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El Barrio roto. El imperio de Lin

La mañana del 7 de enero de 2003, la portada de La Prensa Gráfica anunció orgullosa: “ONU da por finalizada verificación de los Acuerdos de Paz”. Un ciclo simbólico se cerraba. La palabra paz podía guardar su título membretado de graduación en una carpeta en algún despacho de Nueva York.

 

Esa noche el Viejo Lin, a quien la Policía ya identificaba como el principal líder del Barrio 18 en El Salvador, pasó por la Dina, una pequeña colonia popular al sur de San Salvador, a visitar al Chino Pizurra, el joven palabrero del lugar, para darle un abrazo de respeto y apoyo. El ambiente en la zona estaba tenso. Unos días antes, Pizurra, cuyo nombre era Mariano Alberto Salazar García, había ordenado ejecutar a uno de sus soldados, el Cuche, como castigo ejemplar por haber perdido un arma. Un precio alto, que indignó a parte de la pandilla. Sobre todo al Cranky.

 

El Cranky, palabrero de la cercana colonia IVU, mandaba en la zona. En el ambiguo sistema de jerarquías y respetos de la pandilla, la autoridad se contagia a territorios limítrofes, y el jefe de la IVU había advertido a Pizurra: no lo mates, la vida de un homeboy no vale un arma. Pero a sus 19 años Pizurra se sentía con el carácter y el respaldo suficientes para decidir qué era justo y qué no en su cancha, en su pequeño mercado de droga, en las ocho calles que controlaba para la cúpula de la pandilla y para Lin, su rostro visible.

 

Esa noche del 7 de enero, a las 9:30, mientras Lin y Pizurra hablaban, el Cranky y su eterno lugarteniente, Duke, entraron en la Dina y esperaron. Minutos después de que Lin se fuera, se acercaron, llamaron aparte al Chino Pizurra y lo asesinaron en la calle. 17 tiros. Lo ametrallaron con un AK-47 y un M-16. Armas de guerra para matar a un homeboy por haber matado a otro homeboy y, sobre todo, para decir algo a todos los dieciocheros: la pandilla no se puede seguir gobernando así.

 

Lin lo consideró una traición. Pensó que el Cranky debió haberle consultado una acción como esa. Matar a alguien a quien él acababa de abrazar era un intolerable abuso de confianza. Alentados por Lin, decenas de pandilleros armados buscaron en los días siguientes al Cranky y a Duke para matarlos. No los encontraron, pero esa noche comenzó un pulso a muerte por dejar claros los límites del redil y hacer entender al Cranky que el Barrio 18 tenía una única vara de castigar. Y un único juez.

 

                                                       * * *

 

A mediados de los 70, en Los Ángeles, un hombre de tez blanca se acercó a un muchacho salvadoreño de unos 12 años que contemplaba el ventanal de un restaurante. Con acento escupido, como si cada sílaba fuera un latigazo, le advirtió: “No-ha-bla-es-pa-ñol”. “Aquí no se habla español”, quería decir. En la mente de aquel chico delgado, de apariencia casi frágil, aún resuenan esas palabras. Las recuerda con una sonrisa ácida cuando le pedimos que nos explique por qué se hizo pandillero, a qué edad, en qué lugar.

 

Trata de no ser preciso en la respuesta. “Por la seguridad de otras personas”, dice. Pero revela que aquel desprecio hacia los latinos, el deseo plomizo de escupir de regreso a quien le marginaba, le llevó a buscar a la pandilla. Se tatuó su primer 18, recuerda, “siendo bien bicho”, en Estados Unidos, en los lejanos 70. Se brincó a la clica Los Malditos de la Eighteen Street, dejó de llamarse Carlos y sus nuevos hermanos le bautizaron a golpes como Lince, Lynx. En El Salvador, más de tres décadas después, nadie recuerda esa equis, y la ye fue cambiada a una i. Aquí es Lin y el 2 de julio de 2011 cumplió 49 años.

 

                                                       * * *

 

La altura e impenetrabilidad de una sombra varía dependiendo de cómo acometa la luz y desde dónde mires. Buena parte de la autoridad que tuvo o tiene el Viejo Lin en el Barrio 18 descansa sobre su enigma, sobre la sombra de su cuerpo escaso que, a base de ser desmedida e intangible, acabó siendo mítica y reinando en medio de hombres muchas veces fornidos y siempre armados. Sus orígenes difusos, su aparición sorprendente a finales de 2002 en una cúpula pandillera a la que pocos saben cómo ascendió… Hay en la pandilla quien llegó a escuchar que en los 80 Lin era un civil que vendía droga al Barrio 18 en Estados Unidos. Otros se preguntan si siquiera sabe hablar inglés, y hay quienes dudan si estuvo en el Norte.

 

El pasado guerrillero de Lin es parte esencial de su alargada sombra. Que perteneció al Partido Revolucionario de los Trabajadores Centroamericanos (PRTC) es una verdad que él mismo hizo pública hace años, pero el boca a boca de la pandilla todavía la estira y dobla, como las leyes no escritas, hasta hacerla parecer gigantesca. “Dicen que estuvo en la guerrilla”, te dicen con respeto incluso los dieciocheros que lo odian, como si en el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) Lin hubiera aprendido a ser más duro, más fatal. No tiene que ver con ideologías. Lo mismo ocurre con otros dieciocheros cuarentones que sirvieron en el Ejército durante la guerra civil de El Salvador. Haber peleado en una guerra les da en la pandilla un aura de inocencia perdida que los morros, los pandilleros jóvenes, los niños con pistola, no alcanzarán por mucho que decapiten, violen y se tatúen en el rostro los tres seises que suman dieciocho.

