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El Barrio roto. Todas las muertes del Cranky

Cuando las balas terminaron de zumbar en el aparcamiento del Cesar’s Club Bar International, sobre el piso quedó desparramado lo único que se puede dar por cierto de este episodio: el rudo Cranky –con tatuajes dieciocheros en la cabeza, con su porte temible de homeboy angelino–, tenía 20 agujeros de bala regados por el cuerpo.

 

Amenazar al Cranky en sus dominios requería tener algo más que una pistola, pero vaciarle un par de cargadores al palabrero de la colonia IVU –uno de los barrios más bravos de San Salvador– y cobrador de las extorsiones en la 49a. Avenida Sur, y hacerlo además a las puertas del prostíbulo que controlaba, era demasiado temerario, demasiado espectacular, incluso para los cánones internos del Barrio 18.

 

Habría consecuencias y, tal como estaban las cosas, eso lo podía ver hasta el último niño tatuado con los símbolos de la pandilla. Una de dos: o era la acción de un inconsciente con el dedo nervioso, o alguien se proponía dejar claras algunas cosas y había utilizado al Cranky para escribir su mensaje a tiros.

 

José Luis Cortez Guerrero, el Cranky, había sido deportado de la ciudad estadounidense de Los Ángeles a principios de los noventa, junto con otros pandilleros que fueron obligados a retornar a un país que apenas les pertenecía, que les era enteramente extraño. Ayudó a parar el Barrio 18 en San Salvador y sobrevivió a las batallas fundacionales. Se ganó un nombre y también eso que entre pandilleros es un bien carísimo: respeto. Al menos entre algunos de ellos. Quizá por eso la pandilla le había tolerado desobediencias en más de una ocasión. Quizá por eso aquella noche abusó de su suerte.

 

La suya fue una de esas muertes que llama a más muertes, que desencadena cosas, que parte en dos una historia. Aunque hay un abanico de relatos de cómo ocurrieron las cosas, lo inamovible es que la madrugada del 27 de julio de 2005 a José Luis Cortez Guerrero 14 plomos se le pasearon por el cuerpo dejándole 20 agujeros en la piel. Hay una coincidencia en todas las versiones sobre lo que ocurrió aquella noche: al Cranky lo mató su propia pandilla.

 

Desde hacía al menos dos años, y de forma creciente, en el interior del Barrio 18 hacían ebullición un sinfín de rencores y de ambiciones encontradas, pero hasta aquella noche se hacía lo posible por esconderlas bajo la alfombra. La muerte del Cranky terminó por mandar los modales al carajo, y la pandilla acabó partida en dos facciones enemistadas a muerte, dos Barrios 18, autonombrados como Revolucionarios y Sureños. A partir de aquel homicidio los homeboys andan, dicen, a cañón suelto, a odio destapado, ya no solo contra sus adversarios de la Mara Salvatrucha (MS-13), sino también contra los dieciocheros agrupados en la facción rival.

 

* * *

 

Contrario a lo que se creía, el Cesar’s Club Bar International no era propiedad del Barrio 18, aunque había buenas razones para la confusión. Se trataba de un local de dos plantas y colores chillantes, enclavado en una de las principales arterias de la capital, apenas a unos metros del Estadio Nacional Jorge Mágico González.

 

El prostíbulo pertenecía, digamos, a un socio de la pandilla, y el Cranky y su gente eran asiduos del lugar por más razones que los bailes eróticos. Desde allí despachaban polvo blanco y piedras fumables a la fauna nocturna de la 49a. Avenida Sur. Desde allí extorsionaban todos los antros de la zona.

 

Cuando un hecho se convierte en leyenda, deja de ser pesado, deja de estar atado a una verdad mundana, y se convierte en explicación, en argumento. Para el Barrio 18, lo que ocurrió aquella noche se esfumó de las aceras de aquel prostíbulo, y una parte de la pandilla se lo apropió como una herida íntima… peligrosa. Esta es la versión de alguien que narra lo sucedido como si hubiera estado ahí, como si hubiera escuchado cada susurro, cada tintineo de vasos, como si él mismo llevara olor a pólvora. Pero no es solo su versión, sino la de un inmenso colectivo que la ha construido de boca en boca, de odio en odio, y la ha moldeado hasta hacer de una muerte una bandera y una causa de rebeldía frente al resto de la pandilla.

