El bosque

En un vuelo transatlántico.

 

Los agricultores plantaron estos pinos, hace muchos años, para proteger a los campos de la arena de las playas cercanas. El bosque rodea la casa donde crecí y está inundado de arena oscurecida. Caminar por él –pisar la pinaza- devuelve sensaciones contradictorias y peligrosamente sentimentales. Un desierto negro y crujiente custodiado por gigantes. Hace un tiempo, una tormenta terrible arrasó con varios de los más viejos, más frondosos o más desafortunados. Nadie se ha encargado de trocearlos y convertirlos en serrín. Quizás deba ser así. Colosos tumbados ofreciéndole tinieblas a la memoria, siempre tan hambrienta de ellas.

 

Es un bosque urbano y, por ello, ha sido humillado como vertedero o campo de concentración donde la gente que se consume en la ciudad venía a hacer la barbacoa el domingo y a dejarlo todo perdido. Ahora se van al centro comercial que ya no cierra nunca y brilla más.

 

Las putas de la intocable mafia local, mujeres y niñas de algún pueblo de la periferia de este mundo, sin nombre ni salvación aparente, traen aquí a los hombres. Mi perro Drake, un cocker con un ojo negro -de ahí el nombre-, se acercó un día a un coche de un cliente de la mafia, atraído por el olor del sexo. Un sexo mecánico, sin promesas. Un insulto al sexo.

 

Cuando era pequeño, el bosque marcaba la frontera y, aunque ya han pasado muchos años, los pinos, de noche, siguen emitiendo un zumbido sordo que advierte a navegantes y recuerda verdades inalterables en la lucha del hombre contra su ecosistema. Alguna vez me he quedado parado, unos pocos pasos dentro de la oscuridad, esperando a algo que nunca llegó. Una revelación genial, un monstruo, el subidón del miedo. Ya no lo recuerdo.

 

He aprendido muchas cosas en este sitio. Una vez me encontré a una oveja pariendo y sostuve entre mis brazos, en sus primeros segundos de vida, al corderillo. El recién nacido desprendía un calor descomunal. Tuve ganas de hablarle. Pensé algo emocionante, a la altura del momento, de su llegada, y le dije algo así como “ya estás aquí”. La madre me seguía y conseguí, después de un buen paseo por entre los pinos, alcanzar al rebaño. El pastor, un chaval marroquí, me dio las gracias, cogió al cordero por las patas traseras y miró con gesto extrañado mis ropas llenas de sangre y restos de placenta. El milagro de la vida, quise replicarle.

 

Cuando el avión sube hacia las nubes de vuelta a Nueva York, pasa por encima de esta franja interminable de pinos. Nada puede entenderse desde tan alto.

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