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Mientras tantoEl aullido de la perra Hécuba y nosotros

El aullido de la perra Hécuba y nosotros


Ante la Hécube, pas Hécube, escrita y dirigida por Tiago Rodrigues a partir de Eurípides y la noticia de un caso de malos tratos a niños autistas en un centro suizo de acogido, hay que descubrirse literal y metafóricamente.

Los intérpretes de la Comédie-Française (fundada en 1680) se prestan a este extraordinario juego dramático que mezcla los ensayos de la tragedia griega (el aullido de Hécuba que reclama justicia por la muerte de sus hijos) y el desarrollo del juicio por los abusos contemporáneos en un hipotético tribunal de justicia en París. Tiago Rodrigues, el director del Festival de Aviñón suele decir, y así lo pone en práctica y meridianamente de manifiesto en sus montajes, que no escribe para el teatro sino para los actores que son el teatro. Y lo hace con tal frescura que tenemos que frotarnos los ojos para darnos cuenta de que lo que ocurre en escena en ese instante, fruto de ensayos prodigiosos, está a nuestra completa disposición para que nos refresquemos en ese líquido prístino como pocos. No hay alcohol ni droga ni agua tan reveladora ni reconfortante aun en su desasosiego.

Elsa Lepoivre, la actriz que encarna a Hécuba y Nadia, la madre de Otis, el autista de doce años que ha sufrido todo tipo de vejaciones, oscila entre ambos papeles, reclama justicia a Agamenón y una reparación al Estado francés que ha sido incapaz de velar por la integridad de muchachos vulnerables entregados a su custodia. Hécuba, que en la derrota y destrucción de Troya lo perdió todo (marido, trono, libertad y a casi todos sus hijos), es una figura clásica que se superpone a una mujer de nuestro tiempo que ensaya una obra que la carcome por dentro porque ve en su personaje ecos de su propio drama personal de madre dividida entre la necesidad de tener una vida propia y de atender las necesidades extremas de su hijo autista, y la difícil decisión de que durante la semana permanezca en un lugar adecuado para él.

Todos los personajes de ambas tramas que se entrelazan y a veces solapan visten de negro, una suerte de ropaje de luto y de ceremonia, de uniforme y de fraternidad: Éric Génovèse (miembro del coro, segundo corifeo, periodista, y Bonnefoy, coordinador general de la residencia para niños con necesidades especiales); Denis Podalydès (Agamenón y el fiscal); Loïc Corbery (Poliméstor, a quien Hécuba acusa de la muerte de sus hijos y a quien le arrancará los ojos, y secretario de Estado que supervisa centros como el sometido a investigación por los abusos); Gaël Kamilindi (miembro del coro, sirviente, periodista y Dubois, empleado del centro, acusado de haber usado la violencia contra los niños); Élissa Alloula (miembro del coro, corifeo, y Nérine, empleada enventual del centro, inmigrante a la espera de obtener el permiso de residencia); y Séphora Pondi (miembro del coro, abogada de Nadia, educadora del centro de acogida). En una escena (la que se perdió Pedro Almodóvar en el breve lapso que se ausentó del patio de butacas), Loïc Corbery, cuando se limita a ser el actor que ensaya el papel de Poliméstor, trata de quitarle hierro y tensión al hecho de que falten 14 días para el estreno y todavía no hayan pasado la obra entera. Pero se burla de los trajes, de la escenografía fea y enigmática (esa extraña perra-diosa a la que no se sabe si temen o adoran), de las luces, que podrían ser “más variadas y bonitas”… Teatro dentro del teatro.

Es revelador y teatralmente sencillo el momento en que los intérpretes, encabezados por Hécuba/Nadia, tiran del inmenso velo negro que durante la primera parte de la obra cubre la gigantesca estatua de una perra sentada sobre sus cuartos traseros, mezcla de figura japonesa y deidad del paganismo griego con reminiscencias de Oriente Próximo, y que servirá de metáfora de la propia Hécuba convertida en perra negra que aúlla por la muerte de sus hijos, pero también del dibujo animado favorito de Otis, que conoce al dedillo la trama que no se cansa de volver a ver una y mil veces, y que tendrá un estremecedor colofón al final de la obra, con las últimas palabras de Hécuba/Nadia convertidas en pura onomatopeya canina que es como mejor se entiende con su hijo, aparte de los abrazos.