 

Aquella noche, sentado frente a la barra estaban el Cranky, su colega Duke, y varios homeboys más, cuando vieron entrar a uno de los lugartenientes del Viejo Lin –quien entonces era el líder máximo del Barrio 18– llamado el Chino Tres Colas. No llegó solo. Le acompañaba Eddie Boy, o si se prefiere, José Heriberto Henríquez, director de rehabilitación de la ONG Homies Unidos. Tres Colas no era bienvenido en el lugar, pero la presencia de Eddie Boy suavizó algo las cosas; era un viejo conocido del Cranky, se habían seguido la pista desde allá, desde el idealizado Norte, desde las calles angelinas donde los dos nacieron para el Barrio 18.

 

Tres Colas y Eddie Boy se acomodaron y pidieron bebidas. Los problemas entre Tres Colas y el Cranky pasaban –entre otras cosas– por la competencia por el control de la Zona Rosa, uno de los territorios más jugosos para la extorsión y la venta de drogas. No era un conflicto subterráneo, ambos sabían lo que había, y por ello la sola presencia de Tres Colas en el Cesar’s era una afrenta directa a la soberanía del lugar, al territorio reclamado por derecho ganado a golpe de intimidaciones y respeto callejero. ¿Qué diablos estaba haciendo ahí Tres Colas con sus ínfulas de jefe, con ese aire de gente importante? Fue más de lo que el impulsivo Duke era capaz de soportar.

 

Sobra decir que, como en las cantinas de las películas de vaqueros, todos ahí daban por hecho que bajo el cinto de cada uno de ellos había un arma de fuego, o sea, un tizón, un mazo, un mortero, un cuete… La terminología para designar una pistola es vasta en esos ambientes.

 

Con su razonamiento de cowboy, Duke susurró al oído del Cranky: “Saquemos los tizones, peguémosles aquí y vamos a botarlos a la Puerta del Diablo”. Pero el Cranky dejó ir su última oportunidad de cambiar el nombre del muerto de aquella noche. El problema era solo con Tres Colas y no estaba bien llevarse entre las patas a Eddie Boy. Sin embargo, había que dejar claro quién era el gallo de aquel gallinero.

 

El Cranky se levantó de su asiento y se dirigió a la mesa de los visitantes: “Hey, Chino, no sé qué putas venís a hacer acá, vos sabés que nos la llevamos, traemos una bronca… definamos esto”. La definición que pedía el Cranky pasaba por un acuerdo básico: vos no te aparecés por mis territorios, yo no me aparezco por los tuyos.

 

Tres Colas y Eddie Boy se deshicieron en explicaciones, juraron que solo habían pasado por un trago, que no buscaban provocar a nadie, que no querían problemas… Pero, ya puestos en ambiente, Tres Colas propuso al Cranky quitarse las ganas, a través de un one on one, que viene siendo algo así como el batirse a duelo del pasado. En la pandilla es un reto de honor que no se puede rechazar y en el que solo se ocupan los puños. Sirve para liberar presión entre homeboys y para poner las cosas en su lugar con apenas costos por moretones o algún diente que se echará en falta. El Cranky aceptó.

 

Acordaron salir al parqueo y reventarse hasta calmar la sed. Eddie Boy salió con ellos. Apenas estuvieron afuera, algo se movió dentro del pick up en el que habían llegado los visitantes: un Nissan Frontier rojo. Una ventanilla se bajó y asomaron dos tiradores. El Cranky apenas tuvo unos segundos para reparar en que había caído en una trampa, que Tres Colas no era hombre de puños, que Eddie Boy no era ya su amigo… Pum, pum, pum, pum… Intentó cubrirse con las manos. Pum, pum, pum… Ya no había nada que hacer. El Cranky yacía en el suelo, probablemente vivo, cuando Tres Colas desenfundó una .40 y le dejó ir una bala en la cara.

