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El blues en la noche del Mississippi

Pasé mucho tiempo con Big Bill Broonzy cuando éste vivía en Chicago en una habitación de alquiler iluminada por una bombilla solitaria que colgaba de un cable repleto de moscas. Le observaba escribir las letras para su siguiente sesión de blues con el cabo de un lápiz en una libreta escolar. Bill me parecía tan sabio como enorme, cálido y talentoso. Me presentó a Memphis Slim y a Sonny Boy Williamson. Con una botella de bourbon a medianoche, me enteré de que Memphis y Bill habían crecido en la vega del río Arkansas, y les sorprendí cantando algunas partes de canciones carcelarias de Arkansas que yo conocía. Memphis me miró intrigado y después soltó unas risitas. Big Bill guiñó los ojos y, aunque nunca les pregunté, creo que pensaron que yo había cumplido sentencia en la cárcel de Arkansas, como por lo visto habían hecho ellos. De ningún otro modo podría yo haber oído esas canciones. En cualquier caso, el ambiente se hizo más cálido, el tiempo pasaba agradablemente y decidimos que deberían dar un concierto de blues en Chicago dentro de la serie Midnight Special que, por aquel entonces, yo estaba produciendo en el Town Hall de Nueva York.

Cuando vinieron a Nueva York, se quedaron en mi casa del Village para ahorrarse el dinero del hotel. Jugaron con mi hija Anna y probaron nuestra cocina sureña. Aquella noche de 1946, el trío arrasó en el Town Hall, y descubrieron que la música del Delta era apreciada por un público que desconocían. Parecía ser el momento oportuno para una productiva sesión de grabación. Estaban dispuestos. Los llevé a Decca, donde disponíamos de un estudio para nosotros solos aquel domingo. Nos tomamos un par de copas. Puse mi pequeña grabadora Presto en el suelo y me senté a sus pies, a echar un vistazo a los discos, mientras ellos se entregaban alegremente a sus remembranzas[1].1 Solo había un micrófono. Empezó Memphis con una canción de su propia cosecha:

You got to cry a little, die a little…
[Tienes que llorar un poco, morir un poco…]

Y cuando los últimos acordes dorados murieron, dije: “Escuchad, todos habéis vivido con el blues toda la vida, pero aquí arriba, en el norte, nadie entiende de dónde sale. Decidme de qué va el blues”. Eso fue lo último que dije en las siguientes dos horas. Mis amigos de Chicago entablaron una conversación entre sí que se hacía más intensa según pasaba la tarde. Creo que realmente olvidaron que yo estaba allí mientras hablaban, tocaban y cantaban. Era casi como si la noche del Mississippi les hubiera rodeado mientras retrocedían en el tiempo, creando una suerte de obra de un solo acto sobre los extraños y trágicos acontecimientos de la vida en el Delta. Al abundar en esa suerte de regresión, recapitularon las esencias de aquel mundo, la sustancia misma de este libro.

Big Bill, que era mayor que los demás, adoptó la voz del moderador socrático, inadvertidamente arrastrando a sus jóvenes contertulios a niveles cada vez más profundos de la obra. Memphis Slim, a la sazón, uno de los mejores pianistas de blues del mundo, que hacía gala siempre de una actitud de placer erótico y de insobornable camaradería dondequiera que fuera, ofrecía el contrapunto humorístico a las observaciones más serias de Bill. Sonny Boy, a pesar sus dotes para la guasa, era un tanto simplón, y sus dos amigos le hacían bromas delicadamente, de manera que él, con gran deleite, pudiera adoptar el papel cómico en la obra.

—La cuestión del blues es que –dijo Big Bill; su voz tenía un timbre de autoridad– no empezó en el norte, en Chicago, Nueva York, Filadelfia, Pensilvania o donde sea; no empezó en el este ni tampoco en el norte. Empezó en el Sur, por cuanto se me alcanza.

—El blues empezó en la esclavitud –murmuró Memphis, un poco para sí mismo.

—Y la cosa ha llegado al punto en el que realmente queremos saber por qué, cómo a un hombre del Sur le da el blues –prosiguió Bill–. Trabajé en los diques, en cuadrillas extra, en los campos, en canteras y en todos lados oía a la gente cantar uh-hmmmm esto y mmmmm lo otro, y quiero dejar bien claro que el blues es algo que viene del corazón; lo sé y cuando oía a alguien cantar el blues, siempre pensaba que era algo brotaba del corazón, desde el corazón, saben, expresando sus sentimientos a otras personas, compartiendo cómo se sentía.

—He conocido a hombres que querían maldecir al jefe y les daba miedo decirle a la cara lo que querían, pero los he oído cantarlo; cantar palabras, sabe, al jefe; decirle cosas a la mula, hacer como que la mula les había pisado y decir: “¡No me pises, maldita sea!” y era como si se lo dijera al jefe. “Hijo de perra”, decía, “¡no me pises!” y cosas así.

—Sí, el blues es como una especie de venganza –añadió Memphis–. Sabes que quieres decir algo, que signifique algo, eso es el blues. Todos lo hemos pasado mal en la vida, y lo que no podíamos hacer o decir, lo cantábamos.

—¿Cómo cantas algo así? –preguntó Bill.

—Bueno, como un amigo mío que estaba trabajando en el ferrocarril y me cantó unas canciones, una cortita que dice:

Oh, ratty, ratty section, Oh, ratty, ratty crew.

Well, the cap’n gettin ratty, ratty boys, You know I’m gonna rat some too.

[Oh, sección de rabiosos, rabiosos/ Oh, tripulación de rabiosos, rabiosos. / Bueno, el capitán se está poniendo rabioso, rabioso, chicos, / Ya saben que yo también voy a hacer otro tanto.]

 

Memphis Slim. Foto: David Gahr
Joe Pugh, Forrest City, 1959. Foto: Alan Lomax.
Forrest City Joe Pugh tocando la armónica en un campo de algodón, 1959. Foto: Alan Lomax

“No podía decírselo directamente al capitán o al jefe y tenía que seguir trabajando, así que le daba el blues y lo verbalizaba: decía lo que quería y se vengaba a través de las canciones”.

—Y no lo dejaba porque no sabía dónde encontraría otro trabajo –añadió Bill.

—Lo más probable es que tuviera uno de esos trabajos que no se podían dejar –dijo Memphis con una risa ahogada.

—Pero tío, ¿cómo van a retenerte? –dijo Sonny Boy, con tono quejumbroso.

—Te retienen así, Sonny Boy. No había días de paga en esos trabajos. Te fiaban una cantidad en el economato para ti y tu mujer. Ibas sacando de esa fianza, tanto a la semana, y cuando se acababa, eso es lo único que quedaba, ¿lo ves? A veces no te pagaban nada de nada.

—Sí –añadió Memphis–. Casi ninguno sabíamos leer ni escribir, ni echar las cuentas, así que nos cobraban lo que querían. Nos cobraban veinticinco dólares por una lonja de carne. Y tenías que quedarte hasta que pagaras la carne y, a lo mejor, ganabas veinticinco centavos al día. Cuando barajabas la idea de marcharte, te decían: “Bueno, nos debes cuatrocientos dólares”.

Big Bill continuó la historia:

—Imagínate que trabajas con unas mulas y una de ellas se rompe una pata y tienes que matarla, ¡es tu mula! Sí señor, esa mula es la que compraste y, o la pagas trabajando, o te escapas.

—Y si protestas –dijo Memphis serio–, puedes irte igual que la mula. Todo está en tu contra, incluso entre tu gente.

—Eso es –dijo Bill–. No es siempre el hombre blanco el que hace esas cosas. A veces, es tu propia gente la que hace esas cosas feas porque les dicen que las hagan y ellos hacen lo que les digan.

“Tratan a un grupo de personas como si no tuvieran derecho a la dignidad, no les dan ninguna seguridad, les hacen doblar la rodilla y bajar la cabeza, y algunos se conforman con la esclavitud del alma. Tal vez los llamados ‘Tío Tom’ son el resultado más doloroso del sistema esclavista”.

