
En el Museo de Bellas Artes de Sevilla se guarda un cuadro verdaderamente singular: el Retrato milagroso de San Francisco de Paula, pintado por Lucas Valdés hacia 1710. Hubiera hecho las delicias de Walter Benjamin, de haberlo conocido. En él vemos cómo un ángel remata una pintura de San Francisco de Paula que el pintor no ha podido finalizar; pues, por lo que parece y se nos muestra allí mismo, acaba de morir, paleta en mano. El querubín, sentado ante el caballete, mira compungido (¿o simplemente concentrado?) el cuerpo inerte del artista, ya caído en el suelo. A su espalda, en el alféizar de la ventana, vemos un grabado del santo que servía como referencia para el pintor, pero ya no para el ángel. Lo confirma el hecho evidente de que éste dirija su atención al cuerpo yacente en lugar de fijarse en esa imagen, como era de esperar.
Se trata – nos informa una cartela absolutamente necesaria, dado el cambio de lugar del cuadro, que lo ha despojado de todo su contexto de significado – de un milagro de San Francisco de Paula. Hemos de entender, entonces, que por su intercesión es llamado el ángel para terminar el retrato del santo que estaba pintando el artista antes de morir, súbitamente.
En efecto, tal como el propio cuadro de Lucas Valdés evidencia, la imagen del caballete estaba siendo copiada a partir del grabado. De hecho, se sabe que la estampa que sirve como modelo es una copia del retrato de san Francisco que realizó Jean Bourdichon (1457-1521), pintor de la corte de Luis XII de Francia. Bourdichon llevó a cabo, por orden real, tres retratos a partir de la máscara funeraria del santo que luego sirvieron como modelo para diversas estampas, entre ellas esta. En consecuencia, el milagro – como los diferentes retratos y el propio grabado – no pudo más que realizarse con posterioridad a la muerte de San Francisco, acaecida en 1507.
De manera en cierto modo equivalente, el cuadro está siendo rematado por el ángel, pero – diríamos – por intercesión también del espíritu del pintor muerto; de ahí tal vez la concentración de la mirada angélica sobre el cadáver y no en la imagen de la estampa de la ventana. El ángel tan solo está acabando de perfilar la figura que, por decirlo en palabras de otro santo, tenía ya el pintor en las entrañas dibujada.
Se da así un alucinante contagio entre imágenes, cuerpos presentes y ausentes y procesos de transmisión a través de representaciones plásticas: del cuerpo muerto de San Francisco al molde de su máscara funeraria. Luego, de esta, al retrato de Bourdichon, y después del cuadro al grabado y sus diversas estampas. Posteriormente, doscientos años después, el óleo de Lucas Valdés reúne de nuevo todos los motivos: una estampa y, quizás queriendo retornar a la fuente primera, una simulación muy verosímil del cuadro original de Bourdichon, y todo ello rodeando un cuerpo muerto. Estamos como ante una sucesión vertiginosa de identificaciones y sustituciones de representación, al modo de cajas chinas, que solo un entendimiento angélico podría abrir y revelar. Su radio de acción delimita al completo el espacio ontológico de la simulación pictórica.
En efecto, tan solo un ángel – un enviado o mensajero: figura eminente de la mediación entre mundos – es capaz de coser la vida a partir de la muerte misma. Por contacto – en este caso solo visual – con un cuerpo muerto y a la velocidad de la luz, el paso cartográfico – o mejor: el pincel sutil del ángel – recupera lo que nosotros ya dábamos por perdido, en tanto que la muerte nos lo había arrebatado. He ahí el milagro, que solo un santo y su ángel puede hacer efectivo: alterar la ley de la parca. Concebir de otra forma el fatal destino de toda carne o materia. Y perfeccionar, es decir: culminar su dibujo hasta entonces imposible, por encima de toda previsión.
Pero, en cierto modo también, ¿no apunta la angélica ligereza – esa su inteligencia superior, comparada con la pesantez mórbida y bruta de la carne mortal – a una condición que excede, por decir así, a la mera razón y conforma – y al tiempo confirma – la excepcionalidad de la experiencia que llamamos arte?
Es necesario volver a insistir: el ángel no mira al grabado sino al cuerpo exangüe del pintor. Lo que concentra su atención es, pues, la existencia – aun impotente, tal vez incluso por ello mismo: solo la seráfica potencia podría completar su imperfección, su inacabamiento -. Se trata en todo caso y siempre de custodiar singularidades, identidades, individuos, infinitamente alejados de toda ley, técnicas o principios metodológicos; de toda regularidad. No sirve el saber de las ciencias humanas – ni siquiera el anatómico ni, por supuesto, el geométrico – para alcanzar el principio ausente o imposible de certificar de la condición humana. Se necesita la inteligencia sutil de un ángel, ciertamente, para trazar un imposible…para soportar y salvar la carga, tan pesada, de cada existencia singular. Durero, en su Melancolía, mostró algo de esto.
Pero esto es precisamente lo que el arte del retrato exige. La carnación resulta lo más parecido a una encarnación, incluso a una resurrección. Es lo más difícil de alcanzar para un pintor, como avisó Diderot. Tal es lo que angustiaba, por ejemplo, a Giacometti, con su tremenda obsesión por alcanzar un casi imposible – para él – parecido. Siempre hay una distancia prácticamente insalvable entre lo real y sus simulaciones o copias, o entre el referente y el retrato – por necesidad im-perfecto, o sea: inacabado-. Una distancia semejante a la que hay entre un cuerpo vivo y ese mismo cuerpo muerto. Se necesita un milagro o quizás un ángel para levantar y luego conservar ese tortuoso trazado.
No obstante, la obra cumplida realiza este encuentro entre ambos polos; en este sentido, siempre imprevistos, siempre singulares y únicos. De manera que nada se puede decidir de antemano en relación con este ejercicio – que ha de ser infinito – de apropiación; ahí donde se trata del movimiento de un pensamiento y de los gestos – en buena medida secretos y desconocidos hasta para uno mismo – de su decisión. Por eso mismo Heidegger, por ejemplo, sostenía que el pensamiento no es el que emprende fundar el ser y luego fundarse él mismo con ello, sino más bien y solamente la decisión que aventura – en que se aventura– y que afirma la existencia sobre su propia ausencia de fondo. Bataille, lector de Heidegger, lo dijo a su manera: “La fiesta infinita de las obras de arte está ahí para decirnos que un triunfo es prometido a quien salte en la irresolución del instante”. La obra solo se cumple en este salto como de ángel. En el fondo, que exista ella misma es el milagro.
También, entre los milagros que San Francisco de Paula realizó en vida, se cuentan algunos de resurrección. San Francisco falleció el 2 de abril de 1507, en Viernes Santo. Recibió sepultura en el convento mínimo de Montils, en Francia. En 1592, los hugonotes saquearon su sepulcro, encontrando el cuerpo del santo incorrupto. Lo sacaron fuera, lo quemaron y esparcieron sus huesos. Pero luego estos restos fueron recuperados por los fieles católicos, que los distribuyeron como reliquias entre varias iglesias de la orden. He ahí, al cabo, otro acto con que se culmina la vida de un hombre después de muerto. Seguro que un ángel los ayudó en esta pequeña resurrección.