 

Cuando Duke y el resto salieron, Eddie Boy y Tres Colas habían abordado el pick up y huían del lugar. Duke corrió sobre la acera, prodigando plomo al pick up en marcha, que ya escapaba. Consiguió herir a alguien dentro del carro y también recibió un tiro en la nalga derecha, que le salió por la pierna.

 

Tres Colas había ido al Cesar’s a cumplir una misión encomendada por el Viejo Lin, y Eddie Boy había sido la coartada.

 

* * *

 

Hace un calor furioso y húmedo, tanto que al cabo de unas horas las yemas de los dedos se arrugan a fuerza de sudar, como si acabaras de salir del mar. Estamos en el centro penal de máxima seguridad en Zacatecoluca, bautizado sin mucho esfuerzo por el habla popular como Zacatraz. Por entre los barrotes que conducen a los pasillos de celdas aparece Duke. Viene esposado y viste el uniforme del penal: camiseta blanca, pantaloncillos cortos blancos, tenis blancos y calcetines blancos subidos a todo lo que dan, al estilo cholo. Va tatuado hasta el cuello. Nos mira con la desconfianza de un animal enjaulado. “¿Y ustedes quiénes son?”.

 

Duke es una sonrisa constante, de esas que por distendidas son casi ingenuas y harían que le contaras tu vida a un desconocido en el bus. O de esas que pueden significar que para él todo es un juego y nunca conocerás su verdadera cara. Su expresión es la del Joker de las barajas de cartas. Es imposible saber si te sonríe o si te amenaza.

 

Nos presentamos y le decimos que queremos entender por qué el Barrio 18 está partido; se seca el sudor de la frente, y comienza a relatar su historia de veterano pandillero. Nos deja claro que su ingreso al Barrio fue allá, asegura haber estudiado dos años de periodismo en la Universidad de Beaumont en Houston, Texas, que tiene 37 años y que no siente rencor contra los asesinos del Cranky, ni los visibles ni los menos visibles.

 

Le contamos el relato que tenemos. Se echa a reír con su risa generosa y nos mira con desprecio: “Ya le pusieron patas y cola a todo esto… Esto es como un accidente de carro, donde cada quien tiene su propia versión”. Duke deja claro que hay partes de la historia que no las escucharemos de su boca, puesto que hay asuntos que solo son de la pandilla, secretos que están reservados. Se vuelve a mirar a los custodios y a los militares que nos flanquean con el rostro cubierto con gorros pasamontañas durante toda la entrevista y se ríe de nuevo.

 

—Les voy a contar… Esto no es soplo porque nosotros no somos leales a los policías corruptos. Nosotros teníamos un negocio. Estaba en la 29.ª poniente, por el Hospital Bloom, se llamaba el Cesar’s II, y un día llegaron unos agentes a pedirnos dinero. Tomaron y no quisieron pagar, y nosotros no quisimos clavarnos por no tener pedos. Uno sacó la placa y el otro la pistola. Sabíamos que eran policías desde que entraron. Si hubiéramos querido, los habríamos matado. Lo volvieron a hacer otro día, pero entonces entramos en conflicto y no les quisimos dar ni un centavo. Desde ahí comenzaron los problemas y nos cerraron ese negocio, porque dijeron que hacíamos mucho ruido y que no pasábamos la inspección… Luego nos fuimos a otro lugar. El local primero sí era de nosotros, el otro local era de un amigo, de un amigo al que ayudábamos.
—Entendemos que el negocio del prostíbulo era del amigo de ustedes, pero que el que ustedes tenían ahí era… mmm… otro negocio…

 

Se vuelve a reír mientras mira de reojo a los agentes.

 

—Ese era el que sí teníamos ahí. El local era de un amigo.