Bill interrumpió mis reflexiones:

—Oye, Memphis. ¿Trabajaste alguna vez para los hermanos Loran?

—¿Te refieres a esos tipos que construyeron todos aquellos diques del río desde Memphis? Sí, claro. Trabajé para casi toda la familia Loran: Mister Isum Loran, Mister Bill Loran, Mister Charley Loran: todos. Creo que los Loran son algo así como los Rockefeller. Cuando nace un niño, es Loran hijo. Una auténtica dinastía: Loran segundo, Loran tercero, Loran cuarto. Siempre han sido y son los hermanos Loran, algunos son grandes empresarios en la ciudad, otros dirigen cuadrillas en los diques y las carreteras. Y esta gente no dejaba que un hombre se fuera, a menos que se cansaran de él y ellos mismos lo echaran[2].

—Eso es –rio Memphis–. Y recuerda cómo cantaban los chicos:

I axed Mister Charley
What time of day.
He looked at me,
Threw his watch away.
[Pregunté a Mister Charley | Qué hora era. | Me miró | Y tiró su reloj.]

Por toda la región, que va desde la vega del Brazos a la zona costera de Virginia, había oído a los arrieros negros cantar sus quejas sobre Mister Charley, pero los cantantes no se ponían de acuerdo sobre su identidad. Sonreí de emoción. Tal vez estaba apunto de descubrir, por fin, la identidad de mi elusivo Mister Charley.

Hice mi segunda pregunta de la noche: ¿Quién es el tal Mister Charley?

—Mister Charley Loran –respondió Bill de inmediato.

—¿Qué clase de hombre es? –pregunté.

—Bueno –dijo Memphis arrastrando las palabras– no sabría describirlo. Sabe, es difícil para un hombre de color hablar igual que un blanco. –Memphis ahora me hablaba a mí. Se había acordado de que había un hombre blanco escuchando. Empezó a tomarme un poco el pelo–. Mister Charley era uno de esos auténticos sureños; tenía una voz que te morías de miedo cuando empezaba a soltar todo ese rollo suyo. Siempre iba en mangas de camisa, daba igual la hora o el frío que hiciera.

—De día o de noche –Big Bill se puso a reír entre dientes con él–. A Mister Charley le daba igual qué hora era.

—Daba igual lo pronto que se levantara; tú también tenías que levantarte. Gritaba:

Big bell call you, little bell warn you,
If you don’t come now, I’m gonna break in on you.

[La campana grande te llama, la pequeña te advierte, | Si no vienes ya, voy a entrar a la fuerza.]

“Y lo decía en serio”.

—Vaya que sí –se rio Big Bill–. Ese es el hombre que se inventó el turno de ocho horas. ¿Sabe lo que digo? Ocho horas por la mañana y otras ocho por la tarde.

Sonny Boy no paraba de sumar ocho más ocho y cuando le daba dieciséis, soltaba sonoras carcajadas chillonas. Con esta risa compartida sentí que, una vez más, los tres me habían aceptado. Hice otra pregunta:

—Siempre oí que se referían a Mister Charley en las canciones como el “Hombre piadoso”. ¿Es el mismo que Charley Loran?

—No, no, ese es Charley Houlin, el mejor amigo que teníamos en aquella región, un verdadero amigo de nuestra gente. Era el hombre al que íbamos si nos maltrataban –me dijo Bill.

—Se le conocía como al “Hombre piadoso” –añadió Memphis–. Me acuerdo de un incidente en Hughes, Arkansas. Allí había un tipo que se llamaba Charley Holan que regentaba un honky-tonk.

—Es verdad –dijo Bill–. Lo llamaban barrelhouse.

—Tenía un montón de propiedades, este tipo de color, el tal Holan. Y contrataron a un sheriff y este sheriff vivía en una de las casas de Charley Holan. Y no le pagaba el alquiler, pero se quedaba allí; y cada vez que Charley le pedía el alquiler, el sheriff le pegaba. Resulta que él era, como dicen, uno de los negros de Charley Houlin. Y al final, Charley Holan reunió el valor necesario para ir a decírselo a Charley Houlin; entonces ese Charley le dijo al policía, dice: “El sábado por la noche, a la una, nos vemos y, o te mato yo o me matas tú a mí”. Y no era ninguna broma, eso es lo que pasó. Esa noche, se vieron y le dijo, dice: “Bueno, vine a matarte, te has estado metiendo con uno de mis negros”. Así que el policía fue a quitarle la pistola y Charley le atravesó el corazón de un tiro. Lo arrastraron hasta la calle y dejaron que el honky–tonk siguiera con su espectáculo de variedades…– Suavemente, como si lo estuviera viendo, asombrado, repitió–: sí, tío, dejaron que siguiera.

—El sitio más duro que conozco –dijo Big Bill–, así eran algunos honky-tonks en los campos de Charley Loran. Allí estaban los negros, todos jugando, sabe, algunos tan bajitos que no llegaban a la mesa para jugar a los dados, y he visto cómo ponían a un muerto allí y se ponían de pie sobre él.

—Sí, se ponían de pie –dijo Memphis. Big Bill tenía más cosas que contar.

—Ponían al muerto allí, se ponían de pie sobre él y seguían jugando a los dados, sabe. Y les he oído decir: “Si lográis manteneros fuera de la tumba, yo os mantendré fuera de la cárcel”.

—Eso es –dijo Memphis–. Y les he oído decir: “Si matas a un negro, contratas otro. Si matas a una mula, te compras otra”. En los diques decían, cuando los tipos estaban muy cansados de cargar troncos o algo así, o despejar el terreno, dicen: “Si estás quemado, ardes. Si peleas, estás muerto”. Sí, tienes que seguir, era lo mejor. Matarte a trabajar o eras hombre muerto.

—La cosa es que algunos allá abajo pensaban que ¡un negro nunca se cansaba! –la voz de Big Bill, de ordinario tranquila, sonó entre un quejido y un gruñido–. Le hacían trabajar… le hacían trabajar ¡hasta que ya no podía más! No podías decir que estabas cansado.

—¿Por qué no? –pregunté.

—Te pegaban en la cabeza con un palo o te mataban. Una de dos. Tenías que seguir trabajando estuvieras cansado o no. Lo que ellos llamaban “puedo a no puedo”. Eso quiere decir que empiezas a trabajar cuando apenas se ve, temprano por la mañana, y sigues sin parar hasta que no ves nada por la noche.

—El único hombre que nos ayudó con cosas del trabajo fue Charley Houlin, el “Hombre piadoso”

–dijo Memphis–. Venía y decía: “Esa gente está cansada; déjeles descansar”. ¿No es ese el hombre que rebajó la jornada de dieciséis a ocho horas?

—Sí, en aquella sección fue él –replicó Bill.

—¿Y cómo lo hizo? –pregunté.

—Bueno, a él y a su hijo, Little Charley, no les gustaba cómo iban las cosas así que vinieron y tomaron el mando. Por otro lado, eran los hombres más duros de la región. Los dos habían sido vaqueros en Texas y tenían muy buena puntería. Disparaban como nadie. Después de que tomaran el mando, la cosa mejoró mucho. Y sigue mejor hoy en día.

—¿Quieres decir que la gente tenía miedo de Old Man Houlin y su hijo? –pregunté.

—Exactamente– dijo Memphis–. Le voy a decir el miedo que les tenían. Sabe, aprobaron una ley en Arkansas: prohibido hacer autostop. Yo estaba intentando llegar a Little Rock y viene un tipo que se llamaba Mister Cut, era el tipo más rudo de aquella parte de Arkansas.

—Sí, ese también –añadió Bill.

—Y va y dice –siguió Memphis–: “¿Qué haces haciendo autostop aquí, chico?”. Y le digo: “Estoy intentando llegar a casa para trabajar”. Dice: “¿Dónde trabajas? ¿Para quién trabajas?”. Y le digo: “Trabajo en Hughes para Mister Charley Houlin”. ¿Sabe lo que me dijo? Dice: “Venga, yo te llevo”.

