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El auge del imperativo

 

Al atravesar un día por un paso subterráneo, cuyas paredes —al igual que las de los retretes y otros lugares angostos y cerrados, incluidos los pupitres escolares— suelen constituir muchas veces un palimpsesto del desahogo interior y la expansión contrariada de algunos, me fijé de repente en una curiosa unanimidad. Estaba embadurnado de unas pintadas anarquistas recientes que, sobre viejos carteles pintarrajeados y nuevos garabatos, rezaban cuanto sigue: “no votes”, “deserta”, “rebélate”, “organízate y lucha” y otras voces por el mismo estilo. Vaya, me dije burlón, a ver si va a resultar que son ya sólo los anarquistas los que utilizan el imperativo con tanto ahínco.

 

Me equivocaba, me equivocaba de medio a medio, pero sobre todo porque no quedaba ahí la cosa. Poco después —no habrían pasado ni dos meses de mi anterior observación—, mientras hacía pacientemente cola para pagar en una librería italiana, reparé también en los libros de pequeño tamaño, a veces auténticas joyitas o bien caprichosas peritas en dulce de la edición, que con el fin de engolosinar aún en el último momento a sus clientes acostumbran a colocar los libreros junto a la caja. Leí sus títulos uno a uno con creciente incredulidad y, al final, me quedé poco menos que pasmado. ¿Per será posible?, me dije. Junto al ya por entonces célebre Indignaos, del insigne creo que nonagenario francés, figuraban —y puedo asegurar que no es harina de mi invención— los siguientes títulos: Comprometeos, Rebelémonos, Indignarse no basta, Liberaos.

 

¿Tamaña coincidencia era una simple casualidad? —me pregunté—, ¿una mera moda? ¿O no será más bien que un extraño tono de ordeno y mando anda abriéndose paso por cuantos resquicios puede? El uso de la gramática, del lenguaje, como es propio, es testigo y parte, vehículo de transmisión y cosa transmitida. Obra y revela, hace de las suyas y anuncia a quien sabe oír, da a advertir a quien quiere tener ojos para advertir.

 

Un empleo tan machacón del modo imperativo, una exposición tan desenvuelta y sin ambages, como a calzón quitado, del deseo de imposición de una voluntad, me acaba de volver a sorprender de nuevo esta vez en los políticos de profesión —o bien en sus publicistas, que son, también por profesión, los que mayormente sustituyen o representan a aquéllos. Se trata de las consignas más emblemáticas de la propaganda electoral para las elecciones generales de este mes de noviembre de 2011, y no hay más que poner los lemas principales de campaña de los distintos partidos uno tras otro para darse cuenta. “Lucha por lo tuyo”, nos prescribe el partido que a todas luces no ha sabido luchar por lo de todos desde el Gobierno. “Súmate al cambio” dispone el partido más importante de la oposición y con más opciones al triunfo; “Rebélate”, la izquierda cuya hijuela mandaba hace nada en el gobierno autónomo catalán. Hasta UPyD, la única opción nueva en el actual panorama político, emplea también el imperativo para encomendarnos tomar la palabra: “Toma la palabra” es su lema.

 

Alguna otra consigna parece querer escabullirse de tan crasa unanimidad gramatical, pero si vamos a ver no suele ser más que un mero espejismo. Para muestra, el mayor de los partidos nacionalistas catalanes, que haciendo un juego con el apellido de su caudillo, se postula con un “+ x Catalunya” que a lo mejor es verdad que hace las delicias de más de uno, pero que, puestos a ver, no es sino la reedición postmoderna del viejo, autoritario y cuartelero “Todo por la patria” que siempre habrá quien no olvide.

 

No será desde luego que no haya modos distintos de dar a entender unas aspiraciones, sugerir un programa o invitar a conceder una preferencia. Ancha es la gramática e infinitas, cuando menos en teoría, las posibilidades del lenguaje. “Queremos hacer esto”, por no ir más lejos, o “vamos a hacer lo otro”, “os proponemos esto” o  “pensamos lo otro”, o incluso —vaya, por qué no— “hacemos, hemos hecho”. A partir de ahí, una gama extensa a más no poder de opciones y modalidades de enunciación.

 

Pero no, ante una situación general por si fuera poco tan crítica como la actual, los partidos, o por ellos sus publicistas, han cerrado filas tras el imperativo verbal o tras ese otro imperativo nacionalista, en cuyo nombre tantas estafas cuando no barbaridades se han perpetrado, que es el culto totémico de abstracciones.

 

Es verdad que el modo imperativo no sólo implica un mandato sino que le cabe ser vehículo de otras formas de expresión de la voluntad como el ruego, la sugerencia o el consejo. Y que no es lo mismo, ni mucho menos, decir “Pelea” que “Toma”, “Toma la palabra”. Pero en todo caso esa curiosa unanimidad algo querrá decir.

 

¿Será sólo que no andan los publicistas sobrados de mollera o habrá algo más, algo realmente de fuste y de mayor alcance en esa incondicionalidad ante el uso del imperativo?  Si fuera lo primero, la falta de originalidad de los originales, tampoco sería como suele decirse moco de pavo, pues seguramente sus usos lingüísticos, sus antenas de recepción y emisión, nos están diciendo también algo.

 

Pero tal vez haya más, tal vez una corriente de algo que quiere llegar, que puja por aparecer y despunta ya en el lenguaje, un deseo inconsciente que se manifiesta poco menos que a la chita callando en los usos lingüísticos o que los zahoríes de deseos auscultan y expresan a su modo no sólo ya en los pasos subterráneos, sino hasta en las portadas de los libros y las vallas publicitarias en las elecciones que piden nuestro favor, nuestro acuerdo y aceptación o, digámoslo con todas sus letras, nuestra obediencia. A lo mejor es que han auscultado que estamos muriéndonos de ganas de obedecer y no lo sabemos; a lo mejor es que no hemos estado tampoco más que obedeciendo y no sólo no lo sabíamos sino que estabamos persuadidos de lo contrario. A lo mejor, a lo mejor.

 

Aunque puede que también sea la desesperación, los postreros coletazos de quienes saben que, tras el desaguisado producido, tras el derroche a manos llenas cuando se podía haber bien empleado el dinero y los errores de bulto a mansalva en las decisiones tomadas, tras un uso de la lengua como puro arte del embaucamiento y el desperdicio de años enteros de oro para ser más sensatos, justos y civiles, y conseguir ser menos zotes para saber lo que nos conviene en común y trae cuenta a todos, ya sólo les queda el grito, la última y desesperada simplificación, la voz de mando o el tono deprecatorio, el descarado desparpajo en el uso del imperativo para que les hagan a lo mejor un último e instintivo y atávico caso.

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