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El Barrio roto. La Revolución en Mariona

Cuando el Chino Tres Colas ingresó en la prisión salvadoreña de Mariona en agosto de 2003 encontró un hormiguero de intrigas y de silencios afilados. Al día siguiente de su llegada, un civil, como se conoce a los reos que no pertenecen a pandillas, le lanzó una granada. Alguien de afuera, un adversario en el negocio de la droga, había pagado por su muerte. El artefacto no explotó, pero Tres Colas, encerrado en la celda 12 baja del sector 2, supo que en esa cárcel estaba tan vendido, tan entregado, como el resto de dieciocheros presos. Un grupo de pandilleros que, además, no eran de su entera confianza, y a los que él y el resto de la cúpula del Barrio 18 despreciaban.

 

—Siempre andaban fumando piedra y, cuando se les trataba de prohibir, hasta matarlo a uno querían –dice ocho años después, esposado, en la sala de audiencias del penal de Zacatecoluca.

 

Tres Colas mide algo menos de un metro setenta y, pese a estar algo consumido por la dieta de la prisión, conserva la cara redonda que recorrió los televisores de El Salvador en 2009, en los anuncios de campaña electoral de Arena, esos que los señalaban a él y al Viejo Lin como dos de los peores asesinos de El Salvador y los comparaban con el excomandante guerrillero y hoy vicepresidente de la República, Salvador Sánchez Cerén.

 

A Tres Colas su pequeño bigote, sus gafas redondas y sus ojos radicalmente rasgados le dan un aspecto de intelectual, pero el mismo Lin, uno de sus amigos más cercanos, nos ha dicho que es “un pistolero”, que no le cuesta jalar gatillo y que lo hace con puntería. Sus enemigos dentro de la pandilla aseguran además que es un hombre que se mueve por dinero, que cuando llegó a El Salvador deportado desde Estados Unidos no buscó al Barrio 18, sino que montó sus propias redes de venta de droga. Fue el Barrio el que, al cabo de un tiempo, lo buscó a él y le ofreció integrarse en la cúpula, estar cerca de Lin. No tenía sentido que su talento para matar y hacer dinero caminara solo por las calles.

 

Dicen que para sobrevivir en la pandilla se tiene que saber que tú matas y que tú quemas. Tres Colas lo hizo. Bajó a El Salvador desde el Norte y empezó a actuar como un gánster, no como uno de los bichos que esos días rifaban en las calles de San Salvador sin finalidad alguna. Puso sus ojos en la Zona Rosa, un cruce de calles copado de restaurantes y discotecas para la clase pudiente. Ese mercado de droga ya tenía dueño, la controlaba una banda que reunía a deportados de pequeñas pandillas sureñas y a civiles, pero no le importó. Varios pandilleros cuentan cómo mató o hizo matar a los vendedores que se pusieron en su camino y se adueñó de la zona. También se apropió del mercado de la adicción en casi todo Soyapango. Y no lo hizo en nombre de la pandilla, sino en el suyo propio.

 

Por eso sus propios homies le comenzaron a tener miedo y respeto. Y por eso se ganó a los enemigos que, cuando Tres Colas cayó preso, intentaron matarlo; unos enemigos que no eran de la MS-13 [Mara Salvatrucha 13].

 

Solemos pensar que el odio entre pandillas es la única ecuación que explica las muertes en las calles de El Salvador. Nos han enseñado a creer eso. Pero el negocio de las calles y las pistolas no nació en Los Ángeles ni bajó deportado. Antes de que las pandillas se profesionalizaran, en este país ya había armas, había drogas, había esquinas y había cárceles. Y en esas esquinas, civiles que vendían drogas. Y civiles armados en esas cárceles.

 

* * *

 

La Mariona en la que se conocieron Tres Colas y el Hamlet la gobernó desde finales de 1998 Bruno, el Brother, un asesino civil de menos de 30 años que a base de astucia y violencia reinaba sobre narcotraficantes, homicidas, robacarros y también sobre los pandilleros de la Mara Salvatrucha y de la 18, que para él no eran nadie. Dentro de la cárcel, al igual que sucede afuera, poderoso es el que administra las necesidades y anhelos de otros. Bruno controlaba la droga y los favores entre aquellos muros. Durante tres años, en la mayor cárcel de El Salvador nada se compró o vendió, nadie alzó un machete y ningún hombre sobrevivió sin su autorización.