 

La primera cárcel de Lin fue, es irónico, la de un revolucionario. Tenía 18 años. Cuenta que le capturaron en febrero de 1981 en una emboscada en un cantón de Sonsonate, junto a la comandante Arlen Siu Guazapa, Celia Margarita Alfaro, una compa a la que la jefatura del PRTC todavía hace homenajes, al contrario de lo que sucede con él, a quien curiosamente todos en el FMLN han olvidado. O casi todos. Tras pasar por el penal de Sonsonate y por las cárceles clandestinas de la Policía Nacional, fue a parar al penal La Esperanza, en Mariona. Al Sector 1, entonces reservado para presos políticos. Lin ocupó la celda A1.

 

Otro militante del PRTC que compartió condena en esos días con él lo recuerda con el pelo rizado y largo, hasta el hombro, siempre vestido con un centro oscuro, negro o marrón, y una inseparable gorra verde con un broche en la visera. “Era serio, poco amigo de bromas. Hablar con Mojica era estar dispuesto a discutir fuerte, porque era muy serio, de ideas claras”, dice su antiguo compa. Después vendría un traslado colectivo al sector 2 del penal, donde Lin coincidió con José Antonio Morales Carbonell, hijo del dirigente democristiano José Antonio Morales Ehrlich, en ese momento miembro de la Junta Cívico-Militar que gobernaba un país a la deriva.

 

En su expediente penitenciario, que crecería hasta la obscenidad en las décadas siguientes, consta el encierro de Carlos Ernesto Mojica Lechuga por “subversivo” y su liberación por orden directa de la Corte Suprema de Justicia el 1 de abril de 1982. Probablemente Lin fue el primer pandillero del Barrio 18 que se apoyó contra los muros de la cárcel de Mariona.

 

Tras su paso por Mariona, Lin volvió a la montaña. Combatió en el volcán de Guazapa y estuvo bajo las órdenes del ahora ministro de Seguridad, Manuel Melgar. Sobre lo que ocurrió después, sin embargo, Lin es esquivo. Su antiguo compañero de armas y cárcel asegura que Mojica desertó del PRTC en 1983. Él se limita a decir que viajó de nuevo a Los Ángeles, donde a mediados de los 80 él y sus reencontrados compañeros del Barrio 18 recibieron con alegría los primeros grafitos de la Mara Salvatrucha en las paredes de los barrios habitados mayoritariamente por centroamericanos. Él, miembro de la Eighteen Street, celebraba el empuje de los salvadoreños en la ciudad. Todavía no había surgido esa enemistad a muerte que a partir de 1989 ha unido a la MS-13 y al Barrio 18 como las dos miradas de un espejo.

 

Lin también mantuvo más vínculo con su terruño que la mayoría de los jóvenes que en los 70 y 80 crecieron en el sur de California con apellido y nostalgia salvadoreña, pero hablando, pensando y rifando barrio en inglés. No se enraizó allá, y regresó a El Salvador.

 

Su sombra se pierde hasta que la luz de un archivo la proyecta otra vez contra el muro de otro penal, el de Santa Ana. Entró acusado de robo el 29 de diciembre de 1992. Salió seis meses después sobreseído, inocente. Regresó a esa misma cárcel el 12 de octubre, por homicidio. Defensa propia, dice él. Esta vez le condenaron a 10 años. Fuera, en las calles de Santa Ana, dejaba aleccionados a algunos de los primeros brincados del Barrio 18 en suelo salvadoreño, en días en los que el parque Libertad de San Salvador todavía no irradiaba calor de pandilla grande. Comenzaba su lenta forja como líder carcelario, como domador de voluntades, como susurrante hombre fuerte.

 

* * *

 

“Nunca fui mucho de parques, soy más de prostíbulos”, suele bromear Lin. Mientras otros levantaban el barrio en parques, colonias y cantones, él pasó los 90 de penal en penal, de cloaca en cloaca, de pelea en pelea. En las cárceles salvadoreñas de aquellos años, controladas por bandas criminales, los motines eran habituales y salvajes. Una vez, en San Francisco Gotera, los reos acabaron jugando al fútbol con la cabeza de un adversario. En esas aguas, los pequeños grupos de pandilleros dispersos en uno y otro penal tenían que ganarse los espacios de dignidad y seguridad física entre ejércitos de reos comunes. Y eso en la cárcel se hace a golpe de fierro.

 

Lin encabezó un motín en 1996 en Sensuntepeque, contrajo tuberculosis en 1997 en San Vicente, pasó también por Cojutepeque, San Francisco Gotera, regresó a Santa Ana… Doce traslados en diez años que le cubrieron de veteranía en una pandilla todavía de inexpertos, de muchachos nacidos en los 80 para los que un pandillero de la edad de sus padres —Lin rondaba los 40 para el cambio de siglo— era más que inusual, casi venerable. Líderes de la MS-13 conocían su nombre y cuentan que más de una vez trataron de pagar a alguien para que lo acuchillara en un patio, en una celda. Entre las autoridades policiales, que comenzaban a intuir la necesidad de prestar atención a las pujantes pandillas, ya sonaba su taca, su apodo.