En los Teatros del Canal asistimos atónitos al extraordinario misterio transformador del teatro (arte en el tiempo, pero con más sentido, con más razón, con más lógica y argumentos que la música). Lo que cristaliza en esta función (que apenas recala tres días en la distraída metrópolis olvidadiza de Madrid, entregada a otros afanes mucho menos liberadores) deja muy atrás todo el teatro que he visto en los últimos tiempos: hace añicos el maniqueísmo de 1936, teatro para cómplices, con fascistas convertidos en muñecos, caricaturas, y otra oportunidad perdida de revisar críticamente la República y la Guerra Civil, con un gran coro de jóvenes desaprovechado para propiciar ese conflicto y la mirada desasosegadora y crítica sobre la historia y la memoria. Pero también montajes más valiosos, como la Nada que dio vida teatral a la novela de Carmen Laforet. O Todos pájaros, del siempre incómodo Wajdi Mouawad, con el genocidio de Palestina permanentemente en la retina, y las atroces miserias que esconde la identidad exacerbada. O incluso el admirable Robert Lepage (en este mismo escenario del Canal) de Las siete corrientes del río Ota, con Hiroshima y la guerra como trasafondo. El montaje de Tiago Rodrigues y sus siete actores en constante estado de gracia (no sólo porque están casi siempre en escena, sino porque nunca dejan de ser y estar, de prestar extrema atención, hasta cuando el director les exige y permite que parezca que no están, como Hécuba/Nadia entre el ensayo de esta Hécuba, no Hécuba, y el tribunal) me recordó, porque está a su altura, al acontecimiento anual de la Brooklyn Academy of Music, cuando el Dramaten de Estocolmo llevaba a Nueva York la última producción teatral de Ingmar Bergman.

La repetición, la verdad que el teatro suscita y los actores encarnan verdaderamente al fingirla (con la paradoja de Diderot y la de Pessoa –compatriota del director y dramaturgo–, de que el poeta, como fingidor, finge tan completamente que hasta finge que es dolor el dolor que de verdad siente), estilizan una realidad que así podemos empezar a asumir, a entender, a vernos en esos personajes que acaso se nos parecen (a los que acaso nos parecemos), aunque en el teatro actúen y argumenten mejor que nosotros en la vida, y escenifican la justicia poética y la justicia política, la crueldad de los hombres, su cobardía, su cálculo, la ceguera del Estado y la de sus siervos que son la grasa y el engranaje del poder (el mecanismo burocrático que permite que la crueldad prospere, que con tanta turbadora exactitud mostró Franz Kafka y en el que tanto hincapié hizo Hannah Arendt), la piedad que nos hace ponernos en el lugar del otro (tan fácil y confortable de decir: nos permite sentirnos mejor, cebar nuestra buena conciencia: salir a cenar después de la función y comentar la jugada, el arte, una buena noche de teatro)… y la música…

La escena en la que los siete intérpretes bailan en torno a esa perra de plata negra/becerro de plata oscura sobre un plinto de piedra, con las cabezas enfundadas en cascos negros de motoristas como los que se suponen que a veces les ponen a los autistas para que no se hagan daño cuando se golpean contra paredes y muebles, a los acordes de uno de los temas de Otis Reading (a Otis le bautizaron así en homenaje al cantante y compositor. No porque fuera o fuera a ser autista: en francés, autista y otis suenan sinonímicamente), haciendo los mismos movimientos de un ballet a su medida que Otis, hijo de Nadia, que interpreta a Hécuba en el teatro, propicia una emoción difícil de resistir. Yo no me resistí. No fue el único momento en que lloré de emoción y gratitud.