 

Eran las primeras horas del 27 de julio del año 2005. Y, según Duke, frente al Cesar’s Club Bar International estaban solo él y el Cranky –su amigo y socio– cuando llovieron los balazos. Es obvio que Duke no dirá nombres, que va a respetar hasta donde le sea posible la máxima de que la ropa sucia se lava en casa. Así que en su versión simplemente llovieron los balazos.

 

—Si ha estado en una balacera –dice–, sabrá que el soldado más adiestrado lo primero que busca es el suelo, y es difícil observar lo que está sucediendo cuando le están disparando a uno. Estábamos en la calle frente al negocio. En ese parqueo estaba yo.
—Según tu versión, ustedes estaban conversando y comenzó a tronar.
—Así es. Yo fui al primero que balearon. Todo lo que les han dicho es cuento. Usemos la lógica. A veces la gente cuenta las cosas… Si yo llego con la intención de matarlo a usted, ¿por qué entrar en un pleito si usted ya me dejó acercarme? Si ya te confiaste, te mato y me voy. Si ya tengo decidido matarlo a usted, ¿por qué voy a tener un pleito…?

 

Al año siguiente de aquel homicidio, cuando un tribunal juzgó el caso, Duke apareció en la audiencia en calidad de testigo de descargo. En su declaración, dos hombres que llegaron al Cesar’s mataron al Cranky en el parqueo… solo que nunca antes los había visto. Sin que nadie se lo preguntara, se apresuró a aclarar que desde luego no eran ni Tres Colas ni Eddie Boy.

 

—A mí supuestamente el Chino me cuetió y yo a él. Ese día los dos nos balaceamos. ¿Cómo explica que yo fui testigo de descargo?
—¿Temor?
—¿¡A él!? Claro que no. Yo fui una persona principal del movimiento de la Revolución dentro de la pandilla, ¿qué temor le voy a tener a él?
—¿No lo considerás tu enemigo? Tenés un plomo de él en tu cuerpo.
—Me salió, me traspasó. Él también tiene uno mío… –vuelve a ver de reojo a los custodios al caer en la cuenta de que quizá ha hablado de más–. Jajajaja, o sea, o sea, no digo que él me disparó ni yo a él, estamos hablando de lo que se dijo en la audiencia, en la audiencia…
—Entendemos que dentro del Barrio hubo como una especie de comisión de revisión de lo que pasó aquella noche. Y que algunos concluyen que había una instrucción precisa para acabar con tu vida.
—Así fue.
—Y que por lo tanto la orden venía de alguien que podía dar instrucciones.
—Sí, fue alguien muy objetivo.

 

* * *

 

Luego del tiroteo, los peritos policiales establecieron que lo que ahí ocurrió lució más como un enfrentamiento que como un acto de sicariato: hubo 67 balazos, disparados por seis armas distintas. Entre ellas una .380 que aportó cinco plomos a la escena.

 

Un mes después de aquel asesinato, Eddie Boy y Tres Colas regresaban del penal de Chalatenango a bordo de un pick up Nissan Frontier azul claro. Para ese momento Chalatenango era ya una voz profunda de autoridad para el Barrio 18 en El Salvador, una voz como nunca antes la había habido, y como probablemente no la vuelva a haber. Venían, dicen, de repartir zapatos entre los homeboys presos. Dejaron a alguien en la residencial Valle Verde, en Apopa, y al salir los estaban esperando. Fue una ráfaga de M-16 y tiros de otras armas menores. El Nissan Frontier terminó con 16 impactos de bala. Eddie Boy y Tres Colas no saben explicar cómo consiguieron salvar el pellejo esa tarde. A la escena se presentó el agente investigador Molina, que al revisar el vehículo de las víctimas tuvo el presentimiento de haber dado con algo familiar.

 

Tú pegas, yo contesto: la guerra estaba abierta.

 

Para los aliados de Tres Colas y Eddie Boy estaba claro que los autores del atentado eran Duke y sus secuaces. Por una intrincada cadena de razones responsabilizaron al dueño del Cesar’s de haber proporcionado las armas, y decidieron enfilar su venganza contra él. Discutieron si lanzar contra el local un bazucazo con un lanzagranadas antitanque LAW o simplemente matar al tipo con métodos menos peliculeros. Se decidieron por la segunda opción.

