza como para espantar la estupidez. Luego recuerda la anécdota del gran violinista lituano Jascha Heifetz, a cuyo camerino se acercó un admirador al terminar un concierto para decirle que le parecía prodigioso el violín Stradivarius con el que había tocado. “Me he sentido conmovido. La belleza musical de ese instrumento me ha hecho casi llorar. ¡Qué sonido! Es increíble”, le dijo, tras lo cual Jascha Heifetz se inclinó hacia el violín que reposaba en la silla, hizo el ademán de escuchar atentamente el instrumento y al cabo de unos segundos, respondió: “Pues yo no oigo nada.”

 

 

       Es cierto, el violín sin el virtuosismo de quien lo toca no es nada, aunque también sea cierto lo contrario. Como dice Ana Uribarri “el día que el instrumentista de la caja de fresas consiga un buen instrumento, hay que apuntarse a escucharlo en primera fila”. No obstante, esa tensión entre el músico, el instrumento y la oferta crea un mercado que “puede llegar a ser muy sucio”, señala Idoia, algo en lo que también coincide Fabio: “Hay un mercado de gente que se aprovecha, sobre todo de los alumnos y su necesidad de tener un instrumento”.

       Todos los violinistas pasan por el trance de comprar un violín, especialmente cuando son alumnos. Ana, por ejemplo, cuenta la “frustración” que tuvo con su “primer buen violín”: “Mi falta de experiencia facilitó que me dejara asesorar por la persona en la que más confiaba en ese momento, mi profesor. Nunca entendí por qué aquel maestro, que en tantas ocasiones había demostrado su buen hacer, descuidó un asunto tan importante para la vida de un estudiante”. El caso es que en 1993 Ana pagó por un instrumento que resultó ser de “poca calidad” un millón quinientas mil pesetas en metálico más el violín que tenía en aquel momento, valorado en 750.000 pesetas. A esa cantidad hay que añadir 900.000 pesetas más por una reparación que debía servir para que “el instrumento mejorara, sin que nunca lo hiciera”. En total, 3.150.000 pesetas de la época (18.931 euros actuales sin tener en cuenta la inflación).

       La necesidad, el ansia o la frustración de Ana por conseguir un buen instrumento es la misma del resto de violinistas, aunque la forma de resolverlo sea distinta. Por ejemplo, ella misma llegó a escribir una carta a la baronesa Thyssen para que le financiara uno. Pero no obtuvo respuesta y, escarmentada de la primera compra, buscó otra solución para su segundo violín. Se marchó a Cuba en busca del fantasma de un lutier del que se hablaba en los corrillos de la profesión en Madrid. Una vez en la isla y tras algunas vicisitudes, Ana encontró a la viuda del lutier y, a través de ella, halló su violín, ese que ella califica de “herramienta vital” para su persona y ese que le “ayuda a recibir y canalizar la gran mayoría” de sus “necesidades más esenciales”.

       Otra forma de acceder a un violín antiguo a la que se encomiendan muchos músicos son las subastas, como por ejemplo las organizadas a través de internet por Ethan Ladd en Tarisio, firma que lleva el nombre del que a principios del siglo XIX fue el primer coleccionista de Stradivarius. “Celebramos entre tres y cuatro subastas al año en Nueva York y se venden entre quinientos y setecientos violines en cada una. El año pasado llegamos a los 2.400. ¿Precio mínimo de salida? Imposible decir, pueden ser cien o doscientos dólares, dependiendo de cada violín y su estado. ¿Máximo? El que se pagó en octubre de 2009 por una viola de Amati, 775.000 dólares. ”

       Cualquiera que desee probar uno de los violines antes de la subasta puede hacerlo subiendo al oasis de su oficina en un rascacielos lleno de pasillos estrechos, paredes desconchadas, estudiantes de música en vaqueros, profesores de guitarra y aprendices de soprano.

Allí, Ethan, con cuatro aros pendientes de sus orejas, traje gris claro y camisa blanca sin corbata, nos enseña, ante el estupor de Idoia y el mío, un violín firmado por Amati alrededor de 1650 y que sale en la próxima subasta, prevista para el 29 y 30 de abril.

       Mientras coloca sobre la mesa el Amati, trescientos sesenta años de madera mimada no más pesada que un papel de fumar, rechaza la pregunta sobre cómo consigue ese tipo de violines. “Es nuestro secreto. Es justo el motivo de mi oficio y no puedo revelar nuestras fuentes.” A pesar del cuidado alguna reparación es evidente, quizá por eso su precio de salida sea tirando a bajo, si se puede decir: 270.000 dólares; aunque se espera doblar esa cifra con facilidad, nos explica Ethan, que abandonó su carrera de violinista por la de marchante. ¿El motivo? “Este es un trabajo más estable”, afirma con cara de circunstancias de la vida.

       Sea con un violín de alma seriada como los chinos, sea con uno de alma única como los de Borja, sea con uno de alma multiplicada y ancestral como los que consigue Ethan, sea con la lógica marxista, la artesanal o la capitalista, la próxima vez que vaya a un concierto y vea a Fabio o a Ana con un violín entre sus manos no podré dejar de pensar en su alma. O por lo menos, no podré dejar de hacerlo hasta que se produzca ese momento mágico de algunos conciertos, ese que como dice Idoia consiste en algo tan sencillo como que “la gente deje de estar en su cabeza, deje de pensar en lo que tengo que hacer hoy o mañana, deje de pensar en tengo que poner la lavadora, y escuche la música que en aquel preciso instante, en aquella sala, un buen músico está recreando.”

 


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