 

La madrugada del 16 de diciembre de 2002 el Gobierno trasladó a Bruno repentinamente al penal de Apanteos, y Mariona quedó huérfana de autoridad pero cargada de rencores acumulados. En menos de 48 horas, cientos de televisores y ventiladores, decenas de cocinas o incluso refrigeradoras fueron sacadas de las celdas y cargadas en camiones. Era la fotografía del fin de un régimen de privilegios consentidos por las autoridades a cambio de que Bruno y su gente mantuvieran la estabilidad del penal más peligroso del país.

 

Para acabar de escenificar el cambio de era, la misma mañana de la marcha de Bruno una jauría de presos asesinó a golpes y cuchilladas a dos policías antinarcóticos que realizaban cateos de las celdas. El Sherlock recuerda aún sorprendido la ferocidad con la que reos comunes del sector 3 se abalanzaron sobre los policías. Algunos se hirieron a sí mismos en la desesperación por alcanzar a dar al menos una estocada a aquellos hombres, literalmente sepultados bajo la montaña de sus asesinos. Ese lunes, los cerca de 400 pandilleros de la 18 que cumplían pena en Mariona supieron que venía una guerra.

 

El Sherlock y el Hamlet estaban allí y recuerdan las rápidas maniobras de La Raza –una de las principales organizaciones de reos civiles que funcionan en El Salvador– para conservar el poder, para que en los patios del penal nada cambiara. “Pero es mentira, no va a ser igual, porque una administración como la de Bruno nunca la ha habido ni la va a haber”, dice el Hamlet. La Raza puso las riendas de Mariona en manos de José Armando Posada Reyes, pero Posada no tenía la autoridad de Bruno. Y no basta una designación para impedir que en el mar de una cárcel haya olas.

 

—Las pandillas y las bandas empiezan a verse, ¿vea? –cuenta el Hamlet–. Cada uno en sus esquinas, esperando a ver quién se le tira a quién. Pero no daba muertos aún. Así que nosotros por escrito mandamos decir a los homeboys en las calles: “Hey, la onda es que aquí esta mierda reventó. Consígannos feria allá afuera, compren armas y mándenlas para adentro. Si mandan dinero para adentro es mentira, aquí lo vamos a gastar; manden armas, porque aquí los mierdas (MS) andan alivianados, tienen cuetes, y nosotros no”.
—¿Qué respondieron?
—Lin amenazó con cobrar a cualquiera que nos mandara un cinco. Dijo: “¿Cómo van a estar reuniendo dinero para mandar a los de Mariona? Nada para esos marqueros de Mariona. Nada, ni sal ni agua”. Eso dijo el viejo Lin: “Ni sal ni agua para esos cagapalos.”

 

Les llamaban cagapalos porque decían que Mariona era para cobardes. La rueda quería que todo el Barrio 18 estuviera en Ciudad Barrios, reunido, organizado, disciplinado. “Aquí estamos los cabales, aquí estamos los que simón, los que no nos arrepentimos”, decían. Porque haberse sometido a las reglas de Bruno, aceptar la paz que él y La Raza administraban, era según la cúpula de la 18 una rendición. La ley de la pandilla es “rifa, mata, viola, controla”, y controlar significa gozar de respeto por la vía y al costo que sea, nunca admitir debilidad, jamás bajar la cabeza.

 

Tras el no de la pandilla, el Hamlet admite que él y muchos de sus homeboys sintieron por semanas la agonía de la muerte. No podían dormir. “Nos van a matar, cabrón”, se confesaban entre ellos. Por eso decidieron crear una bolsa común para comprar armas por su cuenta. Se obligaron a aportar una o dos coras (monedas de 25 centavos de dólar) cada uno los días de visita. Cada jueves o domingo, se recogía el dinero. Aquel que no recibía visita se rebuscaba: lavaba ropa, vendía algo, hacía otros trabajos, pero conseguía esas monedas.

 

La gente de Posada, con ojos en cada puerta y oídos en cada muro, supo de ese fondo y pidió explicaciones. Los dieciocheros le dijeron que era para pagar las deudas de droga de sus homeboys. En la cárcel, a quien no honra sus deudas, o a quien roba, se le castiga a golpes, y para los pandilleros es un desprestigio ser castigados por civiles. Los castigos son brutales pero internos; la ropa sucia se lava en casa.

