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El árbol de las pagodas

 

 

Hay árboles que escriben su follaje con plumilla, y otros que dibujan sus troncos con caligrafía china. La sófora japónica es el árbol del sufrimiento, crece retorciendo su ramas, que se convierten -con los años- en una valiosa madera, tan apreciada como el ébano.

 

En Japón, cuando llegan a viejos estos árboles, y se ven obligados a talarlos, destinan sus troncos a la construcción de pagodas, como recompensa a una existencia tan larga y tormentosa. El árbol que se convierte en templo, alcanza su paraíso.

 

Acaba de regresar Faba de una fugaz visita a la capital del antiguo reino de Navarra, y retorna con alma de árbol. La hermosa, alegre y bien organizada ciudad de Pamplona, le ha permitido la posibilidad de convivir no sólo con sus poderosas piedras, sino también con su tesoro botánico por calles, murallas y plazuelas.

 

Los troncos, las ramas y las copas de las sóforas japónicas, le han contado y transmitido toda su experiencia. Sin poder dejar de mirarlas, ha leído en cada nudo de rama, en cada centímetro de corteza, o en el más humilde tallo, el testimonio y la huella de un dolor casi humano, inconcebible en un ser vegetativo. Si la raíz de mandrágora (tan común en estas tierras; tanto que se la licoriza) tiene fama de ser antropomórfica, y se la considera la planta más asociada a un humanoide; la sófora japónica debería ser considerado el árbol más próximo al alma humana.

 

Se percató Faba de su existencia, al descubrir -camino de su hotel- que en la Plaza de los Ajos, un árbol dejaba caer una de sus ramas casi hasta el suelo, haciendo impracticable un segmento del espacio público. Sólo un niño pequeño podría haber pasado bajo esa rama. «¡Qué amable ciudad! -pensó Faba- que respeta a sus árboles hasta el punto de dejarles invadir una plaza». Le pareció casi un acto poético, la presencia de esa rama que bailaba con el suelo, como el brazo recto de un flamenco.

 

 

En la estratégicamente ubicada Taberna del Caballo Blanco, en el rincón de uno de los baluartes de la muralla, volvió Faba a sentirse poderosamente atraído por la elocuencia de los árboles pamploneses. Estaba sentado bajo la segunda sófora que encontraba en la ciudad. Sus ramas profundas, coloristas y complejas, le transmitían mucho más que las piedras milenarias. Las guías de la ciudad le pusieron ulteriormente en contacto con la historia de este misterioso árbol, que llegó a Pamplona desde China.

 

Cerca habrá pasado Faba en sus dos paseos por el Parque de la Taconera (con unas vistas privilegiadas sobre el río Arga, y a un cinturón de suaves montañas que rodean la ciudad como un miriñaque) de la tercera sófora de Pamplona, la más sufridora de todas ellas, con un tronco tan tormentoso como un retorcido sarmiento.

 

Orgullosa debe sentirse la capital navarra de sus árboles y de su rico, protegido y bien cuidado patrimonio arborífero, que la convierten en una ciudad especialmente armónica; tanto, que podría hablarse en ella de espiritualidad vegetal. Los árboles de Pamplona son arquitectura viva; no es pues de extrañar que naciera en estas tierras el gran arquitecto Rafael Moneo, ni que fuera su cercano vecino guipuzcoano el potente y puro escultor Jorge Oteiza.

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