Los 300 habitantes de esta aldea agrícola de Malí llevan una existencia que materialmente ha variado poco desde el Neolítico, pese a que a pocos kilómetros de aquí los móviles causan furor. No tiene sentido preguntarles cuánto ganan al mes, porque su economía es de pura subsistencia. El mijo que cultivan en los tres meses de lluvias lo destinan sólo a su propio consumo, amenazado siempre por la posibilidad terrible de una sequía. Aquí no hay electricidad, cloacas ni agua corriente, y sus enfermos no van al centro de salud del pueblo vecino porque no tienen los 45 céntimos de euros que cuesta la consulta. Sin embargo, derrochan hospitalidad, solidaridad vecinal y capacidad de comunicación. Entramos en sus casas, como la de Bah Dembelé y su marido Samou Moukoro, con ocho hijos. Al mayor lo tuvieron cuando ellos tenían 11 y 13 años de edad.
No hay que pagar ni luz, ni casa, ni agua, ni comida. Pero sale muy caro vivir en Ganga. Hay muy pocas cosas (sanidad, educación, alimentación, saneamientos, electricidad, agua corriente, teléfono…) de las que, según criterios universales del desarrollo humano medido por la ONU, se consideran básicas para vivir dignamente. Aunque a sus 300 habitantes no les falte la dignidad. La aldea de Ganga, situada al sur del río Níger en la comarca de Tominian, sobrevive al pie de la principal carretera que atraviesa Malí. Apenas hay tráfico en esta estrecha cinta de asfalto sin líneas por la que se va a la capital, Bamako, a 520 lejanos kilómetros hacia el oeste. Nos hemos detenido en Ganga al azar, atraídos fugazmente por el letrero con su nombre sonoro, como nos podríamos haber parado en cualquier otra aldea agrícola de Malí, el cuarto Estado por la cola en la lista del Índice de Desarrollo de la ONU, o en tantos miles que surgen como bastiones de la humanidad en la vasta región semiárida del Sahel, la región subsahariana que se extiende desde Mauritania a Sudán.
Las condiciones objetivas determinan que son pobres, muy pobres, pero si se midiesen otros valores intangibles quizás subirían muchos peldaños en el escalafón del bienestar. En Ganga uno siente que hay solidaridad vecinal, que al forastero lo arropan con hospitalidad inmediata, que no hay exclusión y que la comunicación con el prójimo resulta tan natural como respirar o abrir los ojos. También uno descubre que, por falta de dinero y cultura para ir al médico, sus habitantes se arriesgan a morir por una simple infección en un dedo arañado.
Ganga gusta al primer vistazo porque su arquitectura de casas de adobe pardo y graneros con techo picudo de paja se adaptan a la tierra como si brotaran, y de hecho es así, de ella. Su horizonte alrededor es una llanura de campos de cultivo salpicada de árboles, y hombres, mujeres y niños que abren surcos con los arados que tiran sus burros y sus bueyes. Los valiosos retoños de los árboles plantados se protegen con barreras de palos para evitar que su crecimiento se frustre. En lugares yermos o cubriendo un tronco maduro surgen termiteras enormes, rascacielos de arena a escala de insecto que se leen como una fábula de nuestras megalópolis humanas.
La tierra, casi todo el año seca, está ahora felizmente húmeda. La vida la rige dictatorialmente el ciclo de las estaciones. Estamos a principios de julio, al comienzo de los tres meses de la estación de las lluvias, y la tromba de agua que cayó hace cuatro días ha lanzado a todo el mundo, un año más y exactamente igual como desde hace miles, a preparar el campo para sembrar la próxima cosecha de mijo, el cereal que constituye su principal alimento.
La primera persona con la que nos cruzamos es Bah Dembelé (el apellido va delante), una mujer de 46 años que lleva a una bebé a la espalda, sujeta, como es costumbre en África, por una sábana atada eficazmente con nudos por delante. Nos miramos, nos sonreímos, nos damos la mano. Luego nos lleva a su casa. Su hogar es una sola habitación formada por cuatro paredes de adobe en las que se recortan una puerta y dos ventanucos de chapa, con un techo de palos y vigas de madera sostenido sobre troncos que se apoyan a su vez en una piedra cada uno. El suelo es de tierra dura. La habitación mide unos 8 metros de largo por 3,5 de profundidad: 28 metros cuadrados donde reina casi siembre la penumbra.
Sobre un jergón de cañas reposa el colchón matrimonial, de plástico negro. Por encima de éste, amarrado de un cable a un palo del techo, cuelga a modo de lámpara una linterna con un interruptor que, al encenderse, proyecta una luz raquítica. A la derecha de la estancia hay una motocicleta antigua y, en un rincón, una gallina que duerme. Unos palos agarrados con cuerdas al techo hacen las veces de altillo. El armario es un palo pegado a la pared del que cuelgan, mezcladas, coloristas prendas de vestir. Hay también un cartel de la campaña de las últimas elecciones legislativas y una hornacina-botiquín cuyo único medicamento es un bote de Promethazine. Aquí y allí, tres o cuatro baldes de madera, plástico de colores y hojalata. Poco más. Y ya está. Lo superfluo no existe.