 

Él dice que en cualquier penal al que fuera por esos días mandaba, encabezaba. Tal vez. Tal vez no. Lo que sí prueban sus constantes traslados es que Lin no fue un reo de los que bajan la cabeza y se camuflan, concentrados en tachar días de un calendario. Para las autoridades era alguien incómodo. Entre los presos de la pandilla se iba haciendo un nombre a base de no botar plante, de no ser blando, de pelear con comunes y cada vez más con salvatruchos, de poner en alto los números aunque en la calle apenas lo conociera nadie. Todavía.

 

A finales de 2000, el Gobierno de Francisco Flores, cansado de que las cada vez más habituales disputas entre pandilleros de la MS-13 y del Barrio 18 en las cárceles causaran muertes y acapararan titulares, decidió comenzar a colocar a los presos de ambas pandillas en distintos sectores, e incluso les reservó penales enteros. Una parte importante del Barrio 18 fue oficialmente segregado al recién inaugurado penal de Ciudad Barrios, en San Miguel. Dentro de la pandilla la lectura fue triunfal: se habían ganado esos muros, esa autonomía, ese espacio seguro. Lo habían comprado con la sangre de sus caídos y ahora tenían un hogar. Lin llegó allí junto a un centenar de dieciocheros el 1 de marzo de 2001, después de dos días de un enfrentamiento a machetazos con pandilleros de la Mara Salvatrucha en el penal de Apanteos. En el choque habían muerto dos pandilleros de la 18 y uno de la MS-13.

 

La reunión forzosa en Ciudad Barrios propició un acelerado salto en la evolución del Barrio 18, que de pronto se encontró en un entorno lleno de ventajas: no había depredadores contra los que pelear; representantes de todo el país coincidían en un solo sitio; pero sobre todo, la nueva situación lanzaba una advertencia clarita a todos y cada uno de los homeboys en libertad: tarde o temprano darán un mal paso y acabarán aquí, entre estos barrotes, al alcance de nuestra admiración o de nuestros machetes. Sometida a esa certeza amenazante, la calle empezó a plegarse a la mirada y la voz de la cárcel.

 

En Ciudad Barrios, quienes habían liderado la pandilla en los diferentes penales formaron una rueda, un consorcio, una cúpula que daba ley al resto de presos y empezó a lanzar órdenes a los pandilleros de la libre. Se promulgaron nuevas normas, se reforzó la disciplina interna, se comenzó a dar a todos los morros una sola clecha, una sola enseñanza de cómo vestir, cómo caminar, cómo hablar en clave, cómo pensar como lo hace un pandillero.

 

Lin, pese a su falta de arraigo en las calles, pese a que no generaba la misma fascinación que los deportados de los últimos años, más jóvenes y aún rebosantes de cultura californiana, hizo valer en ese círculo de liderazgos su voz delgada y su don de palabra. Conocía las leyes penitenciarias como ninguno de sus compañeros, y su formación política cultivada en los 80 le permitía articular un discurso reivindicativo y estratégico que pareció útil a buena parte del resto de palabreros. Por esos días fue jefe de sector, fue pantalla de alguien con más influencia. Pero quienes han visto crecer su poder a partir de entonces aseguran que tenía una ambición igual a la de todos los demás juntos.

 

Ese año las autoridades lo castigaron con nuevos traslados. En Sensuntepeque hizo una huelga de hambre de 27 días. Cerró el año habiendo pasado por cuatro cárceles diferentes. Pero a inicios de 2002 regresó a Ciudad Barrios, que todavía era el cuartel general. Cuando el 2 de agosto salió después de haber cumplido íntegra su pena, llevaba bajo el brazo wilas —cartas manuscritas y codificadas en lenguaje pandillero— firmadas por los grandes nombres de la 18 en las que se pedía a cada cancha, a cada jefe de colonia o municipio, que confiara en Lin, que lo tratara bien, que le tuviera respeto. Con ese respeto que le delegaban los demás, Lin planeaba levantar un imperio.

 

* * *

 

El Hamlet ha nacido para contar historias. Estamos sentados en la terraza de una pastelería en un centro comercial, ante un café que hemos tenido que pedir para él porque ha insistido en no tomar nada, en que no necesita nada. Y sin pedir nada nos muestra la carpintería sobre la que se sostiene la historia reciente del Barrio 18 con la soltura con que en una reunión de viejos amigos se encadenan a toda velocidad anécdotas de los tiempos de escuela.

 

Es un tipo nervioso y apresura las palabras, pero mira constantemente a los ojos, buscando en nuestros gestos la certeza de que le entendemos. Otras veces, al hablar de su pasado, otros pandilleros se olvidan de quien escucha y entran en trance revestidos de rabia o del orgullo de cuando sangraron e hicieron sangrar por lo que según ellos es un código o un honor o una causa. El Hamlet, no. Reviste de cierta naturalidad su relato, aun en sus pasajes más crudos, más tensos. Si no está seguro de haber sido claro, busca otra metáfora. Si le pedimos que se explique, pone ejemplos, reconstruye diálogos. Responde a nuestras preguntas con un tono firme y paciente que, si hablara un poco más despacio, sería el de un buen maestro de escuela o un párroco explicando una y otra vez el misterio de la Santísima Trinidad.