 

En unos meses, los pandilleros se hicieron con algunas granadas y con dos pistolas, una .38 y una .22. Parte del pequeño arsenal lo consiguieron sobornando a custodios. El resto se lo compraron al enemigo del enemigo, dentro de aquel penal descompuesto en múltiples bandos. Armados, los dieciocheros se sintieron menos solos.

 

—Pero el Barrio nos dio la espalda –dice el Hamlet–. Aquello fue como que le digás a tu papá y tu mamá: “Miren, hay un loco y me quiere matar”, y que ellos te digan nomás: “Hacele huevos”.

 

* * *

 

El 20 de abril de 2004 la procuradora para la Defensa de los Derechos Humanos, Beatrice de Carrillo, envió a la Dirección General de Centros Penales una carta que le habían hecho llegar los pandilleros del Barrio 18 encerrados en Mariona. En ella advertían de que su vida corría peligro, de que en el penal se estaba gestando “una masacre de gran connotación”.

 

El año 2003 se había consumido entre constantes reyertas protagonizadas por pandilleros de la MS-13 y del Barrio 18 en los penales en los que aún convivían. El resultado solía ser heridos por cuchilladas, quemados con agua hirviendo… pero el 24 de julio en Mariona hubo un muerto.

 

Ese día se oyeron balazos y se lanzaron papas. Poco a poco la presión aumentaba y amenazaba con hacer saltar los cerrojos de las celdas. El 8 de diciembre de 2003, el Gobierno sacó de Mariona a 224 pandilleros de la Mara Salvatrucha y se los llevó al penal de Ciudad Barrios, después de haber trasladado antes a toda la cúpula del Barrio 18 a la cárcel de Chalatenango. Las autoridades creían que estaban solucionando el problema de Mariona.

 

En realidad, no fue una decisión solo de la Dirección General de Centros Penales. Antes habían consultado a los verdaderos gobernantes del penal, a La Raza: “Miren, hay dos pandillas en guerra y ustedes salen perjudicados. No podemos sacar a las dos de aquí. Elijan con cuál prefieren convivir”. Los reclusos recogieron firmas y eligieron a la 18, en teoría menos violenta que la MS-13, en teoría más disciplinada por ser una pandilla vieja, con más historia y reglas internas que la Salvatrucha.

 

Pero los recelos y miedos no se diluyeron. Algunos grupos de civiles que hasta entonces habían hecho negocios y caminado con la MS-13 se sintieron de repente desprotegidos e imaginaron una venganza de los presos de la 18 que nunca iba a llegar, porque los pandilleros estaban tan atemorizados como sus enemigos. Tanto las bandas de civiles como los pandilleros estaban armados y alerta. Y el miedo, en la cárcel, es la espoleta que hace estallar las bombas humanas.

 

El primer encontronazo entre dieciocheros y civiles fue en enero de 2004 y dejó siete heridos. Después, roces, amenazas, alguna pelea. A comienzos de agosto voceros de La Raza hablaron con el director del penal y le dijeron que no aguantaban más tener allí a la pandilla. “10 cholillos le vamos a matar. Cuéntelos”, dicen que le dijeron. “Y cuando vea salir a los 10 cholillos picados, macheteados, métase”. Pero quizá no contaban con que los cholillos, como llamaban a los pandilleros de la 18, ya estaban armados y preparados para despedirse matando.

 

Cuando en un penal va a haber una molleja grande, un gran enfrentamiento, se crea un silencio pesado y los reos se miran entre sí de forma diferente. Todo el mundo lleva las cintas de los zapatos atadas y las bandas se agrupan y toman posiciones. La mañana del 18 de agosto, el patio de Mariona se empezó a llenar lentamente de grupos de hombres entoallados y encorvados, es decir, con corvos en las manos y con los brazos y cuellos envueltos en toallas para protegerse. Los civiles se fueron escabullendo uno a uno de la escuela penitenciaria y en silencio fueron preparando la cacería. Al Barba Hollyman, el civil que encabezaba el comité de disciplina –un grupo de 80 o 100 presos armados y encargados de mantener el orden– un pandillero le oyó decir: “Voy a encender el tabo. Ya van a ver estos cholillos cómo corre el diablo en calzoncillos detrás de ellos”.

