Lo oigo primero, «a las barricadas», en el sonido de una flauta dulce, mientras avanzo por una calle repleta de terrazas.
Lo veo después vestido como ahora visten los que se llaman anarquistas (rapado y rastas, creo, ropa floja de capear la calle y el perro de perro flauta).
Y veo después sobre todo la mano extendida de mesa en mesa, pidiendo la limosna mientras suena el mítico himno de los anarquistas que querían cambiar la sociedad de finales del XIX y del XX.
Hoy ese himno sirve de excusa para mendigar, no para transformar.
Ayer la mano de un anarquista era mano de acción.
Recuerdo cuando conocí a uno de ellos, de setenta años, en un café de Madrid. Me narró años de lucha en el antiguo metro de la Guerra. Y hubo un instante, después de un largo silencio, en el que comenzó a murmurar el himno. Como suena la música en los sueños. Con la extrema melancolía de una derrota profunda y sin vuelta atrás.