 

—En el tabo al principio Lin era un títere, porque quien tira la casaca es el palabrero general, que todos lo ven, pero a la par de ese primero siempre hay un segundo, y puede que el primero al que todos ven sea el segundo, y que el primero esté oculto. Lin en Barrios fue títere de varias personas pero luego llegó a ser él quien manipuló a todos.
—Pero no tenía fuerza en las calles. ¿Cómo pudo imponerse a pandilleros que habían hecho más misiones y eran líderes en sus colonias y barrios?
—La calle es la calle, y la cárcel es la cárcel. Allí todos manipulaban. Decían: “Aquí todos somos iguales, ni aquel es 17 ni este es 19… Todos somos 18”. O: “A los perritos no los vamos a andar timando”. Pero vos sabés… la mayoría ahí son analfabetos… y ven a un bachiller y dicen: ¡Puta, qué maldito! Y el que tenía más léxico era Lin. Por eso en todos los penales que estuvo la onda era: ¿Que queremos una reunión con el director? Viejo, andá vos. Y se agarraba de la ley penitenciaria y zas, vámonos a huelga de hambre, que nadie agarre comida, ras. Y ajá, ¿qué quieren?, decía el director. Y salía Lin. ¿Mojica, qué quieren? Y como lo veían viejo… El diablo sabe por diablo y por viejo, pero sabe. Lin movía masas, en cosas sencillas. Practicó tanto eso que, cuando llegamos todos a un solo penal, él ya sabía cómo.
—Pero eso no te vuelve un jefe…
—Fíjate que en Barrios en 2002 había un vato al que le pedimos que nos llevara la palabra. Se llamaba el Flaco de Hoover, y Lin le dio el halago: “Esta es pija de perro”, porque sabía que la raza lo estaba pidiendo. Pero para acabárselo usó a otro, a uno de sus analfabetos.
—¿¡Lo mandó matar!?
—No. Mirá, el homeboy Flaco desde que entró en la cárcel empezó su proceso de reinserción: hacía dibujo, vendía cosas, adornos en plywood, así con Winnie Pooh y esas cosas. El vato era mente en ese aspecto, con las manos… Pero cuando estaban para tomar la decisión, sale ése que te digo: “¿Cómo es que ese vato nos va a llevar palabra, si cuando hubo una reyerta en Jucuapa no se metió? Él estaba en talleres… Y en San Miguel nosotros en la línea todos a la hora del topón, ¿y él? ¿Cómo ahora en la casa de nosotros, en Ciudad Barrios, él va a salir y nos va a decir qué hay que hacer y qué no? ¡Si ese vato es galleta, es peseta, es renque!” En público habló éste, pero ese celo lo despertó Lin.
—Sin mancharse las manos.
—Cabal. Ese meeting terminó en que el vato este tiró su verba y le siguieron otros. Eran unos mercaderes, los mercaderes de Lin. A la hora de los meeting todo el tabo se reunía, se paralizaba todo, y él los lanzaba: “Opinen, perros”. Y aparecían opiniones a favor de Lin, que eran sus compradores, que sabían que si él llegaba, ellos iban a llegar. Al final el Flaco dijo: “No, yo no quiero esa camisa, porque ustedes son más acreedores”. Pero ya vio quiénes eran sus enemigos.

 

El Hamlet, que está sentado de espaldas a las escaleras mecánicas y al sube y baja incesante de familias con bolsas plásticas, mira a los lados y se echa hacia adelante, para subrayar las frases que sabe que son las más atrevidas.

 

—Allá en teoría no puedes hablar mal de un homeboy, en público ni personalmente. La misma raza te dobla. O sea, que en la superficie se ve como que no hay cizaña. Y aquí en El Salvador lo que más hay es cizaña.

 

La palabra es el hilo con el que se borda el volcán de acciones de la pandilla. El Hamlet, por ejemplo, tuvo alguna vez el respeto y la experiencia para ser alguien en el Barrio, llegó a ser palabrero de su clica y a representarla en meetings importantes. Llegó a echarse al hombro misiones —asesinatos— importantes para el rumbo de la revolución que rompió la pandilla en dos o tres pedazos. Pero le faltó ser mente. Le faltó afición a lo que él llama “la política”, la conspiración constante, inacabable, para que el poder de la pandilla esté en unas u otras manos, para cambiar clecha. Por eso ha acabado teniendo un nombre, una fama, pero siendo nadie. En la pandilla la política se hace a tiros o puñaladas, pero no basta tener una pistola para ser alguien, al menos para serlo durante mucho tiempo. Detrás de todo soldado que dispara, alguien piensa y habla.

 

El Hamlet estaba en el penal de Mariona cuando Lin salió de Ciudad Barrios y comenzó a recorrer cancha por cancha en busca de apoyos, anunciando las nuevas reglas. Supo que alguien estaba “calentando la cabeza a los morros”, dice. Era Lin, haciendo ver a los pandilleros jóvenes que hay que ir más lejos, ser más crudos que el enemigo, desconfiar siempre, adelantarse siempre, castigar siempre.