 

El Barba Hollyman murió acuchillado antes del mediodía, mientras escalaba un muro para huir de la carnicería. Algunos supervivientes aseguraron que los dieciocheros empezaron todo, que querían hacerse con el control del penal, pero cuesta creer que siendo menos de 400 se lanzaran a conquistar una cárcel con más de 3.200 presos. Todo indica que los pandilleros fueron atacados y respondieron con granadas y con la violencia desesperada de los animales acorralados. Cuando los dos bandos de reos decidieron rendir las armas, y los custodios por fin pudieron entrar a los patios y celdas, encontraron 32 cadáveres: 24 de civiles y 8 de miembros del Barrio 18. Es la mayor matanza que se recuerda en la historia del sistema penal salvadoreño.

 

* * *

 

A las 5:30 de la mañana del 21 de agosto, tres días después de la masacre, las autoridades sacaron de Mariona a 460 pandilleros de la 18 y a alrededor de 600 civiles vinculados con ellos. Algunos fueron trasladados a la cárcel de Apanteos, pero a la mayoría los llevaron al penal de Cojutepeque. Casi todos estaban ya unidos por un rencor común hacia Lin, el hombre que les negó la sal y el agua antes de la batalla. En la cárcel de Cojutepeque, una catacumba en pleno centro del pueblo, un entramado de celdas edificadas en un hoyo por debajo del nivel del suelo de los libres, se empezó a formar la Revolución.

 

En los meses siguientes, si un pandillero preso no estaba de acuerdo con la forma en que Lin gobernaba, pedía moverse para Cojutepeque. La nueva línea que desde la cúpula de la pandilla bajaba a la calle era simple: “Todo cabrón que caiga preso, a Chalate”. Pero comenzó a haber quienes preferían no cumplir esa orden, aunque Lin y su rueda les llamaran, por eso, cagapalos.

 

―¿Alguien lideraba el movimiento en Cojute? –preguntamos al Hamlet, que viajó en esos buses de Mariona a Cojutepeque, con las manos aún cansadas de dar machetazos y segar vidas.
―No. En Cojute para ese entonces no estábamos a favor de Lin, pero tampoco estábamos en contra del resto de Barrio 18… Si el día de mañana teníamos que entregar cuentas a la pandilla, las íbamos a entregar, pero no íbamos a aceptar lo que él quisiera. El juicio iba a ser recíproco.
―Pero habría un palabrero del penal.
―Claro, pero todavía no teníamos una posición de estar en contra de los de Chalate. Solo que teníamos una ideología que no nos parecía lo que estaban haciendo.

 

Resulta extraño escuchar la palabra ideología de boca de un pandillero, pero acaba siendo habitual cuando se pregunta por las divisiones en el Barrio 18. Varios pandilleros aseguran que la Revolución y Chalate estaban separados por la política. “El Cranky y Tres Colas tenían diferencias ideológicas”, dice la Biutiful, una pandillera que trabajó con uno de ellos. Se refiere a diferencias en la manera de llevar los negocios; diferentes visiones sobre la realidad compleja en la que habita la pandilla; diferentes opiniones sobre el uso del poder.

 

Desde la cárcel de Chalatenango no tardaron en llegar mensajes de repentina hermandad para los pandilleros encerrados en Cojutepeque. Primero fue una wila [mensaje] que proponía perdón y olvido. Además, Lin y su gente ofrecían enviar a Cojute cargamentos periódicos de marihuana para que la pandilla los vendiera allí y devolviera parte de los beneficios a Chalatenango. Se interpretó como un intento encubierto de controlar desde Chalate las finanzas de Cojute. La respuesta fue no. Después, una parte de los 20 palabreros llegaron de visita: el Grampy, Sparky, el Clown, Spooky, Tito… Los cancilleres de Lin. Pidieron hablar en privado con los meros-meros de Cojute, no con la masa.

 

―Nos dijeron: “Chalate y Cojute, una sola pita” –cuenta el Hamlet–. “Seamos como la parte izquierda y la parte derecha del corazón, diferentes pero bombeando juntas en El Salvador. Porque el corazón bombea sangre, y cada homeboy es una célula de sangre de la pandilla”. Ya sabés… la teoría que te dan cuando entrás a la pandilla. ¡Casaca!