 

La muerte del Cranky había producido al menos una muerte más y una lluvia cruzada de balas difícil de explicar para quienes, desde la Policía Nacional Civil (PNC) o desde las redacciones de los periódicos, solo las veían venir de un lado a otro.

 

* * *

 

Casi un año después del homicidio del Cranky, en mayo de 2006, las autoridades creyeron tener un caso sólido y ordenaron capturar a Heriberto Henríquez. Cuando lo arrestaron en el interior del local de Homies Unidos llevaba consigo una pistola Taurus .380 registrada a su nombre. Las autoridades también inspeccionaron su vehículo, que había quedado confiscado en calidad de prueba luego del atentado en la Valle Verde. Ese pick up azul claro se le hacía demasiado familiar al agente investigador Molina y decidió husmear. La tarjeta de circulación decía que era propiedad de Heriberto Henríquez y que era rojo. Bastó raspar un poco para que apareciera su color original, el mismo color del vehículo que –según testigos– utilizaron los asesinos del Cranky para escapar.

 

A Tres Colas no hubo necesidad de capturarlo; desde febrero estaba preso por extorsión y agrupaciones ilícitas en el penal de Cojutepeque, donde, a pesar de estar rodeado de miembros del Barrio 18, había pedido que se le mantuviera en un área aislada, por su propia seguridad. Allí le notificaron sus nuevos cargos.

 

El juicio se celebró en agosto. Sentados en el banquillo de los acusados, Tres Colas y Eddie Boy escucharon al testigo protegido por la Fiscalía que fue el pilar del caso. Ninguno podía verlo ni oír su voz natural. Su identidad estaba en un sobre cerrado al que solo tuvo acceso el juez.

 

“Clave Armando” aseguró que era pobre, que había llegado al Cesar´s con la plata justa para pagar los tres dólares de cover –cerveza incluida– y poco más, que solo quería recrearse viendo bailar a las señoritas, y que por desgracia le tocó ver todo lo demás. Que cerca de la medianoche entró Tres Colas con Eddie Boy y dos acompañantes más a los que no conocía. Que los primeros dos eran asiduos al lugar y que los había visto llegar en un pick up rojo modelo Nissan Frontier. Que se sentaron cerca del bar. Que minutos después entró el Cranky con un sujeto al que tampoco conocía. Que se sentaron junto a los otros cuatro. Que, pasado un tiempo, Tres Colas, Eddie Boy y los otros dos desconocidos con los que habían llegado se retiraron, que el Cranky los siguió, solo. Que aquello le olió muy mal, que le dio miedo. Que tenían fama de peligrosos y que todos eran de la 18. Que al salir del local vio a Eddie Boy y a Tres Colas conversando con el Cranky en el parqueo. Que pasados unos segundos los volvió a ver disparándole con sus pistolas a corta distancia. Que el acompañante del Cranky salió y que también se llevó un tiro. Que él, preso del pánico, volvió a entrar al prostíbulo y que, aunque no vio nada, escuchó que seguía la balacera fuera. Que todo ocurrió en dos o tres minutos.

 

Su versión no coincidía exactamente con la que para ese entonces corría por los callejones del Barrio 18, pero apuntaba hacia los mismos culpables. El examen de algunos casquillos encontrados en el parqueo del Cesar´s encajaban, además, con la Taurus .380 de Eddie Boy.

 

En su defensa, Eddie Boy, el dirigente de Homies Unidos, hizo comparecer a tres personas que atestiguaron que aquella noche él estuvo reunido en el hotel Álamo con ellas y con la directora de Homies Unidos en Estados Unidos. Ante el interrogatorio una dijo que cenaron en el área de piscina. Otra dijo que lo hicieron en un restaurante desde el que no se veía la piscina. La tercera dijo que no creía que en el lugar hubiera piscina. Cuando los fiscales preguntaron la manera en la que habían viajado al interior del Nissan Frontier de Eddie Boy, al menos dos dijeron haber viajado en el puesto del copiloto.