 

En la cárcel Lin solía criticar lo que el Barrio 18 estaba haciendo en las calles. Decía que la calle tenía que formar hombres, y que algunos de los homeboys que estaban llegando a la cárcel no eran hombres completos. Pedía más carácter. “Yo cuando salga voy a hacer sonar la 18. Voy a agarrar un mierdoso y lo vamos a hacer pedazos, vamos a dejar un pedazo en el oriente, otro al norte, otro al sur, para que suene la 18”, advertía. Y todos adentro le gritaban: “Órale”, porque estaba hablando de matar a miembros de la Mara Salvatrucha, a enemigos, de demostrar hombría, de ganar espacio en las portadas de los periódicos para que los dos números viajaran por el país y que en Los Ángeles supieran lo fiera y firme que había crecido en El Salvador su semilla.

 

—Sí, eso lo hizo, pero no solo con el enemigo. Vino a matar mujeres y alteró las leyes —se queja el Hamlet.
—¿Qué leyes?
—Las leyes de mano dura siempre iban a entrar en nuestro país, pero él las aceleró y entraron en 2003. Porque, cuando la mano dura entró, entró con un gran poderío de que estos son malos, descuartizan mujeres, estos arrancan la cabeza a alguien y la dejan en un parque. Y eso en El Salvador la pandilla nunca lo había hecho y, si lo había hecho, nadie se había dado cuenta de que lo había hecho la pandilla. En Estados Unidos no te permiten eso si sos pandillero.

 

* * *

 

En las primeras semanas de 2003, sentada ante un agente policial de mala ortografía, una pandillera del Barrio 18 relató lo que, según ella, había sucedido el 9 de enero anterior en la cervecería Mima, a una cuadra del parque Libertad y a dos del cuartel general de la Policía Nacional Civil (PNC). Según su relato, esa noche varias decenas de pandilleros habían golpeado y violado, ante sus ojos y durante horas, a una mesera del local, lugar habitual de reunión de la 18. Lin era uno de ellos, el que daba las órdenes, el que había decidido que a Rosa N. —el nombre judicial que alguien en la Fiscalía dio a esa niña de 16 años— había que matarla porque era novia de alguien de la MS-13.

 

La cómplice-testigo dijo que Lin en persona, primero con un machete y luego con una sierra, arrancó la cabeza a ese cuerpo de niña deshecho, la sostuvo en alto y bufoneó con su voz aguda, hiriente: “Pobrecita, la Rosita, lo que te han hecho”. La cabeza apareció al día siguiente dentro de una mochila en uno de los bancos del parque Libertad.

 

La Fiscalía acusó a Lin y a otros 19 pandilleros del asesinato, pero él presentó pruebas de que la noche del asesinato estaba encerrado en unas bartolinas policiales en Ilopango por tenencia ilegal de armas. El caso se desmoronó, y todos fueron sobreseídos. El relato oficial de la muerte de Rosa N. se convirtió en una versión apócrifa. La supuesta responsabilidad de Lin, su “maldad sin límites”, como escribió algún periodista, en un mito que él desprecia, pero del que no logra desprenderse.

 

Sus rivales en el Barrio 18 hablan de esa decapitación, y de otras cometidas el mismo año, con la certeza con que las familias recuerdan sus nacimientos y sus muertes en las aldeas de tradición oral. Dicen que en El Salvador, mientras Lin trabajaba por construir su autoridad en las calles, descabezar un cuerpo se convirtió en un macabro sello de estilo.

 

Según se cuenta en la pandilla, Rosa N. fue asesinada sin Lin pero por órdenes de Lin. No porque conviviera con un MS-13 sino por algo más sutil: vivía en una colonia controlada por la Mara Salvatrucha. Lin convenció a sus seguidores de que Rosita no podía trabajar en las calles de influencia del parque Libertad y vivir donde vivía. Seguro que era una espía. Con ella allí estaban vendidos. Rosita era los ojos del enemigo. Había que arrancar la cabeza en que esos ojos miraban.

 

La ley de brutalidad que se contagiaba rápidamente por la pandilla había patrullado ya por esas mismas calles que consideraban su territorio. Cuatro días antes del asesinato de Rosa N., un sábado a eso de la 1 de la madrugada, dos jóvenes y una amiga estaban en la discoteca Samcap, la mítica Sancocho, uno de los locales más antiguos de la noche de la capital, tan solo a una cuadra de la cafetería en la que asesinarían a Rosa. Bebían cerveza, se reían, se olvidaban de su puesto de venta de zapatos, bailaban.

 

Animado por la música, uno de ellos comenzó a agitar el puño y a hacer cuernos con los dedos, como suelen hacer los roqueros. Un gesto peligroso, porque es el que en los 80 en Los Ángeles inspiró la garra de la Mara Salvatrucha, que apenas separa el índice y el meñique unas pulgadas más para identificarse.