 

Si antes era la cúpula en Ciudad Barrios la que acusaba de falta de carácter a los pandilleros de Mariona, ahora la tortilla se había volteado, y eran los veteranos de la matanza de Mariona quienes encaraban a los enviados desde el cuartel general de la pandilla: “Vos toda la vida entre homeboys. ¡Yo vengo de vivir entre el enemigo! Y nunca me mandaste ni una cuchara para hacerla cuchillo”.

 

Ni perdón ni olvido. La 18 era ya un matrimonio de camas separadas. De cárceles separadas.

 

Antes de que acabara 2004, en Cojutepeque se había empezado a hablar de la R, de la Revolución, y desde allí el concepto se había contagiado a otros penales y a la calle. No todos los pandilleros recluidos en Cojutepeque estaban de acuerdo con la forma de enfrentar sus problemas con Lin, pero en el penal ondeaba una bandera de independencia. Tres Colas pasó una temporada allí y tuvo que pedir una celda de aislamiento con el argumento de que peligraba su vida. Incluso en Chalatenango el círculo de lealtades del Viejo Lin comenzó a quebrarse. Dentro de su propio penal, con su propia gente, Lin se sentía inseguro. El Barrio introdujo en Chalate una pistola .25 para uso personal del líder. Frente a la puerta de su celda siempre había dos hombres haciendo guardia. No se permitía a ningún homeboy acercársele sin antes haber sido registrado de pies a cabeza.

 

En la calle, los palabreros empezaron a tomar partido. El Cranky fue uno de los que reunió a su gente y les aclaró la nueva situación: en adelante, la marihuana que él y su clica introducían sistemáticamente en todos los penales del Barrio 18 se enviaría solo a los que, herederos de la masacre de Mariona, claramente se identificaban con la Revolución: Cojutepeque y Apanteos. Negocios separados, finanzas separadas, solidaridades separadas.

 

Algunos pandilleros, al salir de la cárcel, tuvieron que elegir entre los hogares separados de una familia dividida. Otros se encontraron con que su antigua casa estaba ahora en la cancha de la facción contraria y tuvieron que cambiar de residencia. En la pandilla siempre se ha hablado del pase del amigo, de la muerte silenciosa que se da a los traidores. En el Barrio 18 las sanciones internas empiezan con regaños verbales, siguen con palizas de 18 o 36 segundos, y pueden terminar en una ejecución. En el Barrio 18 una parte de la pandilla pasó automáticamente a considerar traidora a la otra, y las luces verdes se comenzaron a encender en silencio con una sed vertiginosa de castigo.

 

* * *

 

A las 3 de la madrugada, Silvia Yamileth terminó su turno como repartidora de fichas en el Casino Colonial, en Antiguo Cuscatlán, y salió al aparcamiento donde le esperaba el Mazda 323 de su novio, Carlos Roberto, que también trabajaba en el casino, pero que había tenido el día libre. Eran pareja desde hacía solo un par de meses. Ella tenía 29 años, era hondureña, y llevaba varios años viviendo en El Salvador. Él tenía 25 y vivía con su padre. Ambos cobraban un salario de unos 260 dólares mensuales. Pusieron juntos rumbo a casa de ella, a las afueras de San Salvador, pero a la altura de la gasolinera Shell de la 25a. Avenida Norte un vehículo comenzó a seguirlos y al llegar a la Santa Lucía, ya en Ilopango, les cerró el paso. De él se bajaron cuatro hombres armados. Pandilleros de la 18.

 

Aquel 27 de julio de 2005 el cuerpo del Cranky yacía, aún caliente, en el suelo del parqueo del Cesar´s, pero la noticia de su asesinato corría ya de boca en boca y el Muerto de Las Palmas, junto a algunos pandilleros de la colonia IVU, querían disparar su rabia. Reunió a su gente, les contó lo sucedido y dio órdenes para alistar armas, robar un carro e ir de inmediato a la caza del Chino Tres Colas. El Mazda de Carlos Roberto encajaba en sus planes.