La casa tiene un pequeño patio, cerrado por un murete de adobe y en el que regala algo de sombra un árbol delgado. Es en este patio donde se desarrolla la mayor parte de la vida doméstica. Donde Bah Dembelé muele el mijo con el mortero, hornea pan en el horno o calienta la comida en una olla renegrida apoyada sobre dos piedras en un fogón de leña al aire libre. Donde charlan sentados en una desvencijada silla metálica o un neumático de camión hincado en el suelo. Y donde se asean con cazos de agua, una pastilla de jabón y un estropajo, en la ducha a la intemperie que unas paredes a media altura protegen de las miradas ajenas. En este pequeño recinto orinan y se lavan. El agua y la orina se evacuan por un agujero directamente a la calle. ¿Dónde defecan? «Por allí, por allí, por allí», indican los vecinos señalando cualquier lugar del campo. Junto a la ducha-urinario hay también una habitáculo cerrado donde Bah cocina cuando llueve. No hay alcantarillas ni depuradoras, pero el aire al menos está impoluto.
Bah Dembelé ha parido y criado aquí a sus ocho hijos vivos. Tuvo otros dos, Karaba y Yiará, que murieron con 3 años y uno. El primogénito está hoy con ella. Es Pavú, un hombre de 35 años que sufre retraso mental. Las cuentas parecen que no salen, pero ella lo confirma. Sí, era sólo una niña de 11 años cuando lo parió. Su marido, Samou Moukoro, tenía entonces 13 años y hoy 48. Los demás hijos son Batomá, una mujer de 32 años y madre de una niña que se fue a vivir a la vecina y más grande localidad de Baramandougou; Mandú, un chico de 14; Dagá, otro chaval de 12; la pequeña Nema, de 10; su hermana Bakoné, de 8; Kalifa, un niño de 4, y la última llegada a la familia, Hanban, de año y medio, a la que su madre amamanta con sus pechos ya casi exhaustos.
La mayoría de la población con fuerza suficiente para trabajar ha ido al campo esta mañana a arar la tierra y sembrarla de mijo, arroz, cacahuetes, judías, maíz o fornio, con animales de tiro o a mano con sus azadones. Pero la sorprendente visita de los extranjeros tubabu, los blancos, supone un acontecimiento y poco a poco van sumándose vecinos junto a la casa de Bah Dembelé. Entre ellos está el principal consejero del poblado, Samou Mounkoro, que se presenta como «Samou número 1» para distinguirse del «Samou número 2», que es el marido de Bah y que también asoma por la puerta con su gorro roto y las manos tan encallecidas que parecen cubiertas de una costra de piedra.
Por aquí anda además Sakuy Kamaté, un listo muchacho de 14 años que es de los pocos que hablan francés. Cuenta que va al colegio, en el vecino pueblo de Oua, a un kilómetro y medio, donde está el Ayuntamiento del que depende Ganga. La pareja de la casa no sabe leer ni escribir, ni tampoco su hijo primogénito, como el 39,6% de las mujeres y el 53,5% de los varones mayores de 15 años de Malí (según una estimación del año 2003). Pero entre los niños del pueblo se está ganando la batalla contra el analfabetismo. «Todos vamos al colegio desde lo siete años. Ahora ya no hay muchos que no sepan leer ni escribir», dice el estudiante.
En Ganga no hay electricidad y se alumbran con lámparas de petróleo. El agua la extraen de varios pozos, como uno comunal de diez metros de hondo cerca de la casa de Bah, cuya boca se abre en la tierra sobre un montículo sin protección. Aquí no tiene mucho sentido preguntar cuánto gana alguien al mes o al año, porque la economía es de subsistencia y el dinero en efectivo que circula es poquísimo. Ni siquiera les sobra algo de la cosecha para vender. «Lo que recogemos es para comer nosotros sólo», dice Samou, el marido de Bah. Cuando les hace falta dinero contante, tienen que vender algún animal: un cordero se cotiza a entre 3.500 y 4.000 francos CFA (entre 5,25 y 6 euros), una cabra vale 7.500 cefas (11,25 euros) y un buey adulto una pequeña fortuna, 100.000 cefas (150 euros). La familia de Samou y Bah posee, además de su terreno de cultivo, dos bueyes, un caballo, cinco corderos, cinco cabras y una gallina, la que vimos dentro de la casa.