 

Un pandillero se acercó a él, con un gesto amenazante le llevó aparte y le levantó la camisa en busca de tatuajes. No halló ninguno. Lo dejó ir. Pero al cabo de unos minutos, mientras el joven bailaba, un pequeño grupo de pandilleras le ordenó salir a la calle. Los empujones siguieron a las amenazas. Sus amigos trataron de intervenir, pero un nuevo grupo de pandilleros se levantó de otra mesa, los rodearon y los comenzaron a golpear. Otros más bajaron del segundo piso y los empujaron a la calle.

 

Instantes después, como arrastrados por una cadena invisible que los sujetara a todos como parte de una misma jauría, unos 30 pandilleros golpeaban, apedreaban y acuchillaban a los tres jóvenes. Los cuerpos sin vida de José Ismael Constanza Baires, de 17 años, y Rosa María Rivera, de 27, quedaron en una esquina, a media cuadra del local. Javier Antonio Hernández Constanza, de 29, murió esa misma noche en un hospital.

 

* * *

 

El autor de esas muertes no era Lin, pero sus enemigos en la pandilla le culpan de haber alimentado a ese monstruo y le achacan asesinatos brutales —entre ellos el de dos de sus mujeres— y maniobras de sangrienta propaganda. “Tengamos una semana loca”, decía en un meeting, y las órdenes bajaban en cascada para que los pandilleros de una u otra clica se comprometieran a asesinar cada uno a dos enemigos de la MS-13 esa misma semana. Dos por diez, dos por veinte, dos por cuarenta pandilleros. Hasta 80 homicidios en una semana para alimentar el respeto de los palabreros en Ciudad Barrios y la autoridad de quien los estaba representando fuera, en la libre.

 

La Policía lo dijo. El entonces director de la PNC, Ricardo Menesses, declaró en público que “las maras”, ese nombre genérico con que se abarca a todas las pandillas de Centroamérica, se habían marcado una cuota de homicidios a la semana o al mes, que las cifras se disparaban por eso, que no era culpa del mal gobierno, de la falta de política anticriminal, de una mala policía. La mayoría no le creímos. Porque estábamos cansados de excusas, porque era evidente que el gobierno de Francisco Flores no tenía una política anticriminal coherente. Porque era absurdo eso de las cuotas. No tenía finalidad, no tenía sentido.

 

En realidad lo tenía, pero Menesses no quiso o supo revelarlo. En las calles se estaba edificando un poder. En el mundo medieval de la pandilla Lin estaba luchando por construirse un respeto que sometiera al resto de respetos. Esas muertes le permitieron en poco tiempo encabezar la mesa redonda de los palabreros de la 18.

 

En la pandilla llaman clecha mala a la línea que emana de alguien que antepone el interés personal al de la pandilla. Hoy, cuando algunos hablan de Lin, ya en pasado, hay quienes aseguran que la suya era clecha mala. Pero a partir de aquel inicio de 2003 fueron cada vez menos los que, entre los pandilleros con edad y galones, se atrevieron a desafiar su autoridad. Y para los más jóvenes, pandilleros de 12 o 13 años sobreexcitados por la vorágine de violencia, no debió de ser muy sencillo decidir qué clecha era buena y cuál era mala. Probablemente porque ambas se parecen demasiado.

 

* * *

 

—¿Cómo es posible que nadie desde Ciudad Barrios pusiera límites a Lin? —preguntamos una tarde al Hamlet.
—Esto empezaba… Y las clechas del Barrio estaban cambiando. Como todos andábamos faltos de clecha, porque la pandilla no es nata de aquí, los venidos de los Estados decían que ellos tenían la verdad. “La pandilla 18 camina así en Honduras, camina de la manera que vos conocés en Guatemala, camina así en El Salvador… Ahora hagamos que camine así en San Martín, en Soyapango…”, decían. Y él quería que la pandilla caminara como él decía. Y el resto decían: “Está haciendo algo bueno, está jalando una sola pita, en la línea”. Una sola clecha para todo El Salvador. Muchos entramos en contra de nuestra voluntad. Ni modo, probemos. “¿Quién soy yo para rebelarme? Para que digan ¿quién es este hijueputa?”.
—A Lin lo conocieron en todo el país porque el tabo avisó a todos de que iba en su nombre.
—No. No había tanta organización entonces. A Lin lo conocieron en todo el país porque él se hizo una imagen pública. Se la hicieron los medios, el gobierno. Había jóvenes de 18 años, 19, que veían la tele y se creían eso de que Lin era el jefe de la 18. Los medios tuvieron mucha culpa, porque los morros en vez de cubrirse el rostro y no dejarse ver porque algún día van a recobrar su libertad y van a pasar por lugares y les van a decir, “ah, este maje es el que salió en la tele, matémoslo aquí”, ellos se jactaban en la televisión. “Hasta la maldita muerte, órale, va”… Y eso lo inculcaba él, ¿me entiendes? Todo lo que hacían los morros llevaba hasta él.

 

El Hamlet no es el único que atribuye al periodismo haber entronizado a Lin. El Scherlock, el dieciochero que fue bachiller y con el que el Hamlet coincidió en el penal de Mariona, nos dijo algo parecido: “Lin es un misterio. Antes de que los periódicos dijeran que era el líder de la 18, en la calle no lo conocía nadie. ¡Pero nadie!”. Es probable que exagere, aunque no son pocos los pandilleros de la 18 que repiten que Lin multiplicó su poder a golpe de periódico, a base de que sus detenciones o liberaciones en 2003 y 2004 abrieran los noticieros.