 

Los soldados del Muerto no querían testigos, así que llevaron a los dos jóvenes a las inmediaciones del Rancho Navarra, les hicieron arrodillarse y, sin más ritual que el de la rutina de los sicarios, los ejecutaron. Un disparo en la cabeza a cada uno. Ella vestía aún el uniforme del trabajo y sobre el pecho una placa con su nombre. Después, los pandilleros se dirigieron a la colonia residencial Bosques de la Paz, donde vivía Tres Colas. No lo encontraron allí. La casa estaba vacía. Que después de matar al Cranky el Chino Tres Colas llegara a casa como quien sale de la rutina del trabajo era, quizá, esperar demasiado. Pospusieron su venganza.

 

Los cuerpos sin vida de Silvia Yamileth Dubón Álvarez y Carlos Roberto Méndez Najarro fueron hallados cuando por fin amaneció aquel 27 de julio. Algunos testigos dijeron que habían escuchado los disparos. Otros hablaron de un vehículo verde. La Policía, aunque las víctimas no llevaban documentos y tardaría todavía 24 horas en identificar los cadáveres, dijo a los periodistas que sospechaban que se trataba de un crimen pasional.

 

* * *

 

Esa noche, en la IVU, se celebró la vela del Cranky. En todo el perímetro de la cancha de fútbol de la colonia se apostaron pandilleros armados, y en las entradas de la colonia los vecinos –familiares, amigos o cómplices de la pandilla en su mayoría– se pusieron alerta. Era poco probable que alguien del entorno cercano a Lin tuviera el descaro o la valentía de aparecer por allí, pero el ataúd expuesto en la casa comunal era la mejor prueba de que en el Barrio 18 ya no quedaban imposibles.

 

Los pandilleros hacían un esfuerzo por no hablar demasiado sobre la balacera de la noche anterior en el parqueo del Cesar’s. Quien tenía detalles los guardaba. Conocedores del intento fallido del Muerto, quienes deseaban salir a castigar a los culpables esperaban órdenes. El Gato, uno de los homeboys de confianza del Cranky, se acercó al Smooky, uno de los palabreros del parque Libertad, se apartó con él a una esquina y le contó lo que sabía: la madrugada anterior, pasadas las 2 de la madrugada, Duke en persona, herido y camino del hospital Rosales, había llamado por teléfono a otro homeboy preso en el penal de máxima seguridad de Zacatecoluca para contarle que habían matado al Cranky. Le dijo también el nombre de quienes dispararon. Desde Zacatraz, la noticia se había regado de inmediato al resto del país.

 

Dos semanas después, el cadáver de un soldado de Tres Colas apareció dentro de una bolsa de basura, en la carretera hacia Chalatenango. Lo habían bajado a la fuerza de un bus y lo habían ejecutado. Poco después vendría el atentado en Valle Verde contra Eddie Boy y el mismo Tres Colas. Tras un año de amenazas y lenta desconfianza mutua, el asesinato del Cranky había desnudado los odios.

 

El Hamlet recuerda un meeting, a finales de aquel año explosivo, en el que los palabreros del oriente de San Salvador pasaron cuentas.

 

―Se habló uno por uno, viendo quién había limpiado su cancha y quién no. “¿Y vos ya limpiaste la tuya?”, te decían.
―¿Y si no lo habías hecho?
―Se mandaba a alguien más a cumplir la misión.

 

Limpiar y cumplir la misión son sinónimos de asesinar. En este caso a los Sureños, a quienes no se alinearan con la nueva Revolución. Del otro lado, otros limpiaron de revolucionarios otras canchas.

 

“La cosa era proteger el territorio”, dice la Biutiful, que se retiró de todo, o de casi todo, en 2006. Recuerda cómo cobró fuerza la R cuando hicieron de la figura del Cranky una bandera y de su asesinato una razón definitiva para la fractura. En el penal de Cojute, todos los presos se raparon el cabello como hacía el Cranky, a modo de homenaje. En la IVU, al joven Xochilt, que tiempo después se convertiría en palabrero de la colonia, le rebautizaron como Little Cranky.

 

—Tres Colas estaba encargado de la panadería que había puesto Homies Unidos en La Campanera, y la usaba para tapar los negocios que él estaba haciendo allá. Se supone que el asunto del Cesar’s vino porque el Cranky estaba queriendo pelearle el proyecto a Tres Colas y llevárselo para tapar sus asuntos en la IVU.