Teatro de una complejidad asombrosa que el director destila con una cuidadosa integridad moral, con un respeto máximo por nuestra inteligencia (cree que el público es más inteligente de lo que suele ser. De lo que solemos ser, con las mentes trituradas por tanta serie que convierte en pulpa el cerebro si te descuidas) y un certero conocimiento del fracaso en el que demasiado a menudo cae nuestra opulenta sociedad (del espectáculo y de consumo) cuando es incapaz de proteger a sus hijos más vulnerables: niños, autistas, inmigrantes, trabajadores con empleos humillantes y precarias con salarios que no dan para tener una vivienda digna, instituciones mal dotadas y con personal no capacitado para cumplir con su misión de cuidar, educar y proteger… Su espejo no es ni el del panfleto político ni el de la venganza. La justicia es lenta, pero investiga. El fiscal (los jueces) puede parecer un indeseable cuando habla de los indeseables, pero luego se convierte en el único bastión contra los abusos de los políticos, amén de aconsejar a Nadia que cuente el caso de su hijo a la prensa para obligar al secretario de Estado a retratarse, a dar la cara. Un secretario de Estado que interpreta Loïc Corbery y que recuerda vagamente a un José Luis Ábalos tan cínico como él, pero menos chulo. Los corruptos franceses suelen gastar más clase, acaso porque se les nota que han leído muchos más libros. Pensé absurda y gratuitamente en ese momento que hubiera sido tan ilustrativo como sorprendente que al presidente del Gobierno y al jefe de la oposición, acompañados de sus respectivas –cónyuges y escuderas–, les hubieran aprovechado sobremanera ocupar alguna de las localidades vacías, dejaran de lado su encastillamiento en el infantilismo político y asistieran silenciosa y religiosamente a esta lección de historia, drama, teatro dentro del teatro, exigencia de justicia, moralidad y utilidad y necesidad de la política como el arte del acuerdo en pro del bien común.

En la depuradísima técnica de los actores de la Comédie se ve la armonía feliz entre cuerpo y voz. Las oscilaciones de Hécuba/Nadia entre los dos papeles que debe simultanear con la actriz que encarna a la antigua reina convertida en esclava para salir escopetada de los ensayos para encarnar a la madre de un hijo maltratado en el teatro que es también una corte de justicia. Es todo un espectáculo verla cambiar de piel, entrando y saliendo en cada personaje, en sus carcasas, y de los instantes en que no es ni una ni otra, sino una mujer entre dos aguas, la actriz que hace de y la propia Elsa Lepoivre dando vida a las tres con matices tan sutiles como legibles. No es algo fácil de ver en los teatros, y mucho menos en los teatros españoles. Pensé en el propio Almodóvar prendándose de la Lepoivre y soñando una película para ella. En la Comédie-Française declamar está penado con la guillotina. No hay impostación, no hay falsedad a la hora de ser el que no se es. La verdadera naturalidad exige no solo estilización, sino tener siempre presente que el arte no es ni debe ser la vida. Esta es la verdad que el teatro pone a nuestra disposición con una generosidad que parece ilimitada, pero no lo es.

Y todo ello sin estridencia ni grandilocuencia. Con una constante conciencia de medida, sin gritar, sin sobreactuar, sin banalizar. Sin cargar las tintas. Porque no es ni más ni menos que teatro: uno de los juegos más serios que existen en el que un grupo de adultos juega voluntaria y conscientemente ante nosotros a ser otros, y que nos los creamos mientras dura la función para sufrir y gozar con ellos, para hacernos sentir y pensar. Un milagro y, como tal, cuando ocurre, un acontecimiento luminoso que nos contagia y nos hace ilusoriamente creer (porque nos emocionamos) que entendemos de qué va la cosa, el mecanismo del mundo: nos sentimos un poco más inteligentes, un poco más sensibles, un poco más compasivos, un poco más humanos. Un poco más ciudadanos de una democracia que se refina (como quería Albert Camus) cuando eleva la calidad de la discusión pública, de su debate político, de su prensa. Cuando se le da a cada palabra, a cada coma, a cada adjetivo, a cada hecho, su peso atómico, su verdad.

Un teatro como esta Hécube, pas Hécube (Hécuba, no Hécuba) es un acontecimiento fugaz. Una aurora boreal a puerta cerrada que merece ser vista y recordada, que merece ser escuchada con la atención extrema que Simone Weil reclamaba para que podamos considerarnos dignos de haber nacido, de vivir.

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