 

Todo sucedió muy rápido, muchísimo: el Viejo Lin salió de la cárcel en agosto de 2002 y a finales de enero de 2003 los medios de comunicación ya lo presentaban como el líder del Barrio 18. A veces. Otras, el policía de turno filtraba al reportero de turno que Lin era nomás el cabecilla de la 18 en Soyapango. O uno de los muchos líderes. Eran días de confusión, en los que el hambre por explicar lo que sucedía arrastraba a autoridades y a periodistas a páginas y páginas de palabras y fotos no siempre precisas pero sin excepción espectaculares.

 

A Lin le gustaba repetir que en la pandilla era uno más. “Son mentiras de la Policía. No soy el jefe de nada. Aquí todos somos iguales”, decía ante los micrófonos y cámaras de televisión. Pero no era cierto. En los seis meses que pasó en la calle desde su salida de Ciudad Barrios hasta su captura el 24 de enero de 2003 por homicidio y tenencia de armas de guerra, Lin sostuvo constantes reuniones con diferentes clicas para hacerles ver precisamente lo contrario: que había jerarquía.

 

Sus actuales enemigos aseguran que en esos días pasaba la mayor parte del tiempo drogado, que una vez, con la confianza impostada de la gente de Ciudad Barrios, pidió prestadas armas a una clica de San Salvador y las empeñó en Sonsonate para comprar piedra, crack, ese pequeño demonio blanco que la pandilla siempre ha prohibido consumir. En el Barrio 18 se fuma marihuana, pero se castiga al que huele pega o fuma piedra, porque nubla la razón, te hace vulnerable al enemigo, ensucia la firmeza con la que debe caminar el Barrio, dicen. De Lin reclaman que no caminaba recto, aunque en los meetings proclamara que los nuevos tiempos requerían más disciplina y leyera una lista de 26 nuevas y rigurosas normas para regir la pandilla.

 

Aun si fuera cierto, su adicción al crack no debilitó su pulso. Avalado al principio por las wilas del puño y letra de los pandilleros de Ciudad Barrios, y respaldado después por palabreros de Santa Ana y de San Salvador que se plegaron a su liderazgo, Lin fue aleccionando a todos en una nueva lógica de funcionamiento: las canchas podían mantener cierta autonomía pero, ahora que la pandilla era grande y protagonista, debían someterse por primera vez a una voz paternal, a la tutela de un reducido grupo de palabreros que desde la cárcel eran gobierno. Y a la guía de su representante en la calle: Lin.

 

Vecinos de Las Palmas, esa comunidad agazapada a espaldas de la Zona Rosa de la capital y desde la que se coordinan parte de los delitos que se cometen en las puertas y parqueos de los bares de moda de San Salvador, cuentan cómo el Chino Tres Colas, el principal hombre de confianza del Viejo Lin, apareció un día para exigir que se comenzara a rentear, uno por uno, a todos los pequeños negocios y casas de la colonia. Casa por casa, vecino por vecino. Una parte fija de ese dinero se le debía hacer llegar a Lin, que iba a centralizar las ganancias de todo el Barrio 18 para con ellas ayudar a quienes estaban en la cárcel, comprar armas para las clicas que las necesitaran, establecer prioridades.

 

La nueva autoridad metía las manos en el agua que en realidad mueve los engranajes de la pandilla: sus negocios, su dinero.

 

El Muerto de Las Palmas, el palabrero de la colonia, a quien muchos conocen también como el Cementerio, le dijo a Tres Colas que no, que Lin estaba loco si pretendía administrar su renta, que su cancha seguiría leal al Barrio 18 pero actuando por libre. Otro palabrero que, sin pretenderlo, se estaba convirtiendo en Revolucionario. Otro pandillero que, como el Cranky o Duke antes, se ganaba un enemigo peligroso dentro de su misma pandilla.

 

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Franklin es un antiguo dieciochero con una Biblia en la mano. Desde 2006 es cristiano y no participa en las actividades de la pandilla, pero no olvida la primera vez que vio a Lin, hacia el final de 2002. Habían llamado a todas las clicas de Soyapango a un enorme meeting en el reparto La Campanera y al frente, flanqueado por algunos hombres armados y un reducido grupo de palabreros de la zona, estaba ese hombre delgado del que todos habían oído hablar en los últimos meses. Sin rodeos, Lin se presentó a sí mismo como el nuevo líder nacional, como el jefe de todas las clicas. Miró a su izquierda, extendió el brazo y apuntó al Baby, un pandillero corpulento, moreno, con candado chicano, el principal palabrero de Soyapango hasta ese momento.

 

—Aquí el homeboy seguirá siendo su palabrero, pero a partir de ahora me rendirá cuentas a mí —dijo.

 

El meeting entero estalló en gritos. Unos estaban de acuerdo; muchos otros, no. El Baby no dijo nada. Pero no aguantó demasiado tiempo callado. Al día siguiente, reunió a su clica y les dijo a todos que Lin era casaca, que las cosas iban a seguir como hasta entonces, que todos sabían lo que le había costado levantar esa cancha y no iba a entregarla al primero que llegaba. Al Baby lo mataron el 25 de septiembre de 2003. Lo ametrallaron. En Soyapango toda la pandilla supo quién había dado la orden.