 

La panadería a la que se refiere la Biutiful es la que aparece en el documental La vida loca, que el fotógrafo Christian Poveda grabó entre 2006 y 2007. La película narra la convivencia de un grupo de pandilleros inscritos en un proyecto de rehabilitación administrado por la ONG Homies Unidos. Uno de sus protagonistas es Heriberto Henríquez, Eddie Boy, juzgado y condenado junto al Chino Tres Colas por el asesinato del Cranky.

 

—¿Tres Colas movía la droga de Soyapango y de la Zona Rosa?
—Todavía la mueve. No le voy a mentir: la pandilla era fuerte, era un monstruo, pero internamente dejó muchos daños, muchos homicidios, y todavía van a caer varios. Antes te hablaban de que en la pandilla eras una familia. Hoy solamente se pelean la droga, las armas y el poder, tener un rango dentro de la pandilla.

 

El Viejo Lin asegura ahora que cuando mataron al Cranky él ya había renunciado a ese poder del que parecen emanar todos los odios. Cinco meses antes, el 7 de febrero de 2005, la Dirección General de Centros Penales había sacado de Chalatenango a Lin y a algunos de sus principales palabreros y los había dispersado por distintos penales del país. Lin fue llevado a San Francisco Gotera y, 24 horas después, lo enviaron a la cárcel de máxima seguridad de Zacatecoluca.

 

Lin empezó entonces a decir que se retiraba, que dejaba esa pandilla dividida en manos de otros y se hacía a un lado. Sus enemigos no le creyeron y siguen sin creerle. En las entrevistas que ha concedido desde entonces, las palabras de Lin están a medio camino entre el reconocimiento de que fue derrotado por sus enemigos internos en el Barrio 18 y el anuncio de que algún día volverá a levantarse.

 

A comienzos de 2010, los pandilleros de la 18 recluidos en el penal de Cojutepeque pidieron formalmente por carta a la Dirección General de Centros Penales que los separara. A pesar de que Lin ya no lideraba la pandilla, las diferencias continuaban y la convivencia se había vuelto imposible.

 

Las autoridades accedieron al traslado y el 10 de abril de 2010 reacomodaron el sistema penitenciario entero para separar a los 18 Revolucionarios y a los que desde ese momento se comenzaron a autodenominar 18 Sureños, en referencia al origen de la pandilla en el sur de California. Cojutepeque –donde la Revolución se levantó– quedó en manos de los sureños. El penal de Quezaltepeque fue adjudicado a los Revolucionarios. En la cárcel de Izalco, adjudicada al Barrio 18, las dos facciones de la pandilla ocupan desde aquel día sectores diferentes y no tienen ningún contacto entre sí. En las bartolinas policiales, Sureños y Revolucionarios también ocupan celdas separadas.

 

Lo mismo ocurre en Zacatraz. Lin comparte celda con Tres Colas. Ambos aseguran haberse desmarcado del resto de la 18 y formar parte de un nuevo grupo, el tercero, el de los Retirados. Duke, quien fuera el mejor amigo del Cranky, comparte sector y celda con el Cholo William, uno de aquellos pandilleros que levantaron el Barrio 18 en la plaza Libertad y a quien la Policía considera en este momento líder de la R. Duke acumula múltiples condenas, una de ellas a 15 años de prisión por el intento de asesinato contra Tres Colas en agosto de 2005. En su mismo sector está el Muerto de Las Palmas, el hombre que plantó cara a Tres Colas cuando le pidió que le entregara sus beneficios de la renta, que trató de vengar al Cranky la misma noche de su asesinato y que fue condenado a 30 años de cárcel por participar en la matanza del Plan de la Laguna, donde murieron tres niños y dos mujeres, una de ellas embarazada. Aquella matanza pretendía, de hecho, acabar con la vida de una joven que incriminaba a Duke en otro asesinato.

 

En otro sector de Zacatraz, sin contacto con Lin ni con los Revolucionarios, está la cúpula de los Sureños. Los únicos que, en ese penal, no han querido dar entrevistas. Dicen que no quieren hablar con periodistas sobre la ruptura interna de la pandilla.

