Durante un mes he llevado bigote y ha sido una experiencia interesante. He aprendido que el bigote de un hombre sin bigote se convierte en el elemento principal de ese hombre. Y cuando se lo afeita (es mi sospecha de ahora) puede que ese hombre se haya quedado en nada. El bigote era de pronto un instrumento de afirmación ontológica. Hay bigotes de hombres que se desvanecen, como los de Pessoa y Walter Benjamin; pero ahora que conozco la diferencia entre llevar y no llevar bigote, advierto lo que tenían de ancla esos bigotes. Sin ellos, Pessoa y Walter Benjamin estarían más borrados.
El bigote es un instrumento de identidad. Recuerdo lo que decía Francisco Umbral en Las ninfas: “Yo era la ausencia de mi bigote”. Había también una película de Manuel Summers, sobre la adolescencia impaciente, titulada Me hace falta un bigote. Contaba la historia de un chico enamorado de una chica que a su vez estaba enamorada del bigotudo Jorge Negrete; la brecha amorosa era fisiológica: a él aún no le había nacido el bigote. Un amor imposible, pues (¡también en lo fálico!). El bigote ofrece ejemplos de desesperada búsqueda de la identidad. Desesperada porque no repara en la paradoja de esa identidad por imitación. Se parece un poco al anuncio aquel de whisky J. B. que me tanta gracia me hacía: “J. B., el típico ser único”. Uno de ellos era justamente un J. B., Juan Benet, que se dejó un bigote que le puso cara de Faulkner. Otro caso pasmoso es el de Tabucchi y su bigote de Pessoa. Y un bigote con más adeptos todavía: el de Nietzsche. Hay toda una generación de filósofos nacidos en la década de 1940 que han cultivado el bigote nietzscheano: Eugenio Trías, Miguel Morey, Julio Quesada y hasta Sloterdijk. Lo curioso es que funciona: el lector es receptivo a esos bigotes que ya se admiraron en un ídolo. De los citados, el caso más llamativo es el de Tabucchi, que no pareciéndose en nada a Pessoa y siendo infinitamente inferior a Pessoa, se ha hecho con el público de Pessoa…
El bigote del hombre sin bigote tiene algo de mascota que se saca a pasear. Los amigos, los familiares, le hablan de su bigote; los sobrinos piden acariciar el bigote. Las novias (¡las amantes!) quieren probarlo. Algunas se ponen tiquismiquis con que si roza o araña; pero he observado que les gusta tener a alguien nuevo haciéndoles cositas. Nuevo sin coste, por decirlo así: como un amante que ya se tiene y que se ha multiplicado. Mi bigote ha coincidido con el carnaval, de modo que se ha sumado jocosamente al baile de máscaras. En lo que a mí mismo respecta, he redescubierto el cunnilingus como a mí me gusta: es decir, con pelo. La moda de la depilación me lo había hecho olvidar. Aunque hay algo triste en el sustitutivo. Ahora el romanticismo del pelo que sale de la garganta al día siguiente tiene, inevitablemente, algo de onanista.
Me dejé el bigote por pereza. Estaba afeitándome una barba de dos semanas cuando, de repente, me dio por plantarme en el bigote. Su existencia no ha sido fácil ni ha estado asegurada en ningún momento. En su mes de vida he estado a punto de asesinarlo dos veces, y las dos lo he salvado en el último instante, cuando ya lo tenía amortajado con la espuma y con la cuchilla encima. El problema es que ha crecido y ya no he sabido cómo apañármelas con él. Definitivamente, no sé cuidar un bigote. La biografía de estos bigotes ocasionales acaba siempre igual: con una furtiva simulación de Hitler. El hombre sin bigote que se afeita su bigote, no puede evitar la tentación de asomarse un poquito al Hitler que lleva dentro; es decir, fuera: como posibilidad (flotante) de su cara. Se recorta los extremos, como se mordisquea un donut en dirección al vacío (su agujero como abismo y Maelstrom; hacia el núcleo inhumano del hombre) y ahí aparece, familiar, Adolf. Somos nosotros, con un mínimo aditamento. Luego uno ataca también ese reducto y aquí no ha pasado nada.
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P.S.– Sobre los problemas de Tabucchi con la identidad, léase también: «La mejor novela de Tabucchi».