 

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Que Lin ordenó asesinar a muchos de sus adversarios en la misma pandilla es algo que saben los miembros del Barrio 18 en toda Centroamérica. En la cárcel de Támara, a las afueras de Tegucigalpa, en Honduras, le preguntamos a un pandillero retirado que lleva más de 20 años sobreviviendo en las calles y los penales hondureños si oyó hablar de las purgas en el Barrio 18 de El Salvador y de la posterior ruptura de la pandilla. “Eso ya no tiene solución. Lin derramó demasiada sangre”, dijo, mientras negaba con la cabeza.

 

Los cadáveres del Baby, del Camaracho, del Big Lonely, de la Chola y de otros palabreros ajusticiados por la misma pandilla asentaron durante 2003 el gobierno interno de Lin, al mismo tiempo que resquebrajaban la unidad que él intentaba imponer. Clicas enteras empezaron a acumular rencor. La Policía supo parte de lo que estaba sucediendo en la 18 y lo llevó a los periódicos con titulares que hablaban de “vendetta”, de lucha interna por el poder, de asesinatos en los que las víctimas eran, según las autoridades, el número dos, el número tres, el número cinco, en el escalafón de la pandilla.

 

Números sin ningún sentido en el sistema de toma de decisiones del Barrio 18, que no tiene línea de sucesión y en el que cada clica, cada tribu o conjunto de clicas, tiene un fuerte nivel de autonomía siempre que se someta a los lineamientos generales de la rueda principal, de la cúpula, que generalmente opera desde la cárcel. En algunos temas, incluso, cada pandillero toma sus propias decisiones… y se atiene a las consecuencias en el caso de que estas no logren la posterior aprobación de sus superiores.

 

A mediados de 2003, la Dirección General de Centros Penales trasladó al núcleo central de la pandilla 18 de Ciudad Barrios al penal de Chalatenango. Lin en ese momento estaba en la cárcel de San Francisco Gotera, de donde salió en mayo de 2004. Solo pasó dos meses en libertad. En julio fue de nuevo a la cárcel, por tenencia de armas de guerra, y lo enviaron a aquel nuevo cuartel general. Desde Chalatenango reorganizó el Barrio 18. Hizo girar la rueda alrededor suyo y creó una estructura de 20 palabreros que en la calle o en la cárcel actuaban como su comandancia. En secreto, a esa comandancia, los dieciocheros que temían pero rechazaban el poder de Lin la llamaban despectivamente los 20 puerquitos.

 

* * *

 

—Lin se deshizo de quienes le podían hacer sombra. Decía: “Si es necesario botar clicas enteras, clicas enteras vamos a matar… pero aquí la 18 va a caminar con una sola línea” —cuenta el Hamlet.
—Y para lograrlo comenzó a depredar la misma 18.
—Claro… eso pasó con aquel al que le decíamos el Baby. Era uno de los que creció en Soyapango.
—¿Soyapango se rebeló contra Lin?
—Más que nada las cabezas. Siempre existió una regla en el país de que homeboy que mata a homeboy se muere.
—Lo que le pasó con Pizurra.
—A huevo, así fue.
—Pero a Lin se le permitió romper esa regla.
—Al principio lo hacía bajo de agua, o convencía a su gente de que era por el bien del Barrio.
—Nos han dicho que Lin les hacía creer que esas muertes eran cosa de las dos letras (MS).
—Es que lo negociaban los palabreros. Yo estuve en una reunión en la que al menos una vez se habló de entregar a un homeboy a los contrarios, y Lin aceptó, y otros aceptaron. En la pandilla Lin hizo lo que quiso, porque muchos se callaron pensando: ¿Qué ondas si me volteo y él me tira a cualquier lado? El viejo tenía influencia, respeto…
—El Cranky, por ejemplo, se le oponía.
—Había muchos que se oponían, pero nadie podía decirlo. Te podía llegar alguien y decir: “¿Ya viste cómo está actuando el viejo?”. Pero tú no sabías si ese homeboy te lo decía para saber lo que tú tenías adentro, así que decías: “No, hombre, no hables así del viejo…”. Se supone que en la pandilla hay hermandad, pero ahí ya nadie tenía confianza en nadie. Oíme, Lin siempre fue piedrero, y antes de estar juntos todos en Ciudad Barrios llegó al extremo de por unas piedras tatuarle las letras de la mierda seca a un loco. Y muchos sabíamos y nadie le sacaba eso. ¿Por qué? Porque si se lo sacabas, perdías, porque él tenía la dictadura. Hacía cosas que si yo las hago con un lapicero me pegan una gran matada, por andar escribiendo cosa de los rivales. Pero nadie se le paraba enfrente a Lin… Hasta que ocurrió lo de Mariona.

 

 

 

Este el tercero de una serie de cinco reportajes titulada El Barrio roto publicados anteriormente en http://www.salanegra.elfaro.net/

 

El Barrio roto. Todas las muertes del Cranky

El Barrio roto. El juego del parque Libertad

 

 

 

 

Carlos Martínez y José Luis Sanz son periodistas de Sala Negra de la web salvadoreña El Faro

 

 


 

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