Los que hemos tenido la suerte de asomarnos en alguna ocasión durante todos estos años al profundo proceso de transformación que ha sufrido el Museo Arqueológico Nacional, hemos podido asistir al alumbramiento de un gran proyecto. Después de más de un lustro de obras y tras no pocos retrasos e incertidumbres, el próximo 1 de abril abrirá sus puertas al público el nuevo MAN. Casi un milagro, en estos tiempos de incuria cultural, tal vez porque se planteó y se sentaron las bases antes de que la crisis anegara cualquier iniciativa contraria al control del déficit; tal vez porque urge mostrar la evolución común de este país inhóspito e ingobernable en el que, sin embargo, se han desarrollado y han dejado su poso las grandes civilizaciones.
El resultado, de cualquier forma, es magnífico, con una propuesta museística de primera magnitud que, dicen los expertos, requiere no menos de diez horas para recorrerse con provecho. Se pudo incluso plantear la distribución de las piezas y su recreación histórica con maquetas y moldes hasta que cada una de ellas quedaba asentada en su lugar. Una labor sólo al alcance de esos arqueólogos a los que vemos pertrechados de una brocha escarbando pacientemente una cuadrícula bajo un sol abrasador. Para los vecinos, hay que señalar la agradable terracita, soleada por las mañanas y donde se puede comer a buen precio, además de otras instalaciones: biblioteca, librería…
Algunos echarán de menos las viejas salas del museo, donde se abigarraban, junto a las momias, puntas de silex y muchas monedas, según mi recuerdo infantil. La pieza emblemática del museo, la Dama de Elche, conserva un emplazamiento similar al que tuvo siempre –en una vitrina y con un fondo neutro–, pero se realza con la cercanía del repóker de damas de la colección: la Dama de Baza, la Dama oferente del Cerro de los Santos, la Dama de Galera y la Dama de Ibiza. El nuevo MAN estrena instalaciones, amplía su superficie expositiva y ofrece cerca de 13.000 piezas, de la prehistoria hasta el retrato de Isabel II con el que termina el recorrido.
Egipto –donde España tiene una presencia permanente desde la presa de Asuán– se muestra a través de una representación del Nilo que recorre la sala. Se incorporan, en los grandes apartados, salas temáticas que se completan con una cuidada infografía y cartografía y un buen número de pantallas con audiovisuales; hay uno magnífico que recrea las construcciones de los romanos: el puente de Alcántara, del siglo I, continúa en uso. La ventaja de un museo remodelado por ‘estratificación’ (imperativos de los vaivenes presupuestarios) es que se han superpuesto los trabajos de empresas diferentes y no se nota un mal endémico de los espacios expositivos de nuestros días: la mano del diseñador empeñado en dejar su sello por encima de la colección.
En las plantas superiores sorprenden los mosaicos romanos, en especial el de las estaciones y los meses, que puede admirarse desde diferentes perspectivas. Cada sala te sumerge en un mundo singular: te detienes en una pieza exquisita, como un ábaco de bolsillo o uno de los astrolabios más antiguos que se conservan, y al levantar la vista observas en el techo un artesonado medieval. Se han cerrado los patios y se presenta un recorrido cronológico que no existía e invita a reflexionar sobre nuestra cultura antes de la glaciación de Wert: en la modernidad del diseño de una joya visigótica, en la simbología de las cabezas de bronce de los toros de Costitx (Edad del Hierro), primer municipio balear que se declaró antitaurino.
En un rincón en el que se exponen los grabados, las fotografías y los documentos de la historia del propio museo –hasta los daños sufridos en la Guerra Civil–, hay un óleo que representa a un barco en el que se llevó a cabo una misión heroica y temeraria. Aunque fue la reina Isabel II la que firmó el decreto fundacional del Museo Arqueológico en 1867, su inauguración e impulso corresponden a Amadeo de Saboya, un rey culto, amante de las artes y propulsor de la modernidad, en el poco margen que le dejaron, pues en su corto reinado de dos años formó seis gobiernos, convocó dos elecciones generales y sufrió un atentado.
El 9 de julio de 1871, sentado en un severo y elegante trono colocado bajo palio, el rey Amadeo inauguraba un museo que proporcionaba al pueblo los medios para que “forme su corazón y su inteligencia”; todavía en una sede provisional, el Casino de la Reina –en la calle de Embajadores–, pero sede al fin de las colecciones de antigüedades. Ese mismo día surcaba las aguas del Mediterráneo la fragata Arapiles, en una misión militar, a la que se había incorporado una comisión arqueológica que contaba con el beneplácito real. Su presidente era Juan de Dios de la Rada y Delgado, a la sazón jefe del fondo antiguo del nuevo museo, y formaban parte de la misma el joven arquitecto Ricardo Velázquez Bosco y el también joven diplomático Jorge Zammit.
Su propósito era recoger piezas y colecciones para el Arqueológico de los lugares en los que la Arapiles habría de recalar durante su travesía por el Mediterráneo. Sólo hubo un problema –ciertamente crucial– pues el Ministerio de Fomento no proveyó a la comisión más que de un exiguo fondo de 25.000 pesetas con el que no daba ni para pagar las dietas de sus miembros. Recorrieron Nápoles, Messina, Siracusa, Atenas, Beshika, Constantinopla, Chío, Samos, Rodas, Chipre, Beirut, Jaffa, Port Said y por fin Alejandría; tuvieron en sus manos piezas únicas y singulares que unos años después habrían de llevarse sobre todo los estadounidenses; se extasiaron ante la belleza de las ruinas y en los riqueza de los yacimientos, y aunque Rada perseveró en su intento (el capitán del barco cerró la caja), la primera expedición de la historia del Arqueológico fue un fracaso por la penuria económica.
Rada llegó a Egipto, el sueño de su vida, pero como Moisés no pudo entrar en la tierra prometida ya que el capitán, harto de los miembros de la comisión triscando por las ruinas y comentando cada piedra, decidió dar la excursión por concluida y regresar a la patria. Aun así, trajeron, según la prensa de la época, 22 cajones “con muchas preciosidades artísticas y arqueológicas” que desde entonces se veneran en el MAN. Rada tardó muchos años en escribir los tres tomos de un libro con magníficas litografías de Ricardo Velázquez que hoy es un cotizado objeto de bibliófilo y un compendio del saber de la época: Viaje a Oriente de la fragata ‘Arapiles’ y de la comisión científica que llevó a su bordo (1876-1878). Fue director del Arqueológico de 1894 a 1900 e intentó sin éxito durante toda su vida regresar a Egipto para completar la misión encomendada. El próximo día 1 de abril, cuando el MAN abra de nuevo sus puertas, habría que rendirle homenaje, no por sus méritos científicos, que los tuvo, sino por su entusiasmo, perseverancia y amor al trabajo en tiempos tan ingratos para las grandes empresas culturales como estos.
La fragata Arapiles.