Sonny Boy, Big Bill y Memphis echaron las cabezas hacia atrás y rieron, rieron bajito largo y tendido, como si compartieran un chiste antiguo, cargado de ironía, pero llevadero debido a la larga amistad.

—En cualquier otro momento, o si hubieses estado con otro hombre, o si no estuvieras trabajando, te habrían dado de latigazos, o te habrían mandado a la cárcel o al dique, o a la granja…

—A la granja, a trabajar sin jornal –dijo Bill.

—Eso es –siguió Memphis–, pero como trabajaba para Mister Charley, me llevó a Mister Charley.

—Sí, hasta le daba miedo molestarte porque eras uno de sus hombres.

—Mister Cut me llevó en su coche –dijo Memphis–. ¡Hasta me dio de beber!

Bill, agitando la cabeza con asombro, rio ahogadamente: –Hasta eso.

—Sabes, Memphis –continuó Big Bill–, tú y yo hemos trabajado en todo tipo de campamentos: el dique, carreteras, canteras y todo, pero a lo que quiero llegar es: ¿cómo vivíamos en esos sitios? Sabes, la manera en la que vivíamos en aquellas tiendas de campaña, la comida que comíamos eran las sobras que otra gente no quería: vainas viejas de judías y cosas que no se vendían.

Memphis, empezando a aullar de la risa con el recuerdo del viejo chiste doloroso, interrumpió:

—Pillan todo eso y lo meten en un caldero; tenían un nombre especial en el campamento en el que yo estaba: “La-la-lú”. Si a mí no me gusta, te lo quedas tú. Pero me gusta, me gusta.

—Sí, eso es –asintió Bill–. Sé lo que estás diciendo.

Big Bill continuó: “Obligándonos a saborear la suciedad, a ver la indigna manera en la que los hombres estaban obligados a vivir. Tenían esas explanadas grandes para los camiones; allá las llaman jardines para camión, y sacaban verduras a sacos, sabe, y las llevaban al lago o al riachuelo, las medio agitaban en el agua y las lanzaban al caldero. En uno de esos calderotes de cincuenta y dos galones, sabe, y metían todos los tallos y las raíces…”.

Memphis, que empezaba a soltar sus grandes carcajadas otra vez, interrumpió:

—Y si te encontrabas una lombriz en las verduras y decías: “Capitán, me encontré una lombriz”, te decía: “¿Y qué esperas a cambio de nada?”.

Big Bill y Sonny Boy soltaron grandes carcajadas mientras Memphis se apresuraba a dar el toque final a su relato: “Y entonces algún tipo en la mesa decía, ‘¡Dame ese trozo de carne!’”.

—Sí, lo he oído –Big Bill recuperaba el aliento entre las carcajadas que hacían que le temblara el cuerpo entero. Sonny Boy ya no podía quedarse quieto; la risa lo había atrapado por completo. Se puso a dar tumbos por el estudio, lanzando los brazos al aire.

Cuando nos hubimos recuperado tras esta risa reparadora, Memphis añadió pensativamente:

—Aquello tipos parecían divertirse con todo eso.

—¿Llegaste a ver a esos tipos que llaman “caminadores de mesa”? –preguntó Bill.

—Sí, muchas veces –dijo Memphis–. Se levantan desde el otro lado de la mesa, caminan por toda la mesa y te cogen lo que tengas.

“Esos tipos –dijo Memphis respetuosamente–, esos tipos eran lo que se dice gente dura; sabían que les iban a pegar”.

—Sacaba aquella pistola del calibre .45 y atravesaba la mesa –recordó Bill.

—Sí, y sabía que le iban a pegar –dijo Memphis–. Nos apuntaba con aquella .45 y cuando llegaba el hombre blanco, le pegaba con esa misma .45. El blanco no iba armado ni nada. Solo venía y decía:

“Ponte ahí, muchacho, voy a azotarte”. –Memphis hablaba en voz baja, con amarga y cansada ironía–. Así que el tipo duro sacaba la pistola de la funda de un puntapié y le pegaba. –Hubo una pausa. Todos veíamos la gran figura negra encogida de miedo en el suelo y al hombre blanco de pie, por encima de él con un palo, pegándole igual que si fuera un perro que ha matado unas gallinas. Poco después, con semblante sombrío, Memphis prosiguió–: Después de que el caminador de mesas recibiera los azotes, recogía su pistola y volvía al trabajo.

Well, you kicked and stomped and beat me,
And you called that fun, and you called that fun.

If I catch you in my hometown,
Gonna make you run, gonna make you run.

[Bueno, me diste patadas y me golpeaste, | Y a eso lo llamas diversión, y a eso lo llamas diversión. || Si te pillo en mi pueblo, | Te voy a hacer correr, te voy a hacer correr.]

—Sí –dijo Bill–. Entonces el tipo al que pegaron, a lo mejor allí mismo, en el trabajo, iba y mataba a algún compañero, a uno de nosotros. Eso pasa. Lo he visto muchas veces.

—Mientras tanto –añadió Memphis– si eras buen trabajador, podías matar a quien quisieras, siempre que fuera de color. Podías matar a quien quisieras, ir adonde fuera.

—Estás diciendo –espetó Big Bill– ¡que podías matar al que fuera siempre y cuando fuera un negro!

—Cualquier negro –la voz de Memphis era apagada y dolorosamente lógica, como si estuviera leyendo las reglas en un libro–. Si eras mejor trabajador que él. No mates a un buen trabajador; entonces te ibas a arrepentir. Si lo matabas, acababas en la cárcel.

Stagolee, he went a–walkin in that red–hot broiling sun.

He said, “Bring me my big pistol, I wants my forty– one.”

[Stagolee, se fue caminando bajo ese sol abrasador, | Dijo: «Traigan mi pistola grande, quiero mi cuarenta y uno”.]

Ambos eran artistas. Habían vivido de manera segura, e incluso apacible, en medio de su mundo violento, con la guitarra colgada al cuello como si fuera un talismán. Con este talismán habían entrado en todos los lugares secretos de esta tierra, habían deambulado con seguridad por sus junglas más peligrosas, pasado ante todos sus asesinos quienes, al ver su talismán, les obsequiaban con una sonrisa. Vivían la vida mágica de los tontos. (Recordad la voz dura, arrastrando las palabras: “Tengo un negro en casa que puede hacerte reír el día entero. No sé de dónde saca todas las historias que cuenta y esas canciones. Supongo que se las inventa, a su manera. ¡Y canta! Canta como un sinsonte. Deberías escucharle. Te partirías de la risa”). Estos bufones, con su preclara visión artística, componían una estampa de su mundo: el cuadro terrorífico de un lugar en el que se sentían completamente en casa.

—Sabes, Bill –dijo Memphis–, allá abajo había unos cuantos negros que no tenían miedo de los blancos y les contestaban. Les llamaban locos.

—Los locos, sí –dijo Bill–. Me pregunto por qué los llamaban locos, ¿Por qué trataban de defender sus derechos? Tenía un tío así y lo colgaron. Lo colgaron allá abajo porque decían que estaba loco y podía contaminar a los otros negros. Sabes, por eso lo colgaron, porque era un hombre que, si trabajaba, quería que le pagaran; y sabía hacer las cuentas tan bien como un blanco, tenía una buena formación, mejor que la de algunos blancos de allá abajo. Muchos iban a pedirle consejo.

—Los blancos de allá eran tan lerdos como nosotros– apuntó Memphis.

Big Bill continuó.