 

Luego testificó Eddie Boy y aseguró que su único delito había sido trabajar por la rehabilitación de jóvenes. Dijo que ahora la sociedad lo despreciaba por querer dar una segunda oportunidad a los muchachos y que, desde luego, había estado en el hotel Álamo aquella noche, cenando en un restaurante en el que, dependiendo del lugar en el que te sentaras, se miraba, o no, la piscina.

 

Tres Colas se negó a defenderse y calló durante la audiencia. Se limitó a decir al final del juicio que su expediente estaba limpio –en ese momento estaba en la cárcel, aún pendiente de otro juicio– y que, si lo condenaban por aquella muerte, su hijo y su mujer corrían peligro.

 

Duke testificó en defensa de ambos, pero arrancó con el pie izquierdo: primero, el tribunal no sabía con qué nombre identificarlo, puesto que él, según qué ocasión, decía llamarse Víctor García Cerón o Jorge Antonio López. Para salir del embrollo, Duke tuvo que explicar que su verdadero nombre era Víctor, y que utilizaba el otro para burlar a la policía. En todo momento Duke aseguró que el Cranky era su hermano. Tuvo que intervenir el fiscal para aclarar que el testigo y la víctima no eran hermanos de sangre, sino de pandilla. Duke quiso explicar que había sido hermano de crianza del Cranky, porque su familia lo acogió desde niño. Cuando el juez le preguntó por el nombre de los padres del Cranky, no supo qué responder.

 

Al comenzar el relato de lo ocurrido aquella noche, Duke aseguró que había estado ahí y que había visto a los pistoleros. Se abalanzó a asegurar que no estaban en la sala y describió a dos tipos radicalmente distintos a Eddie Boy y Tres Colas: en lugar de rapados, los describió con frondosas cabelleras y los recordó delgados y cheles. Aseguró además que en el parqueo únicamente dispararon aquellos dos extraños. Él no lo sabía, pero los expertos en balística de la policía ya habían demostrado la participación de al menos seis armas en el tiroteo.

 

Al final, el tribunal decidió no dar crédito a los testigos de descargo y condenó a los dos imputados a 16 años de prisión, y no fueron más por no haberse demostrado el agravante de premeditación. Hoy ambos penan en sectores diferentes del penal de máxima seguridad de Zacatecoluca.

 

Desde el infiernillo de esa prisión, Eddie Boy sigue afirmando que sobre él pesa una injusticia. Insiste en que ni siquiera estuvo en el Cesar´s.

 

Tres Colas es menos vehemente al defender su inocencia. Simplemente asegura que escuchó disparos, y que Eddie Boy y él –ambos– se asustaron tanto que al huir del local abandonó su Hyundai gris y se marcharon a toda velocidad en el pick up rojo de su amigo.

 

¿Por qué entonces Duke, luego de haber sido víctima en el Cesar’s y de haber supuestamente orquestado un ametrallamiento contra ellos en la Valle Verde, apareció como testigo de descargo? Al oír ese nombre, Tres Colas se seca el sudor, se retira los anteojos del rostro y pierde el gesto de chico bueno que le da su cara redonda.

 

—Se le dieron dos mil dólares para que declarara… sin saberlo yo. Se los pidió a mi esposa y a la de Heriberto, y ellas le dieron dos mil dólares… Y yo sin saberlo.

 

* * *

 

Al interior del Barrio 18 aquel crimen ahora es una leyenda. Probablemente con el tiempo los detalles se irán perdiendo y quedarán sepultados bajo un alud de versiones. Pero sobre las consecuencias que trajo es imprudente dudar. El Hamlet, un veterano dieciochero, las resume bien: “El Cranky fue el mártir de la pandilla, y ahí estalló el Barrio”.

 

 

Este el primero de una serie de cinco reportajes titulada El Barrio roto publicados anteriormente en http://www.salanegra.elfaro.net/

 

 

Carlos Martínez y José Luis Sanz son periodistas de Sala Negra de la web salvadoreña El Faro, www.elfaro.net

 

 


 

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