Cuando era niño tenía un amigo que se mató de la forma más estúpida. Recuerdo el momento de la noticia como muy pocos y sé que si se ha quedado en mí hasta ahora es muy probable que me acompañe hasta la tumba. Es una bandera que nunca voy a arriar. Recuerdo la sensación de punto y aparte, de corte sin sangre, de navajazo limpio que sólo deja carne abierta y tendones. Recuerdo también no sentir nada o sentir que un agujero desconocido se abría bajo mis pies. Yo jugaba a las canicas sobre la arena del parque y mi padre se acercó, por entre la hierba, con su pantalón corto de tenis y su polo de tenis y su barba, supongo que tremendamente impresionado, para decirme que Raúl se había matado. No sé qué palabras utilizó ni si las entendí al pie de la letra, pero en aquel sábado o domingo de niño jugando a las canicas con mis amigos, una certeza se instaló de inmediato, la de que no volvería a verle y nunca más me llevaría por ahí con su grupo de amigos mayores a ver películas o a discutir de cosas que no entendía. Ese día se acabó mi plan de fuga de un mundo que se me quedaba pequeño.
Raúl tenía todo lo que un niño puede pedirle a un héroe. Era mayor y me hacía caso. Un día cualquiera me llevaba a comer un helado más allá de las fronteras prohibidas de la urbanización y al siguiente, con un poco de suerte, me invitaba a casa de alguien cuyos padres habían ido a dar una vuelta a Barcelona, sentado en un rincón, con ganas de intervenir en alguna conversación sobre chicas o cine o videojuegos. Siempre he tenido cosas interesantes que decir, aunque muchas veces me las haya comido. Raúl era el que hacía callar a todo el mundo para que el niño de 10 años dijera lo que tenía que decir. Él me dejaba crecer. Mi devoción por él se extendía a su hermana Silvia, de la que estaba secretamente enamorado (no es cierto, una vez le regalé unos pendientes o unas calcomanías), y a su madre Juana, que se llama como la mía. Silvia me respondió con un no dulce que no me rompiera el corazón que todavía no tenía. Nunca las volví a ver o seguro que sí, pero ya todo estaba roto.
Cuando mis padres adoptaron un gato gris recién nacido de unos amigos y mi madre me preguntó cómo lo quería llamar, le dije que Raúl. Y no sé cómo, pero puedo ver al gato encaramado en las escaleras de casa y el suelo inundado de agua de alguna cañería.
Tengo otros recuerdos. Una tarde de verano, Raúl llegó con su bicicleta en medio de un revuelo considerable. Él y un amigo se habían ido pedaleando hasta Vilafranca del Penedés y estaban exhaustos y felices por haber empujado los límites. Un aura de pionero ártico en una cara que ya se me ha olvidado.
Otra tarde, después de mucho tiempo sin verle porque había empezado el instituto o algo parecido (sinceramente, no puedo calcular qué es lo que le tocó vivir y qué no), Raúl apareció con una banda en la cabeza, un chaleco vaquero y unas botas. Me habló de Bruce Springsteen. Debía estar loco por él y le imitaba. Muchos años después, zarandeado entre la multitud del primer concierto de Springsteen que vi en Barcelona, con una entrada que me había comprado mi padre (no sé muy bien porqué), pensé en Raúl y en las cosas que se tuercen y se rompen sin ninguna explicación. Ahora, dándole vueltas, sólo me apetece escribir esto: puta vida.
Luego he pensado muchas más veces en él y ahora que se ha muerto Clarence Clemons, el coloso negro de la E Street Band, me ha parecido oportuno mirar a la punta del mástil de la bandera que no arriaré y acordarme de las cosas de las que sólo me acuerdo yo. Puta vida, maldita seas.
Y en mi recuerdo, él siempre es mayor.