Su mayor e inmemorial amenaza es que llegue la estación de las lluvias y no llueva. «Sabemos que este año ha empezado bien, lo que no sabemos es cómo acabará», dice cauteloso el jefe de la aldea. «Cuando no llueve hay hambruna. Hay gente que no tiene qué comer. Pasan hambre. Los vecinos tienen que darles comida», explica. Por eso los graneros, que elevan del terreno sobre piedras y troncos para protegerlos de las plagas y de las inclemencias, son lugares primordiales, casi sagrados. Allí guardan, para los habituales nueve meses secos y para futuros años de sequía, los cereales de los que depende su supervivencia.
Tampoco hay aquí médico. Tienen suerte de contar con un centro de salud cerca, en Oua, a 1,5 kilómetros. Lo trágico es que muchos no van porque no tienen siquiera los 300 cefas (45 céntimos de euro) que cuesta la consulta, ni para pagarse los medicamentos. «Es mucho dinero, por eso si enferman no van», explica el estudiante Sakuy. No exagera. Uno tras otro, nos presentan a un puñado de enfermos a los que no ha visto ningún sanitario. Davide Moukoro, de 7 años, lleva el brazo izquierdo en cabestrillo. Tiene la mano infectada por un corte. Se lo hizo hace una semana, pero su madre, con cinco hijos, no tiene dinero para pagar un médico que lo vea. Una señora tiene la mano derecha despellejada desde que hace unos días se abrasó con un líquido tóxico. Una niña tiene también un dedo infectado. Otra anciana se queja de dolores de cabeza… Les damos 2.000 o 3.000 cefas a cada herido (entre 3 y 4,5 euros) para que puedan ir al ambulatorio y comprar las medicinas. Es menos de lo que vale una copa en Europa, pero en Malí esa cantidad dobla el jornal diario de muchísimos trabajadores. El problema es que no habrá más visitas de blancos como ésta. Los enfermos seguirán curándose a pulso, a menos que las autoridades extiendan y abaraten su red sanitaria pública.
El estudiante se queja de que en Ganga no haya colegio y dice que cuando termine los estudios se irá a vivir a Bamako. En una aldea como ésta, los muchachos no aspiran a ir más allá de la deslumbrante capital. Europa es un lugar remoto, y por eso no hay aquí emigrantes internacionales. Son los jóvenes de las ciudades, con más medios y visión del mundo, los que se aventuran a intentar llegar a Francia o España. En Ganga, la emigración se desarrolla de momento dentro de las fronteras nacionales, del campo a la ciudad.
No llevan la cuenta de los nacimientos y las defunciones. Pero sí recuerdan que el último muerto ha sido el niño Diara Mombori, de 6 años, atropellado en la colindante carretera nacional. La mayoría de los habitantes son de la etnia bobo y muchos pertenecen a ese 5% de la minoría cristiana de Malí, un país mayoritariamente musulmán. No hay ningún símbolo religioso a la vista, aunque en Oua hay una pequeña «Misión Apostólica». Aseguran además que en esta zona no se practica la mutilación genital femenina que se estima que afecta al 90% de las adultas de Malí.
Dicen que la única diversión del pueblo consiste en algunas fiestas populares en las que bailan, cantan y tocan el tam-tam. Ganga representa un espejo de cómo es la vida en las aldeas agrícolas aisladas de una parte de Malí y África, y también del abismo socioeconómico y técnico que las separa de otras zonas del país y del continente que no tienen nada que ver con esta existencia rural básica, tan semejante en muchos aspectos a la de las comunidades humanas del Neolítico. A Ganga aún no han llegado la electricidad, la televisión, el móvil o internet, aunque hay cobertura y a pocos kilómetros de aquí las nuevas tecnologías causan furor. En Malí operan tres compañías de móviles, Malitel, Orange e Ikatel, y el ADSL para internet se va propagando como la pólvora.
No es todo atraso o inmovilidad. A su ritmo, Malí progresa. En el camino desde Bamako hemos descubierto humildes victorias populares, como la que anunciaba la llegada de la luz en un cartel a la entrada del pueblo de Cinzana: «Electrificado en marzo de 2006». En las ciudades se ven por doquier consignas oficiales positivas: «Trabajo infantil no, educación sí», «Visita la biblioteca escolar», «Todos contra el sida». Esa ola de desarrollo también ha salpicado a Ganga. Hace dos años crearon una asociación de mujeres, cuya sede está en la casa del jefe de la aldea. Su esposa, Nato, es la presidenta. El jefe nos enseña los documentos. Cada una de sus 51 asociadas, entre ellas Bah, puso 500 cefas de inscripción. La misión del colectivo, según su estatuto, es «organizar a las mujeres en torno a actividades de desarrollo generadoras de ingresos y promover entre ellas el espíritu de unión, de ayuda mutua y de solidaridad». También, «asegurar la formación de las participantes, poniendo el acento especial en la alfabetización y la educación de los niños». La asociación se llama Kunmonnun Hurlu. Que traducido del bambara quiere simplemente decir: «Que Dios ayude a los pobres».