—Recuerdo una vez, mi tía tenía un niño de unos dos o tres años. Viene el hombre blanco un día y le dijo, dice: “Oye, Gerry”, dice, “quiero que cojas a esa mujer y la pongas a trabajar”. Dice: “Aquí ninguna mujer se queda sentada sin trabajar, sentada a la sombra sino Miz Anne”. Y dice mi tío: “Bueno, ¿quién es Miz Anne?”. Y él: “Miz Anne es mi esposa”. Dice mi tío: “Bueno, lo siento señor, pero mi esposa también se llama Anne y se sienta a la sombra”. Dice: “No sale”. Y el hombre dice: “Ningún negro se queda sentado sin trabajar”. Mi tío le mira. “Bueno, pues esa Miz Anne es negra y no va a trabajar en el campo”. Y salta del caballo. Bueno, mi tío le dio un latigazo e hizo que el caballo saliera corriendo, después le golpeó y lo echó de allí. –Bill continuó en un tono apagado y cansado hasta el final de la historia–. Así que el blanco se fue a la ciudad, formó una panda y fueron a buscarle por la noche y mató a tiros a los cuatro, a cinco de ellos, hasta que le cogieron.

—Y lo colgaron –murmuró Memphis.

—Vinieron cincuenta o sesenta hombres, lo cogieron y lo mataron –Bill empezó a hablar con rabia creciente–. Y todo porque protegió a su esposa, porque no quería que su esposa trabajase en la plantación, teniendo un bebé en la casa al que cuidar y estando embarazada de otro.

“He visto eso –continuó Bill –en el Sur, a un chico blanco le gusta la misma chica que al de color, y le dice al de color que no se case con ella porque la quiere para él, y el chico le dice que la ama y que va a casarse con ella. Dice: “Bueno, pues aquí no vas a conseguir la licencia”. Así que el chico huyó, él y la chica, y se fueron a otra ciudad y se casaron, regresaron y el hombre le preguntó si de verdad estaban casados. Y él le dijo: “Sí”. Y la chica pensó que si le enseñaban la licencia la dejaría tranquila, así que se la enseñó; entonces ellos fueron y mataron al padre de él y la mataron a ella. Después mataron a la madre de él y a uno de sus hermanos, él salió para intentar protegerles, pero lo mataron, así que mataron a doce personas de una misma familia. Eso fue en 1913. El chico se llamaba Belcher, esa es la familia a la que mataron. Fue en un lugar llamado Langdale, Arkansas, en los bosques de Goulds, Arkansas”.

Sin más sentimiento que el que uno tendría cuando recuerda una tormenta, una inundación o cualquier otro desastre del pasado, Memphis comentó:

—Sí, recuerdo la historia, me enteré de todo.

—Los pobres no tenían ninguna protección en un sitio como aquel en esos tiempos –siguió Bill con rabia controlada–. Si intentas defenderte, entonces no solo van a por ti, sino a por toda tu familia. Es como si yo tuviera tres hermanos, hago algo mal y no me cogen, pues cogen a los otros hermanos.

—Cualquiera de la familia –añadió Memphis.

—Tú puedes hacer algo y huir, pero ¿para qué hacer esto o lo otro y que maten a toda tu familia? ¿Sabes lo que digo?

—¡Claro!

—Por ahí te agarran. Y si hay una chica en la familia que les guste, tendrás que dejársela porque si no, hará algo, sabes, horrible, porque cuando ven a una mujer negra que les gusta, si quieren, la consiguen.

If I feel tomorrow like I feel today,

If I feel tomorrow like I feel today,

Stand right here and look a thousand miles away.

[Si mañana me siento igual que hoy, | Si mañana me siento igual que hoy, | Desde aquí miraré a mil millas de distancia].

—Cuando dicen que un negro es un peligro en el Sur, se refieren a un negro que defiende a su gente –siguió Bill–. A un negro que se enfrenta al blanco, le llaman loco, no lo tildan de peligroso, la verdad, porque dicen que está como una cabra. El blanco llama a un negro una mala semilla…

—Estropea a los demás negros –intervino Memphis–. Le abrirá los ojos a muchos negros, le dirá cosas que no sabían. Si no –rio ahogadamente– es un negro listo.

—Y va y lleva allá abajo al Chicago Defender –dijo Bill. Ya sabes lo que digo, lo lleva y se lo lee a los negros.

—Hablando del Chicago Defender –interrumpió Memphis–, estaba en un sitio que se llama Marigold, Mississippi. Y sabes, había un restaurante que tenía una abertura en la parte de atrás. Pensé que estaban jugando o algo allá atrás, y fui a ver a qué jugaban. La verdad es que me quedé medio pasmado; quería volver y jugar a los dados y apostar un poco. Y ya te imaginas lo que estaban haciendo allá atrás. Estaban leyendo el Chicago Defender, y tenían a uno vigilando en la puerta por una abertura. Si en traba un blanco en el restaurante, metían el Defender en la estufa, lo quemaban y se ponían a jugar a las damas –rio Memphis–. Así es cómo tenían que leer el Defender allá abajo. Eso es lo que llamaban un negro díscolo, un negro que tenía las agallas de meter de contrabando el Chicago Defender en el estado de Mississippi, donde no estaba permitido.

—Eso es lo que hace que un negro esté tan escamado hasta el día de hoy –dijo Bill–. Les han rechazado en tantos sitios que si hay una cuadrilla y dicen: “Vosotros, atrás” o “Venid aquí” o “No os quedéis ahí” o algo así, piensan que se refieren a ellos y muchas veces no es así. En realidad, quieren decir que no quieren que haya nadie allí, pero el negro piensa enseguida que se refieren a él por ser negro.

Sonny Boy había estado escuchando a estos dos amigos mayores un buen rato. No tenía experiencia del Sur Profundo, los campos de trabajo, las granjas carcelarias o la vida brutal en el río que ellos conocían. Él era un chico que había salido directamente de una granja, cuyo genio para la armónica Woolworth le llevó poco a poco a ver mundo.

Pero Sonny Boy sabía lo que era sentirse “negro y escamado”.

—Bueno, chicos, les cuento lo que me pasó a mí. Mi madre le compró una mula a, esto… al capitán Mack. Saben, es el jefe de la carretera del condado…

—¿Dónde es eso? –preguntó Bill.

—Jackson, Tennessee. Es el jefe de la carretera del condado, saben. Te llevan en camiones y te pones a construir puentes, a abrir zanjas y cosas así. Le vendió una mula a mi madre y, como yo era joven y eso, mi madre me dio la mula y claro, sabes cómo somos los niños, yo hacía correr a la mula. Claro, la mula era muy bonita. Bueno, al final la mula se quedó atascada en la vega y se murió…

—Espera, espera un momento –interrumpió Bill.

—¿Esa es la mula con la que te casaste? –preguntó Memphis.

Sonny Boy se puso a tartamudear.

—Esa debe de ser la mula a la que le compraste un sombrero –largó Memphis, y soltaron grandes carcajadas mientras que Sonny Boy seguía con su historia a trompicones.

—¡Que no! ¡Escuchen! Esta mula se atascó y se murió en la vega.

—Entiendo.

—Sí. Así que el capitán Mack le dijo a mi madre, dice: “Estoy loco por llevar a ese maldito chico a la carretera, le voy a hacer lo mismo que le hizo a la mula”. Así que mi madre tuvo que hacer lo imposible para que no me llevara. Cualquier movimiento que hacía, me tenía vigilado. Al fin y al cabo, él le vendió la mula y ella se la pagó. Pero decía que yo maté a la mula… Big Bill interrumpió bruscamente: –Esas palabras, esas palabras. Volvemos a esa palabra que usan allá: “Matas a un negro, contratas otro. Matas una mula…” –y Sonny Boy terminó–: “compras otra”.

Bill prosiguió:

—¿Ves? Todo conduce a la misma expresión. La verdad del asunto es que, en aquel tiempo, un negro no tenía más valor que una mula para los blancos.

—¡No tenía tanto valor! –dijo Memphis.

—No tenía tanto valor como una mula –dijo Sonny Boy.

—¿Están de acuerdo? –preguntó Bill.

—Yo estoy de acuerdo –contestó Sonny.

—Bueno, a esa cuestión estamos llegando –prosiguió Bill–. Ves, cogen una mula, la venden. Bueno, pues también hubo una época en la que vendían a un negro. Lo que veían era solo la cara de un hombre negro.

