Los árboles tienen sus luchas. Los mayores asombran a los pequeños, que crecen entonces con prisa para hacerse pronto dueños de su ración de sol, y al esparcir las raíces bajo la tierra, hay algunos quizá demasiado codiciosos que estorban a los demás en su legítimo empeño de alimentarse.
El bosque animado, Wenceslao Fernández Flores
Deprime percibir todo esto biológicamente. ‘The Woodlander’ otra vez: Hardy concibe los hermosos árboles medrando unos de otros, incapaces de no aprovechar las heridas o la muerte de sus vecinos. Si el árbol que está a mi lado muere, tengo más aire y más luz
Iris y sus amigos, John Bayley
«Todo el mundo va a lo suyo menos yo, que voy a lo mío», decía el rockero Silvio. Con las plantas ocurre exactamente lo mismo, como ilustran estos dos textos: intentan sobrevivir de manera salvaje, pasando por encima de sus congéneres. Sin embargo gozan de una buena fama totalmente injustificada frente a los animales, nadie dice: El hombre es un helecho para el hombre. Un geranio, por ejemplo, tendría el mismo comportamiento que una hiena o un zorro si pudiera. Plantas tan bien consideradas por la literatura como la buganvilla o el rosal atacarían a otras plantas, especialmente a las de la misma especie, si sus limitaciones de movilidad no lo impidieran.
Pero hay una excepción a este tratamiento benévolo del lenguaje hacia las plantas, que hace justicia a su maldad: el verbo medrar. Es lo que hacen las plantas desde chiquititas, así que la próxima vez que se encuentre un compañero de trabajo medrador, o compañera; un ‘trepa’ (término botánico si se quiere también), no recurra a analogías animales para describirlo/a, diga por ejemplo esta compañera es una parra o mi jefe es un poto. Así, a la vez que enriquece su vocabulario hará justicia equilibrando las famas respectivas de animales y plantas