Su aburrimiento es exquisito y excesivo.
Le gustaría que alguien fuese a hablarle,
y casi tiene miedo de que yo
cometa esa indiscreción.
Ezra Pound
1.
Su cara de asco es antológica.
Pero lo peor es el grave insulto que me dedica al pasar por su lado, mientras habla por teléfono (con su novio, claro: espejo de reconocimiento y caldera de carbón que atiza su furibunda cólera contra el mundo); y, por supuesto, sin venir a cuento.
Así que sonrío y sigo mi camino.
[He salido afuera del colegio un momento, me ha dicho “bien, no hay problema”; sin embargo, a los cinco minutos ya estaba llamándome “vuelve, quién coño te has creído que eres, etc”]
Deambulo en la oscuridad. Obviando su presencia.
[en el colegio los niños corren, se divierten, juegan… los padres estamos felices, disfrutando de lo bien que ha salido todo en la fiesta de Carnaval; ella no, ella sigue con su antológica cara de asco. Sola. Apartada del resto. Masticando su furia y rescatando todas las injurias de su –ya, para mí, conocido- arsenal]
*
Pero me persigue, me llama por teléfono. Acecha mi silencio y sigue con sus acusaciones, sus bravatas.
Viene hacia al patio, donde estoy con varias peques que saltan (entre ellas mi hija), ríen y juegan en la oscuridad; cara de asco mediante ella sigue, continúa con su increíble encono, me lanza varias bolsas, un tambor que le había pedido para el fin de semana; y ello con el adorno de más insultos. Como quien no teniendo confeti o luces de colores se ve en la necesidad de adornar con fuegos de artificio su campo dinámico: buscando, al fin, el reconocimiento que –según parece o ella cree- se le está negando.
Yo sonrío, callo. Las manos en los bolsillos.
(si no me amas, al menos ódiame; supongo que piensa)
Lo más divertido del asunto es que lleva una tote bag. En ella se lee, con un orgullo esquizofrénico, con una tipografía gris perla: Feminism.
Acabáramos.
2.
Escribe el Abate Dinouart en su ya clásico El arte de callar (Siruela, 2008) que “para callar bien, no basta con cerrar la boca y no hablar […] hay que saber gobernar la lengua, reconocer los momentos en que conviene contenerla, o darle una libertad moderada; seguir las reglas que la prudencia prescribe en esta materia”.
Y, más adelante, añade que “hay que escribir cuando el alma está en una situación adecuada para hacerlo […] un libro bien escrito es cosa de un hombre que controla todos sus impulsos”.
A lo que matiza que “cuando la religión, el Estado, el honor, o algún interés considerable, son atacados, es a menudo el momento de escribir. Las leyes divinas y humanas lo permiten y ordenan”.
3.
Leo La verdadera (DeBolsillo, 2006), de Saul Bellow. Y me llama la atención el ambivalente paralelismo que tiene con El cuarteto, de Manuel Vázquez Montalbán.
Los narradores de ambas novelas se dedican a “buscar síntomas de excelencia en tipos humanos evidentemente dedicados a la esterilidad”.
Eso me suena.
4.
Escribe T. S. Eliot en «La muerte de San Narciso»:
“Ahora él es verde, seco y manchado
Con la sombra en los labios.”
5.
A pesar de tratar también sobre varias otras cosas, me interesa la negligente idea del primer amor que maneja Saul Bellow en La Verdadera. Esa que establece un diálogo (in)interrumpido, pero imaginario con el ser querido. Esto es: una idea del amor (in)contrastable; férrea, empero, melancólica.
El primer amor como faro que guía nuestra vida, como imposibilidad. Como féretro. Porque es ahí donde nuestras esperanzas amatorias quedan sepultadas y ya no saldrán.
Un vivir emperrado en no querer desvelar el misterio. Por gozar de una cierta insensibilidad.
Algo demodé, platónico. Sí, claro.
Cómo no.
6.
Pero esa razón –y héte aquí lo interesante del libro- acaba confrontándose (cuarenta años después) con la mujer real, con la que el narrador protagonista siente una afinidad única. Su animalidad sexual se ha hecho pública (su exmarido la pilló con otro hombre y hay unas cintas que lo prueban, y que –suponemos, aunque no se nos dice explícitamente- nuestro amigo narrador ha escuchado).
Resumiendo: La verdadera acaba con el temor de ella de que él haya escuchado las cintas, pensando que, por esa razón, ya no habría de amarle y con una proposición de matrimonio por parte de él (sin respuesta).
Mientras ambos ven como el ataúd del marido de ella (e íntimo amigo de él) es introducido en la tierra, Harry Trellman (el protagonista) dice “distanciándome de mí mismo contemplé el rostro de Amy. No había nadie en toda la tierra que tuviera unos rasgos como los suyos. Aquellas facciones eran la cosa más asombrosa en la vida del universo”.
Harry Trellman finalmente ve a Amy (¡cuarenta años después de haberse enamorado de ella!).
A la mujer real, la que santifica y da valor de eternidad a las costumbres burguesas. Y eso le parece maravilloso.
Y, en fin, de eso va el amor verdadero; digo yo.