—Conozco un hombre en mi pueblo, le llaman Mister White, que tenía una plantación de unos cincuenta o sesenta kilómetros cuadrados y no quería que un negro ni siquiera atravesara su finca. La carretera del gobierno pasaba por la finca, ¿saben? Una carretera principal por donde tenía que ir todo el mundo, pero él construyó una carretera especial que rodeaba toda su propiedad y, cuando llegabas, te encontrabas con un cartel que ponía: giro para negros. Tenías que salirte de la carretera y rodear toda la finca.

—Le conocí, le conocí muy bien –murmuró Memphis.

—Y este Mister White tenía vallas blancas rodeando la finca. Los árboles, los pintaba de blanco hasta donde llegaba, y todo en su finca era blanco. Todo su ganado, las ovejas, cabras, cerdos, vacas, mulas, caballos, todo era blanco. Cuando uno de sus animales paría un ternero negro o un cabrito negro, el animal que fuera, Mister White se lo daba a los negros. Hasta las gallinas. También todas las gallinas eran blancas. Y cuando una gallina tenía pollitos negros decía: “Llévate esos pollitos y encuentra a un negro al que dárselos. Llévatelos. ¡No quiero pollos negros en esta finca!”.

—Y sé de una vez que –continuó Bill– había un negro y un blanco en un cruce del ferrocarril, sabes, cuando llegas a la ciudad. El negro y el blanco, allí de pie hablando. El blanco estaba diciéndole al negro lo que quería que hiciera, y llega otro negro en una carreta con una mula gris y otra negra. Este negro llega al cruce y allí las vías estaban un poco altas, sabes, y la rueda le dio a la vía y la mula intentaba tirar y él decía: “¡Arriba, arriba!”.

“Así que el blanco pega un grito y le dice: ‘Oye’, dice, ‘¿no sabes que estás hablando con una mula blanca?’.

“Y este negro dice rápido: ‘¡Ah, sí señor! Arriba, señora Mula’”.

Bill y Memphis rieron a carcajadas y poco después, cuando entendió el chiste, Sonny Boy también rio a carcajadas. Una vez más se alejó tambaleante, aullando de alegría y agitando los brazos al aire. Así que todos reímos juntos, sacándonos la tristeza de los pulmones con la risa.

—Bueno, qué me dices de ese tabaco Prince Albert, sabes –dijo Memphis con un hilo de voz cuando logró volver a hablar.

—He oído algo de eso –dijo Bill.

—Sabes, si entras en una tienda no dices: “Deme una lata de Prince Albert”. Con la cara de un hombre blanco en la lata, no.

—¿Y entonces qué dices?

—Deme una lata de señor Prince Albert.

Nos partíamos de risa, soltábamos sonoras carcajadas que dejaban a Sonny Boy estupefacto. Aullábamos por el absurdo, la perversidad y la locura en las que la región del dique estaba atrapada, una tierra bella y fecunda, rica en comida, ingenio, buena vida y canción, pero convertida en una suerte de purgatorio debido al miedo.

Por un instante, nos entendimos. En ese momento de risa, las correas y las cadenas, las crudas costumbres de dominio, las estúpidas y brutales mentiras sobre la raza, habían perdido toda su falaz dignidad, pero solo durante un instante. Los blues volverían a su ritmo eterno, su eterno comentario irónico:

The blues jumped a rabbit, run him a solid mile.

When the blues overtaken him, he hollered like a baby chile.

[El blues hizo saltar a un conejo, le hizo correr toda una milla,

| Cuando el blues lo sobrepasó, gritó como un bebé.]

—Sí –dijo Bill, la cara se le tornó sombría–, así son las cosas en esos pueblos del Sur, más que suficiente para que le entre tristeza a cualquiera.

Habían empezado con el blues como un registro de los problemas de amor y mujeres en el mundo del Delta. Habían localizado la raíz de estas penurias en la pobreza severa y el terror racial de la vida rural negra. Recordaron los placeres y peligros de los campos de trabajo de Mississippi, donde la penitenciaría se erigía al final del camino, esperando para recibir a los rebeldes. Finalmente, llegaron a la barbaridad del sistema de linchamientos que amenazaba a cualquiera que desafiara las reglas. Después, apabullados por el absurdo sistema sureño, rieron hasta la bajada del telón, al auténtico estilo africano.

Para mí, la sensación fue de triunfo. Por fin, hombres negros de clase obrera se habían expresado con franqueza, sagacidad y resentimiento –sin tapujos–, sobre las desigualdades del sistema sureño de segregación y explotación racial. Una descarnada exposición que dejaba el sistema al desnudo. Además, el material reunido tenía un estilo novedoso: se había obtenido en una situación en la que las víctimas de una tradición podían contarse sus vivencias mutuamente. Ellos mismos habían manifestado por qué y cómo había surgido el blues en sus pueblos de origen en el Delta del Mississippi.

Pero Big Bill y sus amigos tuvieron una reacción diferente. Había accedido, tal vez erróneamente, a ponerles lo que se grabara. Los bluesmen escuchaban con creciente aprehensión y con palabras proferidas atropelladamente, me atacaron por haber hecho la grabación, exigieron que se destruyera y, finalmente, me pidieron que prometiera que jamás revelaría su identidad.

—¿Por qué, por qué? –preguntaba yo–. ¿De qué tenéis miedo aquí, en el norte?

—No conoce a esa gente de allá abajo –dijeron. Daba igual que los tres vivieran en Chicago. Cuando aquellos blancos pobres del Delta Profundo oyeran los discos, vendrían a buscarles. Si no los encontraban, irían a por sus familias, quemarían las casas y probablemente los matarían a todos, me aseguraron Bill y Memphis. Estamos en la América de 1948, pero estos tres grandes artistas del blues, cuyos discos, en aquel mismo momento, giraban en las gramolas de todo el Sur, estaban asustadísimos.

De modo que prometí ocultar su identidad si las grabaciones se publicaban en algún momento –algo poco probable, por lo que veía– y cumplí mi promesa hasta 1990. Cuando esta conversación a tres bandas se publicó en la revista Common Ground, en 1948, me inventé un lugar ficticio y cambié todos los nombres. Se hizo lo mismo incluso en la edición de 1959 de la United Artists, y la historia completa jamás se contó hasta que la Ryko publicó la entrevista en el verano de 1990. Aquí, por fin, los tres hombres interpretaban sus propios papeles. Hubo buenas críticas, cuatro estrellas en el Entertainment Weekly y un premio nacional. América parecía estar por fin preparada para oír la trágica historia que se encuentra tras el blues. Para entonces, Sonny, Big Bill y Memphis ya habían muerto.

Incluso después de haber hablado del asunto en aquel lejano domingo en Nueva York, nuestro estado de ánimo era apagado más que triunfal. Sabíamos que habíamos abierto camino y sacado a la luz un oscuro periodo de la historia que había permanecido oculto hasta entonces –ellos también lo veían así–, pero un manto fúnebre se había desplomado sobre nuestra amistad. Les invité a que se quedaran en Nueva York, pero, aunque aún resplandecían por el gran éxito del concierto, adujeron asuntos urgentes en Chicago. Fueron educados, pero quisieron marcharse de inmediato. Se subieron al primer tren que salía hacia el oeste y, durante años, no supe nada de ninguno de ellos a pesar de que tras las reseñas del concierto de Town Hall, Bill y Memphis empezaron a tocar en clubes de blancos y terminaron trabajando y viviendo en Europa.

Cuando volví al Delta con mis aparatos de grabación diez años después, en 1959, intenté averiguar algo más sobre su héroe Charley Houlin, el tejano que mató al sheriff para proteger a sus arrendatarios. Atravesar en coche la vega del río Arkansas fue una especie de ensoñación: en busca del héroe de la leyenda de mis amigos sobre el hombre blanco bueno, e incluso más onírico resultó llegar a Hughes, Arkansas –el escenario de la pelea armada–, y descubrir, gracias a la primera persona que me encontré, que Charley Houlin aún vivía.