 

* * *

 

Se abre la reja que conduce a las celdas, y Tres Colas sale esposado. Su presencia inspira distintas sensaciones. La última es miedo. Serenidad no es la palabra más precisa, pero es la primera que se viene a la mente. Soporta sin el mínimo gesto la tosca revisión de los soldados, se sienta en la silla detectora de metales, pone la barbilla en el escáner que asegura que no esconde trampas en la boca, se descalza, le meten mano hasta en la entrepierna, luego el detector de metales manual… nada. El temible Tres Colas no levanta ni una ceja. Camina por el pasillo que lo llevará hasta la sala de audiencias dejándose guiar por los cuatro custodios y tres militares que vigilan sus pasos.

 

Desde una celda especial ubicada en el pasillo de salida, conocida como La Exclusa, un pandillero tatuado con los números del Barrio 18 lo insulta, y Tres Colas pasa de la parsimonia a la ira en un segundo: “¡¿Vos qué estás hablando, bicho hijueputa!? Ya sabemos que vos trabajaste con la DECO, hijueputa”. Los custodios y soldados se apresuran a meterlo en la sala de audiencias, y tras ellos entramos nosotros.

 

Aún con la respiración acelerada, Tres Colas toma asiento, se quita los lentes y los pone sobre la mesa. Se limpia el sudor de la frente y se vuelve a colocar los lentes. Nos extiende la mano. “Carlos, mucho gusto. ¿De qué querían hablar?”, pregunta.

 

—¿Por qué tenía que morir el Cranky?
—Por varias situaciones. Se le dio la oportunidad varias veces, y no lo aprovechó… Ya estaba que se tenía que morir. Pero lo del Cranky no fue como anda diciendo la gente de la R. Es mentira. Las personas que han hablado no lo han hecho con intención de ayudar, sino de sacar el coraje que ellos traen dentro, manipular las cosas y hacernos ver mal a nosotros. Fue un pretexto para destruirnos, para desorganizarnos. Y lo lograron.
—¿Cómo?
—Pactaron con la DECO [la División Élite contra el Crimen Organizado de la Policía Nacional Civil], porque fue la única forma que pudieron… ¿Ya sabés cómo nos sacaron de Chalate? A uno por un lado y otro por otro, sin comunicación. Mirá lo que han logrado. Mientras estuvimos nosotros no hubo masacres de niños. Y mirá la masacre del Plan de la Laguna… Ahí podés ver la mente que los de la R tienen.
—¿En el momento en que matan al Cranky tú todavía estabas en la rueda de decisión?
—Ellos nos tildaban… Muchos dicen que nosotros éramos palabreros. Yo nunca me consideré palabrero. Yo simplemente aportaba lo que yo podía aportar en lo productivo, porque nosotros siempre tuvimos una visión más grande. Como llegó la guerrilla a un gobierno, nosotros estábamos preparando gente, que estudiaran, que se prepararan para abogados, porque no solo porque sos pandillero no podés lograr unos objetivos.
—Gente que fuera abogado pero que siguiera dentro del Barrio.
—Como te digo, ellos lo deshicieron. Algunos sureños, como el bocón que está ahí, estaban de acuerdo con lo que los revolucionarios armaron con la DECO: sacar a todos los que estábamos en Chalate.
—¿Dices que la DECO está metida tanto en el Sur como en la R?
—Sí.
—¿Por qué de repente colapsa una estructura como la que tenían ustedes en la pandilla?
—Lo que estos hicieron es crearle una imagen a Lin negativa, pero todo era mentira. Dijeron que él estaba comiendo el dinero de la pandilla, que él hacía esto y lo otro, y era mentira. ¿Con qué objetivo? Para agarrar poder. Acordate que son morros que empiezan y piensan que todo es color de rosa. Esto de estar en la pandilla es grande, pues, y a lo único que te lleva es a la muerte, al hospital o al cementerio. Y estos señores se unieron con los Revolucionarios para inventar lo que sacaron de Lin. Señores que todavía están dentro del Sur.
—Estamos hablando de un Barrio que está roto.
—Está despedazado.

 

 

 

Este el cuarto de una serie de cinco reportajes titulada El Barrio roto publicados anteriormente en http://www.salanegra.elfaro.net/

 

El Barrio roto. Todas las muertes del Cranky

El Barrio roto. El juego del parque Libertad

El Barrio roto. El imperio de Lin

 

 

Carlos Martínez y José Luis Sanz son periodistas de Sala Negra de la web salvadoreña El Faro

 

 


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