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Mientras tantoEl amor es una pistola caliente

El amor es una pistola caliente

La vida en Comala City   el blog de Bruno H. Piché

Tuve tiempo suficiente, 2 infinitas horas, para repensarlo todo y no llegar a nada. Una cosa sí pude concluir de la manera más tajante: me urge tomar unas buenas vacaciones de Bruno, estoy harto de él. No practico la puntualidad inglesa: la historia de mi vida ha sido andar siempre a la carrera. En mi descargo puedo afirmar que a todas partes llego con prisa, pocas veces me verán apareciendo con retraso excepto cuando se trata de abismarme en mi interior —ahí me he resignado a ser el eterno demorado, el necio procrastinador que atenta en contra de sí mismo. Pero en esta ocasión me tomé el tiempo de llegar a tiempo, incluso unos minutos antes. Para bajar las ansias pedí mi calmante preferido: Gin & Tonic con doble patada. Empezó entonces la cuenta regresiva —algo me temía, una mente nerviosa, se sabe, es un ratón infatigable corriendo infinitos maratones en una rueda de laboratorio;aunque nunca sospeché que la cuenta terminaría por volverse progresiva, estrepitosa hasta llegar a la galáctica ofuscación de los sentidos.

Ahí, sentado a la mesa en el restaurante que más me gusta de esta ciudad, un sitio civilizado, meseros de maneras impecables y procederes eficientísimos, una auténtica rareza en estos pagos, un violinista paseando sus notas por el pequeño local de pisos de buena madera, comida y tragos ambos de campeonato, un lugar plácido, propiciatorio de conversaciones animadas y celebraciones de la buena vida, cero fuegos fatuos, prohibidas las gesticulaciones siemiescas de esta época tan salvaje y vulgarona, ahí, decía, comenzaron a pasar, lentamente, sin ninguna prisa, tal como ella, los antiquísimos versos del poeta:

                   Acércate y al oído te diré adiós.

                   Gracias porque te conocí, porque acompañaste

                   un inmenso minuto de mi existencia.

                   Nunca hubo nada y lo que fue nada

                   tiene por tumba

                   el espacio infinito de la nada.

                   Pero no todo es nada:

                   siempre algo queda.

                   Acércate al oído y te diré adiós.

                   Adiós. Me voy.

                   Pero me llevo estas horas.

Sentado a la mesa, la mirada puesta en el todo indiferente y la nada tan hermética como la mejor caja fuerte disponible en el mercado de productos blindados, desfilaron esos versos que leí por vez primera hará apenas unas siete vidas de gato. Ya no sé —es probable que nunca lo haya sabido— dónde he dejado el corazón: Pigeon Forge, Sewanee, Brentwood, Sevierville, Tullahoma, Soddy-Daisy, Huntingdon, Oak Ridge, LaFollette, Spring Hill, Chattanooga. Conduzco un automóvil azul. Voy a cruzar todos los puentes más endebles del país, destinados al inminente colapso.

Tik-tok, tik-tok, tik-tok. Le pido al atentísimo mesero, un alma buena proveniente de Mumbai, el confort que otorga un segundo cañonazo. Cumple la orden en menos de un minuto. Sonríe mientras deja el flamante trago sobre la mesa. Es o parece descaradamente empático con mi situación.

Tik-tok, tik-tok. Un trillón de tik-toks. La tentación de preguntar me observa fijamente desde la pantalla del teléfono móvil, esa prótesis boba, patética. Vienes o no vienes, te espero o no te espero. La misma prótesis que horas más tarde emite, desde el otro lado del Atlántico, loud and clear, los gritos de gusto que suelta el hijo más pequeño de mi amigo mientras lo baña en una pileta infantil rebosante de agua y jabón y juguetes de goma. Yo nunca fui ese niño: el aire estaba saturado de llanto, enloquecedoras discusiones de adultos, incomprensibles, estridentes. Fui criado por una manada demente de lobos asesinos. El aguijonazo de la ansiedad. Que eficiente analgésico es el alcohol. Cura todos, o casi todos los males. Nunca nadie me verá juzgar al borracho trastabillante, al adicto reducido a su propio esqueleto. Al fin llega la hora en que se vacía mi restaurante preferido.

La auténtica tragedia ocurre cuando abro la puerta del apartamento que habito desde hace seis meses. Basta con avanzar y girar dos veces a la izquierda y toparme de bruces con el consabido altero de platos y vasos y tazas y tenedores y cacerolas, la pila inagotable de trastes sucios a la espera de acometer la más postergable de las faenas domésticas. Es mentira que la verdadera noche oscura del alma llega con las tempranas horas de la madrugada —tus ojos son el cuchillo más letal. Al mismo tiempo que las piernas se me paralizan, emprendo la fuga de vuelta a la célebre Calle del Jubileo con tal de ponerme a salvo de los mil cuchillos gris-verde que vuelan hacia mí. Salto desde el balcón del cuarto piso. De milagro no caigo despanzurrado y me libro de ser arteramente acuchillado. Ignoro si esta noche voy a morir de alegría o de tristeza. Lo sabe el dios salvaje.

 

 

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