—Encontrará a Charley en la calle al otro lado de las vías. No se confundirá de casa, tiene unos grandes escalones–. A través de las calles bordeadas de olmos de la vieja ciudad del Delta, atravesando las vías para llegar al sector de la gente de color, vi un letrero que ponía CASA HOULIN en lo alto de una ancha escalera de madera. Dejé a Shirley en el coche, subí las escaleras y abrí las puertas batientes del bar. El gran local estaba vacío a excepción de una bella mujer criolla que limpiaba la barra de caoba. Detrás de ella había un gran espejo bordeado en la parte inferior por tres hileras de botellas y decorado con una impresionante colección de revólveres, rifles y escopetas al alcance de la mano. Cuando pregunté por el señor Houlin, se volvió y llamó con voz suave: “Charley”. Y a mí: “Enseguida sale”.

Mientras esperaba, miré todas aquellas armas y pensé en lo que un negro me había dicho en la calle: “Charley Houlin es el pistolero más rápido de Arkansas. Todo el mundo lo sabe. La policía del estado ni siquiera aminora la marcha cuando pasan por delante de su local, siguen adelante”.

El Delta, en particular la parte del río que pertenece a Arkansas, seguía siendo frontera en 1959, y Charley Houlin parecía haber salido directamente de la serie televisiva Gunsmoke [El pistolero]. Compacto, de pelo rubio con toques canosos, con cara de póquer, bien vestido al estilo tejano, tenía la fría mirada azul de un pistolero. Nos saludamos y tomamos algo. Me dijo que se había ido de Texas porque “la cosa allí estaba empeorando”, le había ido bien en Arkansas y decidió quedarse. Quería hacerle más preguntas sobre sus aventuras, pero no me atreví. Había una reserva en Charley Houlin que mantenía la distancia. Cuando le dije que estaba grabando música negra, se volvió a la señora criolla: “Debería reunirse con el viejo Forrest City Joe, ¿verdad, cariño?”.

Aquella tarde de agosto encontré a Forrest City Joe Pugh sentado en la galería delantera de una taberna identificada por un letrero tambaleante como THE OLD WHISKEY STORE tocando la guitarra para la clientela. Escuché un rato, le invité a un trago y, mientras íbamos en coche al campo para reunirnos con sus compañeros musicales, sacó la armónica y se puso a tocar al estilo chillón y estrafalario de Sonny Boy Williamson. Joe tocaba también con la armónica dentro de la boca, o soplando por los orificios nasales, a la manera normal. También cantaba alrededor y por encima del arpa de boca, de manera que la voz y el instrumento confluían en Sola corriente de sonido continuo. Cuando terminó limpió la saliva del instrumento y se rio: “¡Algún día esta cosa me va a comprar un coche como el suyo!”. Encontramos a su guitarrista favorito, Sonny Boy Rogers, metiendo su último saco de algodón en la furgoneta en un camino lleno de barro. Era la época de la recogida del algodón, todos tenían dinero en el bolsillo y Sonny Boy estaba de muy buen humor. Pronto estábamos de vuelta en la ciudad con el coche lleno de músicos.

A las nueve, la grabadora estéreo estaba colocada en la barra de un honky-tonk. Forrest City Joe y su banda de dos componentes, Boy Blues with His Two, junto con sus novias y otros conocedores del blues, saboreaban el licor y vertían blues en el honky-tonk. Ningún técnico de Nueva York habría dado el visto bueno a la acústica. Entre tomas, el sitio era puro alboroto, pero el ambiente emocional era embriagador y maravilloso. Era mi primer viaje de campo para grabar en estéreo. Cuando los músicos y sus amigos oyeron el “zas” de la sección de ritmo que salía por el altavoz A, y el chillido y gemido del vocalista y armonicista por el altavoz B, el deleite y la aprobación fue universal. La gente bailó todas las reproducciones. Hablaban en alto y las malas palabras dieron pie a algunas peleas que quedaron en nada.

Forrest City Joe estaba en plena forma. Nos convenció de que habíamos descubierto a la nueva estrella del blues. Tocaba el piano y la guitarra. Se entusiasmaba con la armónica, tocando piezas antiguas e improvisando otras nuevas. Cantó con sentidos gemidos la historia de un triste suceso reciente:

She used to be beautiful, but she lived her life too fast.

Now she runnin round,

Tryin to drink out of everybody’s whiskey glass.

I had a good racket of sellin whiskey,

I told my baby so.

She wasn satisfied till she went to town

And let the chief of police know.

She used to be beautiful, but she lived her life too fast…

One thing, one thing, old buddy,

Forrest City Joe can’t understand—

She cooked cornbread for me,

She cooked biscuits for her man.

She used to be beautiful, but she lived her life too fast.

Now she runnin round,

Tryin to drink out of everybody’s glass.

[Era hermosa, pero vivía demasiado deprisa, | Ahora va por ahí, | Intentando beber del vaso de whisky de los demás. || Gané pasta vendiendo whisky, | Se lo dije a mi chica. | No se quedó tranquila hasta que fue a la ciudad | Y se lo contó al jefe de la policía. || Era hermosa pero vivía demasiado deprisa… || Una cosa, una cosa, viejo amigo, | Forrest City Joe no lo puede en- tender… | Preparó pan de maíz para mí, | Le hizo galletas a su hombre. || Era hermosa pero vivía demasiado deprisa, | Ahora va por ahí, | Intentando beber del vaso de whisky de los demás].

Mientras miraba a estos jóvenes de Arkansas negros y desenfrenados tocando su rocking blues (con dos guitarras, batería, armónica y un contratiempo muy marcado, muy diferente de los blues rurales que habitualmente grababa), empecé a darme cuenta de lo africana que era su música. En resumen, eran tremendamente sociables, se comunicaban sin parar, haciendo el payaso y bailando juntos y con la gente a su alrededor; siempre juguetones, riendo, haciendo chistes musicales, llevando sus instrumentos y sus voces a todo tipo de formas, siempre improvisando el tono, el texto, la melodía, el ritmo y la armonía; y tremendamente energéticos: cantaban en alto, tocaban fuerte, acentuaban poderosamente, empujando el tempo, interpretando como si la vida les fuera en cada frase. Piensen en James Brown en su momento álgido, Louis Armstrong cuando toca más intensamente, el carnaval brasileño o el de Trinidad, que desfila ruidoso por la avenida, un bardo de África occidental con sus amigos, agitando sonajeros de calabaza igual que hacía Magic con una pelota de baloncesto, y verán a Forrest City Joe, Boy Blue y sus amigos aquella noche en Hughes, Arkansas.

Dos generaciones de roqueros blancos han intentado emular este estilo y, hasta ahora, no lo han con seguido toda vez que los blancos siguen sin comprender el patrón rítmico africano basado en el cuerpo, que permite gran intensidad sin ser más enfático de la cuenta, que invita a jugar sin hacer el tonto o perder el compás. Forrest City Joe y sus amigos lo tenían todo. Que eran tan netamente africanos como los bronces de Benin puede oírlo usted mismo si compara sus grabaciones con cortes de Senegal y otras partes de África Occidental.

Sobre la una de la mañana, Charley Houlin se acercó para escuchar un rato. Después, al darme las buenas noches, me sugirió que visitara la cercana West Memphis. “Pero mejor hable con el sheriff cuando llegue. Tienen West Memphis bien sujeta, si entiende a lo que me refiero”. No lo sabía, pero le dije que pasaría a ver al sheriff. A eso de las tres de la mañana, apenas veía la máquina de escribir para teclear los contratos con estos jóvenes y entusiastas hacedores de blues de Arkansas. A las cuatro, metí mi aparato en el coche. Los jóvenes se fueron a echarse un rato, antes de que empezara la jornada de recogida de algodón. Joe quería otro trago y se lo merecía.

