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Mientras tantoEl atleta imaginario

El atleta imaginario


Foto de Flickr Commons. Autor: tsu55

Tal vez era una locura pasajera. Buscó entre las sábanas esas medias que se ponía por las noches para espantar sus pesadillas. Se las puso. Era muy temprano cuando salió a correr. Hacía frío.

Sus músculos se quejaron. Tal vez reclamando la posición cómoda en la cama, el clima ambientado. Sin embargo, poco a poco, la máquina que era su cuerpo entró en calor. Cruzó la esquina por donde alguna vez había visto perderse a un venado. Dobló por una calle en la que antes no había reparado. E imaginó esta historia:

Hallaba una quinta abandonada. Decidía cruzar el patio. Una loca y un mayordomo, como los de Sunset Boulevard, convivían allí. Un mono se acababa de morir y estaban enfrascados en el entierro. Él los sorprendía. Ambos volteaban a verlo trotar: estaban llorando.

Es obvio que no estoy inspirado, pensó

Salió hacia una cuesta con un paisaje hermoso. Sobre la pista un auto blanco, eléctrico, se detuvo para que él cruzara. El atleta imaginario pensó en otros seres humanos que también habían trotado por aquellas rutas. Se imaginó otros ojos que habían mirado antes que él esos puentes de piedra, las paredes de madera prensada, este barrio de los suburbios de Nueva York. Código ZIP: 10570.

Imaginó las coincidencias que habían sellado el número de su código postal. Pensó en desgracias que podrían acarrearle esos cinco números decididos alguna vez en algún directorio del Servicio Postal de los Estados Unidos. Terminó de correr. Se detuvo frente a la casa, subió las gradas desde la entrada. Entró a la cocina. Sudaba.

Se imaginó a Michael De Sisto, el constructor visionario que miró esas colinas y dijo que allí podría levantarse un nuevo barrio, mirando al pueblo desde lo alto. Había un gran silencio esa mañana. «Aún duermen», pensó.

Se preparó un café. Los músculos se acomodaron otra vez a la temperatura de la casa. Mientras se filtraban las gotas del líquido caliente, sus ojos se fijaron en el periódico, en las maletas de sus hijos apoyadas en los respaldos de dos sillas pequeñas, en las loncheras abiertas. En cuatro zapatillas lanzadas sin orden por la sala.

Y reparó que a ese espacio, él lo había convertido en hogar.

 

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