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El amor de las mujeres (I)

 

“Somos madre e hija […] pero, aun así, la palabra “filial” parece no tener cabida aquí”, escribe Vivian Gornick hacia el principio de Apegos feroces (Sexto Piso, 2017). Una historia precisamente sobre la relación materno-filial de la autora con su madre, publicada originalmente en 1987 y que -inexplicablemente- restaba inédita en español.

 

Y esto se entiende, ya en llegado al final del libro cuando la mamá habla de su vida pasada, no vivida, sino solo pasada. Pues, desde el comienzo, afirma:  “ya estaba todo perdido”.

 

Vaya, que ya se da por hecho que la relación entre ambas ha de ser difícil –y, de aquí, el testimonio de este libro para dar cuenta de ello-. Por una razón muy básica, y es que “la vida precisa de espacio así como de aire y luz, un lugar para la exploración y el autodescubrimiento”. Y entre ellas dos no lo hubo. Ni por asomo.

 

Vivian lo describe así: “Me adormecía dentro de su atmósfera anestesiante, no podía escapar de la naturaleza apabullante y claustrofóbica de su presencia, de su ser, de su asfixiante y sufriente calidad de mujer”.

 

Porque, desde luego no hubo espacio  en la vida de la madre, esa vida que, como un reflejo descompuesto, se convierte en la vida de la hija. Ya que era una vida sin futuro, de un puro presente en el que el único valor verdadero era el AMOR (así, en mayúsculas) hacia el padre muerto. O, mejor dicho, la pura idea del AMOR (también así en mayúsculas). Sin más. La tragedia de la dedicación exclusiva a un amor hipotético, supuestamente “puro”, incontaminado por la realidad de los hechos.

 

Quizá ello tenga algo que ver con lo que, en un momento refiere su madre como “el vacío de la vida de las mujeres”. Así se entiende ese apego feroz (e inadecuado) que cerca la vida de madre e hija. Un problema más que sentimental de imaginación.

 

Vivian y su madre pasean mucho por Nueva York. Y siempre –o casi siempre- acaban peleadas.

 

No es menos cierto, sin embargo, que hay entre ellas una suerte de ternura callada, una indulgencia que proviene del pesar compartido de los efectos de la idealización de los hombres y del amor.

 

Para Vivian, como contrapartida a su madre, el amor es “una ciénaga”, un lugar para la infelicidad y, en última instancia, un “espacio de fantaseo espiritual”. Un problema irresoluble, caracterizado por su naturaleza de abstracción desesperada. Y es que la tragedia de Vivian es que reproduce la situación de control y poder de su madre hacia ella en relación a los hombres.

 

Y, además, el sexo le funciona apenas como leve alivio para la tristeza.

 

Madre e hija tienen un vínculo muy fuerte que se relata en este libro, una ligazón que, no obstante, no consigue liberarlas de su soledad.

 

Ambas desean en lo más íntimo de sí mismas cortar el vínculo, pero algo lo impide. La costumbre. Un sentimiento homicida de celos, furia, temor, compasión, remordimientos y sí, la incapacidad de vivir una vida propia.

 

La hija lo ha intentando, es verdad. Pero fracasó. Se refugió en la emoción de las ideas, a las que considera “una compañía glamurosa”. La madre, por su parte, quedó varada en la superioridad moral de la idea de la mujer devota del marido, fiel y leal, que sacrifica todo a ese ideal superior.

 

No es raro pues que, hacia el final del libro, reconozca Vivian que ya se ha convertido en la depositaria de la vida de su madre. Y es que, ambas, sin pretenderlo (y de aquí nace, creo, el vínculo que las somete) cayeron en el mismo error: quisieron vivir una vida platónica –irreal, por tanto- que choca frontalmente con las necesidades de la existencia. Siendo de dos generaciones distintas, la una vivió la irrealidad del amor romántico en tanto que la otra sufría la irrealidad del mundo intelectual.

 

Dos trampas con diferentes disfraces que, sin embargo, no esconden un mismo equívoco. Y es de ahí, de ese sufrir parejo, de donde nace la indulgencia que ambas se profesan, al aceptar inevitablemente sus naturalezas afines; su mismo origen, pues.

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