Cuando amaneció en el honky-tonk de Hughes, ya teníamos el aparato metido en el coche. Ambos estábamos muy contentos. Joe había grabado, e iba, pensaba él, directo al estrellato. Las cosas habían cambiado a mejor. La decisión del Tribunal Supremo de 1954 era cosa del pasado; niños negros y blancos asistían a las mismas escuelas en el Delta. Aquí en Hughes, él y yo, negro y blanco, habíamos podido tratarnos en público sin problema. Joe era incapaz de dejar de parlotear. Estaba tan alegre pensando en el futuro, que se puso a inventarse otro mundo, mejor que el actual.

—¿Quién es el hombre más rápido que conoce? –preguntó al aire para contestar a continuación–: Era un hombre que corría tan rápido que Dios le tiró un rayo, pero no le dio. Falló tres veces. Al final Dios se dio por vencido y dijo: “Vete, gato, ¡vete!”. Nos partimos de la risa. Dos borrachos que habían estado escuchando se tambaleaban como podían en la acera, rogándole a Joe que parara antes de que los matara de la risa. Por su parte, Joe parecía poseído de toda la magia del ingenio y la música negros. La única forma de despedirse era comprarle otro trago y largarse. Cuando miré atrás, Joe se había convertido en una figura andrajosa y polvorienta entre las vías del tren y los honky-tonks[3].

Seguí las instrucciones de Charley Houlin al pie de la letra. Cuando llegué a West Memphis fui directamente a la casa del sheriff para darme a conocer y acreditarme. El sheriff no estaba, pero hablé un rato con su esposa y le expliqué, mientras ella se mecía y hacía croché, lo que quería hacer en la ciudad. “Supongo que está bien. Vaya –me dijo–. Se lo digo al jefe cuando vuelva”.

Casi todo West Memphis parecía estar lleno de bares y casas de comida. Entré en el bar más grande y ruidoso, pedí una jarra de cerveza y me acerqué a la mesa de los dados para observar el juego. Un blues gutbucket, así llamaban a los blues con mucho duende y un pulso arrollador, rugía en la gramola. Había un escenario bajo en un rincón, evidentemente, para música en vivo. Las cosas parecían ir bien. Merodeaba por la mesa del juego de dados, empapándome de cerveza helada y buscando a quién preguntarle por el blues, cuando sentí que me clavaban algo en las costillas. Después hubo dos “algos”, uno a cada lado.

Hice lo que se hace en estos casos. A pesar de la jarra de cerveza, levanté las dos manos y miré por encima del hombro. Dos ayudantes del sheriff, de aspecto muy desagradable y luciendo sus distintivos, me tenían a punta de pistola. Con claro acento americano, me preguntaron quién diablos era y qué estaba haciendo allí. Estaba buscando cantantes de blues; había oído que había un montón que tocaban en los bares. Por cuanto farfullaron deduje que no era más que un maldito mentiroso y que “no hay tal cosa” y “no queremos su clase de música por aquí” insistían, mientras me empujaban hacia la puerta y “sabemos lo que hacer con tipos como tú” mientras me sacaban por la puerta a empujones y me metían en el coche patrulla.

Uno iba delante conduciendo y el otro detrás, con la pistola pegada a mí. Me estaba empezando a asustar y conseguí decirles que había hecho lo que se suponía que debía hacer; había intentado registrarme, había ido a casa del sheriff, como me había dicho el señor Houlin, a registrarme. Pero eso era otra maldita mentira, me dijeron, “es que no quieres pasar por lo que te espera”. No quería, y casi supliqué: “Vamos a la casa y lo comprobamos con la señora del sheriff”.

“Bueno, por qué no, no tardaremos ni un momento y demostraremos lo mentiroso que eres y después…”, pero de todos modos nos dirigimos a la casa del sheriff. Gracias a Dios, la señora seguía en su mecedora haciendo croché en el porche delantero. Con muchísima educación, la saludaron y le informaron de a quién tenían en el coche. Ella dijo que vendría a ver. Se levantó de la mecedora y se acercó al coche, miró y dijo: “Es él. Es ese. Pasó por aquí esta tarde”. Le dieron las gracias a la señora, y yo también.

Cuando se iban, sin embargo, me explicaron que registrado o no, con Houlin o sin él, no querían a gente como yo fisgoneando o metiendo la nariz, o lo que fuese que yo estuviera haciendo, en West Memphis, que me subiera al coche y que me fuera a toda pastilla hasta que estuviera lejos de allí. Me dejaron en mi coche y, una vez más, me hicieron saber que no querían verme en la ciudad aquella noche.

Seguí sus instrucciones. Fui al motel, donde había dejado a Shirley por seguridad, y sí que quemamos rueda hasta que estuvimos fuera de West Memphis, Arkansas. Mientras avanzábamos por la vega del río en la oscuridad, me di cuenta de que estábamos cerca de Hamp’s Place, el honky-tonk rural donde comenzó este relato. Intenté describirle a Shirley cómo era cuando Willie B, William Brown y yo cruzamos aquel puente veinte años atrás, aquella lejana tarde cuando éramos jóvenes y audaces y estábamos de whisky hasta las orejas. En el fondo, nos sentíamos impotentes ante una injusticia gigantesca e implacable. Pero desde entonces, las cosas habían cambiado a mejor.

Mi encuentro con los policías de West Memphis fue de aquellas entrañables bienvenidas a la antigua usanza; lo nuevo era la sesión que había tenido con Forrest City Joe y sus amigos. Y había ocurrido en el corazón del Delta. La sensación de libertad y tranquilidad de aquellas horas felices eran el símbolo más preciado de los cambios profundos que estaban produciéndose en las costumbres del Sur. Las puertas que llevaban siglos cerradas a los negros empezaban a abrirse. Tal vez Gunnar Myrdal llevaba razón cuando dijo que la Constitución era la médula misma del folclore americano y que, una vez que el Tribunal declarase que las reglas de Jim Crow eran inconstitucionales, la mayor parte del Sur blanco acataría la decisión. Por supuesto, había lugares que cambiaban más despacio que otros; pero las principales barreras sociales habían caído. Es más, quedaba claro que el blues, con su corriente de ironía y su ritmo africanos, seguiría su curso, igual que el gran río que corre bajo el puente, riendo y cantando para iniciados, conversos, neófitos y profanos las venturas y desventuras de los nuevos tiempos que vienen.

The sun gonna shine in my back door some day,

The wind gonna rise and blow my blues away…

[El sol va a brillar en mi puerta trasera algún día, | Va a levantarse un viento que se llevará mi tristeza consigo…].

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Este texto corresponde al último capítulo de «La tierra que vio nacer el blues. Prosas reunidas de un folclorista legendario» que, con traducción de Ana Lima, acaba de publicar Libros del Kultrum.

[1] Esta innovadora entrevista dramática se presentó por vez primera en un discurso ante la New York Folclore Society en 1947. Inicialmente se publicó con el título de ‘I Got the Blues’  en Common Ground (1948) y posteriormente se incluyó en la antología sobre folclore afroamericano de Alan Dundes, Mother Wit from the Laughing Barrel (1973). La grabación de la en trevista, ‘Blues in the Mississippi Night’, se editó en United Artists (UAL 4027) en 1959. En todos estos casos, la identidad de los participantes se ocultó tal y como pidieron. La verdadera identidad de los bluesmen no se hizo pública hasta 1990, cuan do la entrevista volvió a editarse en Rykodisc (RCD 90155).

[2] Los hermanos Lowrance, cuyo campamento base se ubicaba en el condado de Mississippi, Arkansas, son figuras legendarias. El inspector de sanidad del gobierno observó, en 1929, que sus campamentos eran de una insalubridad infame. Por lo visto, algunos miembros de la familia Lowrance (sospecho que el apellido es una versión sureña de una denominación similar a Lorentz) vivían en Memphis en los años treinta, puesto que en las guías aparecen Blair Lowrance y William Tate Lowrance como contratistas del dique, y una tal Lucy Lowrance, viuda, tal vez del famoso Isum. Henry Truvillion, un antiguo trabajador de los diques de Texas, recuerda la manera en la que Isum levantaba a los hombres de su campamento: “A eso de las tres o las cuatro se oía a Isum Lowrance (mató a más hombres en el Mississippi que la gripe), dando golpes en el din-don con su .44, con la que pegaba a los negros. | –¿Quién toca el din-don antes del día? | –Debe de ser Isum Lowrance, porque toca poco. | Después, el mismo Sr. Isum Lowrance hablaba soltando: | Levantaos, chicos, levantaos… | El desayuno está en la mesa, | El café se va a enfriar, | Si no os levantáis ya, os saco a la fuerza. | ¿No venís, chicos, no venís, chicos, no venís?” || Sampson Pittman, a quien entrevisté en Detroit en 1938, trabajó para los Lowrance de Arkansas y me dijo que los hermanos Lowrance eran siete y tenían varias empresas, Charley Lowrance, Lawrence Lowrance, Eddie Lowrance, Clarence Lowrance, Blair Lowrance y Ike Lowrance, contratistas del dique. | –¿Dónde vivían? –pregunté. | –En los estados de Arkansas, Louisiana, Mississippi y Georgia. Eran tipos duros. Charley Lowrance era el mejor de todos; tiene una finca en Garders, Arkansas. || Pittman, un guitarrista excelente, tenía la costumbre de contar historias disparatadas sobre sus aventuras sureñas al ritmo de su guitarra. A salvo en el interior de su apartamento de Detroit, bien lejos de posibles represalias, y con whisky de más, improvisó un cuento fantástico sobre cómo Lawrence Lowrance engatusó a uno de los más rudos arrieros. Cito un fragmento de esta dramática evocación. || Mister Charley, Mister Charley, what’s the matter with you, | Although I have done everything, partner, you asked me to do. || [Señor Charley, Señor Charley, ¿qué le pasa? | He hecho todo lo que me pidió que hiciera, compañero.] || –Bueno, a ver, Slim, me dicen que eres el negrata más peligroso de cuantos corren por aquí. ¿Es verdad que llevas dos pistolas del .45 y es cierto que cada vez que matas a un hombre, pones una marca en el revólver? Déjame ver la pistola, Slim. Mm, mm-mm, un tipo duro, ¿eh? | –Bueno, Slim, te voy a decir una cosa. Soy el encargado del campamento. Voy a intentar complacerte, no quiero que causes problemas y supongo que tú querrás lo mismo. Bueno, ¿sabes que es el señor Lawrence Lowrance el que te habla, Slim? | –Sí, me importa un comino el señor Lowrance, igual que el resto. | Entonces Lowrance le dice a Slim que demuestre su puntería disparando a un barril que flotaba en el río. Cuando Slim vació las dos pistolas tras disparar al barril, Lowrance sacó las suyas. | –¿Sabes que soy el señor Lowrance, el señor Lawrence Lowrance, Slim? No me gustaste cuando llegaste al campamento y le dije a Bullwhippin Shorty que te avisara de que quería verte esta mañana, y quería decirte que toda la harina que compro, la llamas Java; llamas a las mejores mulas, que me cuestan 250 dólares, colas peladas. Slim, eso no me gusta. Bien, escucha, Slim, súbete a Government Ridge y que tus pies corran y se lleven también tu cuerpo. | A veces se daba la vuelta a la tortilla para el taimado Lawrence Lowrance, tal y como deja claro Big Bill Broonzy. Bill lo llama Lorand ‘El perdido’, y efectivamente, se perdió en una ocasión en la que se alejó demasiado de su ciudad natal. | –Recuerdo que trabajaba en el dique para los hermanos Lorand, la gente más mala de la vega del río White. El tal señor Lorand ‘El perdido’, fue a una ciudad cerca de la línea Mason-Dixon. Allí había policías negros que no permitían a nadie llevar pistola. Pero el señor Lorand ‘El perdido’ llevaba dos del calibre .45, una a cada lado. | Este policía negro se le acerca y le dice: “En esta ciudad ir armado es ilegal. ¿Lo sabía?”. | Y Lorand le dice al policía negro: “A ver, negro, ¿sabes quién soy?”. | “No, señor”, dijo el policía negro. “Dígame, ¿quién es usted?” | “Soy Lorand ‘El perdido’”. | Sacando su gran pistola del calibre .38.40 y apuntando a Lorand en la cara, el policía negro le dice: “Señor Lorand, una vez estuvo perdido, pero ahora le hemos encontrado”. Esposó a Lorand, le quitó las pistolas y lo metió en el calabozo. | La noticia corrió por todo el sur y el norte porque ese fue el primer negro que arrestaba a un hombre blanco de los malos y había policías negros en todas las ciudades sureñas y en el norte también, pero sólo arrestaban a otros negros, porque los blancos no se saltaban la ley, la promulgaban. Tenías que ser negro para saltarte la ley. | Así que cuando el señor Lorand volvió a la vega del río White, empezó a portarse mejor con los negros y una vez, en una reunión, se levantó y nos contó a todos esta historia, tal y como había sucedido. Dijo que jamás se le había pasado por la cabeza que un negro fuera a tener el valor de arrestar a uno de los hermanos Lorand. | Fue treinta años después, en Bélgica, muy lejos del Delta, cuando Big Bill pudo reírse de cómo las cosas habían cambiado para uno de los antiguos jefes del dique. (Véase William Broonzy, Big Bill Blues). En general, estos “viejos tipos duros” se salían siempre con la suya. Hubo un tal Tom Paine, “un diablo de cola partida”, encargado de llevar a los prisioneros al penal. Otro tal Forrest Jones, encargado de uno de los campos más asquerosos del río en el Condado de De Soto, en Mississippi, de quien dicen que disparó al “Hombre piadoso”. Pittman los recordaba a todos. || I worked on the levee, long time ago, | And ain’t nothing about the levee camps that I don’t know. | Partner, partner, partner, don’t you think I know, | Say now, I ain’t no stranger, I been down in the circle before. || No, there ain’t but one contractor on the levee that I fear, | Your Bullyin George Hulan, they don’t ‘low him back there. || Now there’s Mister Forrest Jones, ain’t so long and tall, | He killed a mercy man and he’s liable to kill us all. || Now Mister Charley Lowrance is the Mercy Man | The best contractor, partner, that’s up and down the line. || Now when you leave out West Helena, on Highway 44, | The first camp that you get to is called ‘Rainymo’. | Partner, partner, partner, don’t you think I know, | Say now, I ain’t no stranger, I been down in the circle before. || [Trabajé en el dique, hace mucho tiempo, | Y no hay nada de los campamentos que yo no sepa. | Socio, socio, socio, no crees que lo sé, | Habla ahora, no soy un extraño, ya he estado en el círculo. || No, solo hay un contratista del dique al que temo, | El matón George Hulan, no le permiten volver. || Está el señor Forrest Jones, no es tan largo y alto, | Mató a un buen hombre y es capaz de matarnos a todos. || El señor Charley Lowrance es el “Hombre piadoso”, | El mejor contratista, colega, que se encuentra en la línea. || Cuando sales de West Helena, por la autopista 44, | El primer campamento que ves se llama ‘Rainymo’. | Socio, socio, socio, ¿no crees que lo sé? | Habla ahora, no soy un extraño, ya he estado en el círculo.] || Gran parte de lo anterior aparece en ‘Shack Bullies and Levee Contractors’, de John Cowley, quien, en este valioso artículo, cita ampliamente mis grabaciones para la Biblioteca del Congreso. La mayoría de los extractos que cita están sacados de mis grabaciones.

[3] Este pie de página es un obituario. Unas semanas después de que me marchara de Arkansas, recibí una carta con la terrible noticia de que Joe Pugh había muerto. Un coche grande conducido a gran velocidad. El final de sus esperanzas quedó allí: estampado contra el parabrisas. Este asunto aún me hace llorar, incluso al escribir estas palabras.

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